El gran libro de las civilizaciones antiguas. Patrick Riviere

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El gran libro de las civilizaciones antiguas - Patrick Riviere

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de cerca.

(Apuleyo, La Metamorfosis o El asno de oro, libro XI, 23)

      Así, el misto aparecía al día siguiente de esta noche iluminadora con la frente adornada con una corona de palma, teniendo ante él la estatua que representaba a Isis, que le desvelaba secretamente sus misterios[83] y lo llevaba gradualmente hacia su propia «adivinación». El misto se volvía por tanto en ese sentido parecido a su dios Osiris, tal como fuera reanimado por Isis y tal como resucitara gracias a la intervención constante de la diosa.

      Y si el que, mediante la muerte, sufría la iniciación última – el faraón, y luego más tarde los dignatarios, e incluso el pueblo en el Imperio Nuevo– tenía que morir y resucitar en Osiris, la presencia de Isis era todavía indispensable, puesto que las palabras y el aliento misterioso de Isis (con la cruz símbolo de vida, el ankh) conferían la vida eterna a los difuntos.

      Se añadía así un valor soteriológico a la función de la pareja divina, que asumió todavía mayor importancia con la democratización del ritual funerario, ya que entonces todo difunto, no sólo el faraón, podía aspirar a convertirse en «heredero de los dioses».[84]

      La identificación entre el viaje nocturno del Sol (Ra) y el difunto asociado a Osiris se había establecido desde el punto de vista simbólico y teúrgico. «Los muertos se alegran cuando brillas para el gran dios Osiris, señor de la eternidad», proclama el himno a Ra.

      El viaje funerario realizado en el dominio del Duat y el Amenti, con sus doce etapas fundamentales, debía conducir al difunto a su liberación total, evitando de ese modo la «segunda muerte».[85]

      El motivo del embalsamamiento del difunto, a semejanza del de Osiris, era básicamente la separación completa del Ka – o «doble espiritual» (psíquico)– de la corporeidad y su conservación. Este principio, sin embargo, debía diferenciarse del alma propiamente dicha, sin duda el Ba, representado por un ave con cabeza humana.

      Se celebraba el juicio del alma, y la escena utilizada con mayor frecuencia era la de una balanza, en uno de cuyos platillos se ponía el corazón del difunto,[86] mientras que en el otro reposaban los símbolos de la justicia (Maat): el ojo o la pluma. Los dioses Horus, Anubis, Tot y Neftis también estaban presentes en la mayoría de escenas que ilustra el Libro de los Muertos, como muestran numerosos papiros: Ani, Anhai, Hunefer, etc.

      Horus y la teocracia faraónica

      El dios Horus, representado por un halcón o un gavilán, heredó el carácter solar vinculado a su padre Osiris. Horus era evocado con frecuencia en Egipto, en ocasiones bajo el aspecto de un gavilán visto de perfil, con la cabeza situada bajo una serpiente que formaba el círculo solar (Horus-Ra),[87] y en ocasiones con la cabeza coronada con la tiara faraónica. Horus, heredero de Osiris, representa simbólicamente el arquetipo de faraón, heredero este mismo del dios Amón. De hecho, el fenómeno de «solarización» de Amón, convertido por este motivo en Amón-Ra, no hizo más que acentuar bajo el Imperio Nuevo los aspectos que vinculaban tradicionalmente al faraón con la divinidad solar. Veamos a modo de ejemplo lo que se escribió sobre el faraón Ramsés III:

      El hijo de Amón-Ra, que reina en su corazón, al que ama más que todas las cosas y que está cerca de él. Él es la imagen resplandeciente del señor del universo y una creación de los Neteru de Heliópolis… Su padre divino lo creó para aumentar su esplendor. Es el huevo inmaculado, la simiente refulgente que ha sido cuidada por las dos grandes Diosas de la magia. El propio Amón lo ha coronado en su trono en Heliópolis, en el Alto Egipto. Ha sido elegido como pastor de Egipto y defensor de los hombres. Él es el Horus que protege a su padre; el hijo mayor del dios «Toro de su madre»; Ra lo ha engendrado con el fin de crearse una posteridad brillante sobre la tierra, para la salvación de los hombres y a viva imagen suya.

(A. Erman y H. Ranke, La Civilisation égyptienne)

      Por tanto, el faraón era considerado un «rey-sacerdote», hijo de Amón-Ra. A. Moret escribe en su estudio Du caractère religieux de la royauté pharaonique:[88]

      Egipto ha conocido por tanto una concepción original de la realeza religiosa: el Faraón se distingue de los demás reyes-sacerdotes por el hecho de estar vinculado por nacimiento a los dioses, así como por la dignidad sacerdotal. Él es dios, porque es sacerdote como hijo de los dioses.

      Esta concepción de una realeza a la vez divina y sacerdotal […] aparece desde los primeros tiempos actualmente conocidos de la historia de Egipto; el régimen político que se desprende ha resistido a cuarenta siglos de aplicación y ha resultado ser el elemento más duradero, el más inaccesible a las revoluciones de la civilización egipcia.

      El surgimiento transitorio de la clase sacerdotal en la realeza tal vez alterara las relaciones recíprocas del rey y los dioses, subordinando a la majestad divina al humilde mortal, sacerdote de Amón, ascendido a la categoría de rey debido a una feliz casualidad.

      Sin embargo, si bien la persona de los reyes coyunturales sufrió durante algunos siglos una disminución de autoridad, el principio de la realeza, divina y sacerdotal, sobrevivió hasta el periodo romano y sólo desapareció cuando lo hizo la religión egipcia, por los efectos del cristianismo.

      Como declaró sin ambages Mircea Eliade:[89] «El Faraón es la encarnación de la Maat, término que se traduce por “verdad”, pero cuyo significado general es “buen orden” y, por consiguiente, “derecho”, “justicia”. La Maat pertenece a la Creación original: por tanto, refleja la perfección de la Edad de Oro».

      Si nos referimos a los Textos de las Pirámides – que no han sufrido la «democratización» planteada a propósito del Libro de los Muertos, en su aplicación– parece que el faraón pueda extender su visión hasta más allá incluso de Osiris, al no ser sometido a su juicio:

      Tú miras por encima de Osiris…

(Textos de las Pirámides, 251)

      Rê-Atum no te entrega a Osiris, que no juzga tu corazón y no tiene poder sobre tu corazón…

(Textos de las Pirámides, 145)

      Tú abres tu lugar en el Cielo entre las estrellas del Cielo, porque eres una estrella…

(Textos de las Pirámides, 251)

      No obstante, en consideración de las responsabilidades temporales del faraón, inherentes a su función de soberano, la casta sacerdotal desempeñaba un papel fundamental. A los sacerdotes se les pedía que desempeñaran una función cada vez más importante, sobre todo en la XVIII dinastía, en la que el sumo sacerdote de Amón acabó gozando de una importante autoridad. Convertido en el segundo personaje de Egipto, se encargaba de la administración de los bienes del dios. Ante este estado de las cosas, el faraón Amenofis IV decidió acabar con la autoridad del sumo sacerdote. Empezó por arrebatarle sus privilegios, y luego le hizo dudar del culto a Amón. Amenofis IV sustituyó a este dios por el dios Atón, de quien aseguraba ser la única manifestación:

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<p>83</p>

La iniciación sigue con un banquete ritual. Después de todo un año, por petición de Isis, el misto debía reconocer «los misterios nocturnos del dios supremo» (La Metamorfosis o El asno de oro, libro XI, 28), en relación indudable con la Inventio de Osiris. Apuleyo, sin embargo, no dice nada de la última prueba iniciática.

<p>84</p>

Expresión literal extraída del Libro de los Muertos.

<p>85</p>

Esta «segunda muerte» es evocada en particular en los capítulos 44, 130, 135, 136, 175 y 176 del Libro de los Muertos. Véase Patrick Rivière, en Réfléxions sur la Mort, obra colectiva, Editorial De Vecchi.

<p>86</p>

Mientras que en el Libro de los Muertos se tendía a confundir el «pesaje del corazón» y el «proceso» del alma, en los Textos de los Sarcófagos los dos actos son claramente diferenciados.

<p>87</p>

El «ojo divino» era indistintamente considerado como ojo de Horus y ojo de Ra.

<p>88</p>

A. Moret, Du caractère religieux de la royauté pharaonique, ed. E. Leroux, París, 1902.

<p>89</p>

Mircea Eliade, op. cit.