Historia de las ideas contemporáneas. Mariano Fazio Fernandez
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Respecto al materialismo, su representante más clásico es Julien Offray de La Mettrie (1709-1751). En su célebre obra El hombre máquina, y también en su Historia natural del alma y en El hombre planta, desarrolla un materialismo de base, que hace depender todo de la sensibilidad, incluidas las ideas. La clave para entender qué es el hombre reside en los procesos fisiológicos. La diferencia entre el hombre, el animal y la planta es sólo de grado. Agnóstico en campo religioso, hedonista en materia moral —La Mettrie escribió una obra intitulada El arte de gozar o la escuela de la voluptuosidad—, este médico-filósofo expresa uno de los posibles desarrollos radicales del empirismo ilustrado.
En la misma línea materialista se mueve el barón Paul d’Holbach (1723-1789), nacido en Alemania pero de formación francesa. D’Holbach compuso el texto más importante del materialismo del siglo XVIII: el Sistema de la naturaleza o de las leyes del mundo físico y del mundo moral (1770). Este autor profesa un cierto atomismo: todas las cosas son el resultado de un conjunto de átomos estructurados de formas distintas. Los principios del movimiento no son externos, sino internos a las cosas: la atracción y repulsión entre los átomos. En el caso del hombre, estos dos principios se llaman amor y odio. El hombre, como todas las otras cosas, tiende a conservar la propia existencia. El amor propio, por lo tanto, es el principal motor de la vida humana. Esta tendencia no es incompatible con la búsqueda del bienestar general. Enemigo de toda forma de religiosidad, considera que la ignorancia y el miedo son el origen de la noción de divinidad, y que la religión aumenta el ansia y el miedo. Una vez que se elimine la religión, se podrá cambiar el sistema político del Ancien Régime, y sustituirlo por otro más racional. Cabe aclarar que d’Holbach no es partidario de una revolución violenta.
Etienne Bonnot de Condillac (1715-1780) no es un materialista en sentido estricto, pero su sensismo radical lo acerca a esta corriente de pensamiento, si bien deja espacio en su sistema al espíritu y a la trascendencia. Condillac publica en 1746 un Ensayo sobre el origen de los conocimientos humanos, en el que se muestra un fiel discípulo de Locke: todo conocimiento tiene un origen empírico, ya se trate de una idea simple o de una compuesta.
Condillac, sin embargo, va madurando su pensamiento y llegará a posiciones gnoseológicas personales. En el Tratado de los sistemas (1749) critica fuertemente los sistemas metafísicos del siglo XVII: Descartes, Malebranche, Spinoza y Leibniz partieron de definiciones, y después, mediante un método geométrico, llegaron a conclusiones que son arbitrarias. Ciertamente hay que sistematizar los conocimientos, pero partiendo del dato fenoménico provisto por los sentidos.
En el Tratado de las sensaciones (1754), Condillac se aleja de Locke al afirmar que incluso las operaciones mentales como juzgar, querer, comparar, son sólo sensaciones transformadas. Para convencer al lector de que la única fuente de nuestro conocimiento es la sensación, Condillac propone una analogía: imaginémonos una estatua privada de todo conocimiento. Partiendo de uno de los sentidos más rudos, el olfato, Condillac reconstruye todo el proceso del conocimiento hasta llegar a la misma inteligencia. En una obra posterior, el Ensayo sobre el entendimiento humano, explica que la voluntad está determinada por un malestar del espíritu, que siente necesidad de un bien que está ausente. Este malestar o inquietud es el primer principio de todos los hábitos de nuestra alma. Este mismo argumento es desarrollado en el Resumen razonado, añadido posteriormente al Tratado de las sensaciones, y en el Tratado de los animales. Por este motivo, existen interpretaciones voluntaristas del sistema de Condillac, puesto que toda pasión e idea dependen de la determinación de la voluntad.
A pesar de las apariencias de ser un cerrado materialista, el filósofo francés afirma categóricamente la existencia de Dios como causa suprema y la existencia del alma inmaterial y espiritual: el alma no es el conjunto de las sensaciones, sino un centro simple de la unidad de ellas. Por otra parte, respecto a la existencia de los cuerpos y de las cualidades, Condillac se mantiene en una posición cauta: «Todo lo que se podría y debería razonablemente deducir es que los cuerpos son seres que provocan en nosotros sensaciones, y que tienen propiedades de las que no sabemos nada con seguridad»10. En definitiva, como hemos señalado, el materialismo de Condillac es sui generis, abierto en un cierto sentido al espíritu y a la trascendencia.
Menos abierto parece el materialismo de Claude Adrien Hélvetius (1715-1771), quien en su libro Del espíritu reduce todas las capacidades del hombre a percepción sensorial. Este reduccionismo se aplica también a la vida ética, donde el principio fundamental de la conducta consiste en la búsqueda del placer. La educación debe enseñar a los hombres a hacer coincidir el interés personal —la búsqueda del placer— con el interés general de la sociedad, que al final llevará a un placer mayor. Para que este proceso educativo sea eficaz, en la sociedad debe imperar la libertad política y se debe generalizar la religión natural.
d) La teoría político-social
La otra línea especulativa que ha merecido la atención de los historiadores es la filosofía político-social, donde destacan los nombres de tres filósofos que han logrado con sus ideas cambiar el modo de pensar de la gente común. Nos referimos a Montesquieu, Voltaire y Rousseau.
Charles de Sécondat, baron de la Brède et de Montesquieu (1689-1755) pasó a la historia como el gran defensor de la libertad política y de la división de poderes. Historiador, funcionario público, espíritu curioso, su primera obra salió en 1721 con el nombre de Cartas persas. Allí Montesquieu critica las instituciones políticas y religiosas de Francia, mediante una visión satírica que el autor atribuye a un viajero persa.
Pero la obra más importante del filósofo de Bordeaux es El espíritu de las leyes, publicada en 1748 después de diecisiete años de trabajo. A través de sus numerosas páginas, Montesquieu hace una comparación entre distintas sociedades. Siguiendo un método empírico-inductivo, no desea solamente presentar una vasta colección de datos, sino que su pretensión consiste en comprender la causa de la diversidad de instituciones y formas de vida. Así, nuestro autor llega a establecer leyes generales de la sociedad. Los sistemas de derecho positivo son distintos, y las causas de estas diferencias son múltiples. Entre estas, Montesquieu señala el carácter de un pueblo, el clima, la geografía, el comercio, las formas de gobierno. El conjunto de estas circunstancias particulares forma el espíritu de las leyes.
A partir del análisis de los datos particulares que provee el estudio de cada sociedad, Montesquieu logra establecer una teoría de las leyes que, en un cierto sentido, se acerca a la doctrina clásica del derecho natural: para el filósofo francés existen leyes de la naturaleza, «así llamadas porque derivan de nuestro ser»11.
Montesquieu admite la existencia de una ley moral natural que precede al sistema de derecho positivo. Afirma también la existencia de un Dios creador y conservador del mundo, que establece reglas fijas de justicia.
La parte más conocida de su obra, y que será la que influirá más en la filosofía política posterior, se refiere a las formas de gobierno. Para Montesquieu, las formas de gobierno son tres: la republicana, que puede ser democrática o aristocrática dependiendo del número de personas que intervienen en la dirección del poder supremo, la monárquica y la despótica. La diferencia entre las dos últimas reside en el hecho de que en la monarquía el rey gobierna teniendo en cuenta algunas reglas fundamentales, mientras que en el Estado despótico sólo gobierna el capricho del déspota.
Toda forma de gobierno se rige según un principio. En la república, el principio director es la virtud civil, en la monarquía el honor, y en el despotismo