Historia de las ideas contemporáneas. Mariano Fazio Fernandez
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Además de la clasificación de las formas de gobierno —donde se evidencia la relación entre el pensamiento de Montesquieu y el pensamiento político clásico—, hay otro concepto destinado a gozar de perdurabilidad: la división de poderes. La libertad política consiste en «poder hacer lo que se debe querer y no ser constreñidos a hacer lo que no se debe querer»13. Esta libertad comporta la separación de los poderes políticos. Los poderes legislativo, ejecutivo y judicial deben ser independientes entre sí, con el fin de evitar el despotismo y el abuso tiránico del poder.
Montesquieu confiesa que esta idea la tomó de la constitución política inglesa, cuya finalidad principal es la salvaguardia de la libertad política.
Si estas ideas de Montesquieu tuvieron un vasto influjo en Europa y América, la actitud crítica de François Marie Arouet, más conocido como Voltaire (1694-1778) ha gozado también de una gran popularidad. Voltaire escribió mucho, con un francés elegante y un estilo satírico de gran eficacia. No tiene un sistema, pero en sus escritos hay un espíritu común: la crítica a la tradición recorre toda su obra.
Voltaire sostiene que los sistemas metafísicos del siglo XVII son artificiosos, y que el cartesianismo lleva al spinozismo. En cambio, considera que Newton conduce al verdadero teísmo, en donde se reconoce a un Dios supremo que ha creado todas las cosas. Es más, estima que Newton redescubre las causas finales, que son la prueba más válida para demostrar la existencia de Dios.
Muy cercano a Locke en su empirismo gnoseológico, duda de la espiritualidad del alma, e identifica la libertad con un término que los hombres hemos inventado para designar el efecto conocido de toda causa desconocida. Si bien rechaza la libertad en un sentido psicológico, es un defensor convencido de la libertad política, no en el sentido democrático —Voltaire siempre despreció a la plebe— sino en un sentido de libertad para los filósofos. Voltaire pretende sustituir los dogmas de la Iglesia por los principios de la Ilustración filosófica. Por eso defendió a ultranza la tolerancia religiosa, y terminaba sus escritos con la frase Écrasez l’infâme, donde el infame era la Iglesia Católica.
Voltaire no fue un filósofo profundo, pero logró una cosa que pocos filósofos suelen lograr: modelar las categorías de pensamiento de vastos sectores intelectuales. La confianza en el progreso de las luces y la consideración de la fe como un obstáculo para este progreso serán un leitmotiv del pensamiento posterior.
En lo que se refiere al último de los exponentes de la tríada citada más arriba, Jean-Jacques Rousseau (1712-1778), se nos presenta un problema de clasificación histórica. El ciudadano de Ginebra no es propiamente un ilustrado. Él se declaró contrario a la actitud de los philosophes, calificados de «ardientes misioneros de ateísmo, y aún más, tiranos dogmáticos». Su revaloración de los sentimientos interiores, la conciencia de que el hombre no es sólo razón, sino principalmente corazón, representan una salida teórica de la Ilustración y un tender un puente hacia el romanticismo. Pero, al mismo tiempo, la construcción racionalista de su Contrato social, las tesis políticas revolucionarias que propone y el ambiente en el que desarrolló sus doctrinas nos permiten encuadrarlo en el ámbito de la Ilustración.
Nacido en Ginebra en 1712, hijo de un relojero, Rousseau recibe una educación deficiente a causa de la ausencia de su madre, muerta poco tiempo después de su nacimiento. Transcurre su primera infancia en Ginebra, después se traslada a Piamonte y a Francia, donde permanecerá la mayor parte de su vida. De religión calvinista, se convirtió al catolicismo, pero después decantó en una religiosidad natural.
Sentimental, pasional, contradictorio — Rousseau, autor del Emilio o de la educación, tuvo varios hijos naturales que abandonó en una casa de huérfanos—, el ginebrino provee elementos interesantes para el estudio psicológico. En los últimos años de su vida parece haber sufrido una enfermedad mental, manifestada en una manía persecutoria. Murió en Erménonville en 1778.
Entre sus obras más importantes desde el punto de vista de la historia de las ideas, se deben citar el Discurso sobre las ciencias y las artes (1750), el Discurso sobre el origen y el fundamento de la desigualdad entre los hombres (1758), y tres obras publicadas en 1762: Julia o la nueva Eloísa, El Contrato social, y el Emilio. Obras de tipo autobiográfico, donde se evidencia su preromanticismo, son Rousseau juez de Jean-Jacques, las Confesiones, y Sueños de un caminante solitario.
Rousseau no tiene un sistema —el ginebrino define su obra como un système du coeur— pero es posible individuar un principio básico de su filosofía: la naturaleza ha hecho al hombre bueno y feliz, pero la sociedad lo degrada y lo hace miserable. En su Discurso sobre las ciencias y las artes Rousseau trata de dar una respuesta a la pregunta sobre la positividad del influjo de la cultura en las costumbres de los hombres. El ginebrino considera que el hombre del siglo XVIII está desnaturalizado, alienado, pues ya no responde de sí mismo, sino que depende de la opinión de los demás. La sociedad del Ancien Régime desnaturalizó al hombre europeo: es necesario volver al origen, «escuchar a la naturaleza», como escribe Rousseau.
El Discurso sobre la desigualdad consiste en un intento de re-descubrir la auténtica naturaleza humana. Rousseau, en sus páginas, nos presenta al homme naturel, es decir a la naturaleza humana original. En el pensamiento del filósofo suizo, naturaleza y cultura son conceptos contrarios: lo cultural es lo artificial, lo no natural, mientras que lo natural se identifica con lo original y espontáneo. Rousseau describe artísticamente el hombre del estado de naturaleza: «Despojado este ser así constituido de todos los dones sobrenaturales que haya podido recibir, y de todas las facultades artificiales, que ha adquirido mediante largos progresos, considerándolo, en una palabra, tal cual ha debido salir de las manos de la naturaleza, veo a un animal menos fuerte que los otros, menos ágil, pero, en conjunto, organizado más ventajosamente que todos: lo veo saciarse bajo una encina, sofocar su sed en el primer arroyo, encontrar su descanso al pie del mismo árbol que le ha provisto su alimento; he aquí todas sus necesidades satisfechas».
El hombre natural rousseauniano —que manifiesta el influjo de las lecturas etnográficas que presentaban a los hombres no europeos como en armonía con la naturaleza— es un ser todavía pre-racional, feliz, bueno, entendiendo por esta bondad natural todo lo que pueda contribuir a la conservación de su vida.
Siendo asocial, gozando de la posibilidad de saciar todas sus necesidades materiales, los hombres eran todos iguales y libres: la libertad se basaba en un sentimiento interior pre-racional. Libertad, por lo tanto, e igualdad son los derechos naturales de los hombres.
Las circunstancias exteriores del estado de naturaleza cambiaron, el hombre desarrolló sus facultades racionales que tenía en potencia, para poder hacer frente a las necesidades ahora insatisfechas por los cambios del estado original, y el hombre poco a poco se fue alejando del estado de naturaleza. El origen de la sociedad del siglo XVIII es un contrato social, basado en la desigualdad económica, que pisotea los derechos fundamentales del hombre. Hay que volver a fundar la sociedad —pues un retorno al estado de naturaleza es imposible— pero sobre bases completamente nuevas, que vayan de acuerdo con los derechos originales de los hombres.
El Contrato social es la propuesta política de Rousseau. Una vez analizada la naturaleza humana original, y constatado los cambios que ha sufrido por el influjo de la cultura y de las instituciones sociales injustas, nuestro autor llega al momento constructivo: es necesario «encontrar una forma de asociación, que defienda y proteja con toda la fuerza común la persona y los bienes de cada uno