La cueva y el cosmos. Michael Harner

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La cueva y el cosmos - Michael Harner Sabiduría Perenne

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me encontraba en una sociedad de guerreros, sino también de chamanes. Los chamanes se contaban por cientos y sus acciones terapéuticas y otras actividades impregnaban toda la vida. Me resultaban fascinantes. Me presentaron un concepto de la realidad mucho más estimulante que cualquier otra cosa que hubiera conocido anteriormente.

      En gran medida, ese concepto parecía vinculado al uso de plantas y pociones susceptibles de alterar la consciencia. Tanto los chamanes como los no chamanes utilizaban una gran variedad de alucinógenos, o sustancias psicodélicas, para observar e interactuar con espíritus invisibles en una realidad invisible y alternativa.

      Tal vez, ningún otro pueblo indígena en todo el mundo ha recurrido a tan amplia variedad de sustancias psicodélicas. Algunas de ellas, muy suaves, estaban destinadas a los bebés: gracias a ellas, los pequeños entraban en contacto con los espíritus propicios de la realidad oculta; había sustancias para los niños, chicos y chicas; las había para los perros cazadores, a fin de que también ellos gozaran de la protección de los espíritus; había una especialmente para chamanes, y otra para la búsqueda de visión. Si un joven manifestaba un mal comportamiento, sus padres podían obligarlo a tomar un alucinógeno para reformarlo; la idea era que respetaría la autoridad de sus padres si descubría que sabían de qué estaban hablando cuando aludían a los espíritus de la realidad oculta.12

      Mi proyecto de tesis, por el que había recibido una beca, no tenía nada que ver con el chamanismo o las sustancias psicodélicas, por lo que centré mi investigación en otros asuntos. Durante mi primer trabajo de campo entre los jíbaros en 1956-1957, los chamanes me ofrecieron la oportunidad de tomar sus plantas y pociones en dos ocasiones. La tentación era grande, pero me contuve, preocupado por sufrir algún tipo de daño cerebral, siquiera mínimo. La mente despejada era el recurso más importante del que disponía para escribir una tesis doctoral solvente.

      Sin embargo, a medida que transcurría mi estancia, mi orientación espiritual fue alterada sutilmente. Empecé a adoptar conscientemente algunos de los supuestos shuar sobre la realidad, entre ellos la existencia de los espíritus. A partir del incidente al cruzar el río, me resultó evidente la importancia de adquirir poder de los espíritus.13 Ahora solicitaba la protección de espíritus guardianes cuando las constantes enemistades, incursiones, emboscadas y asesinatos de los indios suponían un peligro físico. La presencia de los espíritus me parecía tangible y tranquilizadora, aunque seguían siendo invisibles para mí.

      Evidentemente, no comuniqué este ligero vuelco en mi Weltanschauung en las cartas que remitía al comité de la tesis doctoral de mi universidad. De hecho, en ese primer año mantuve la distancia «correcta» como etnógrafo, permaneciendo en la posición de observador y no tanto como partícipe. Al regresar a Estados Unidos un año más tarde, las percepciones espirituales personales que había experimentado en el Ecuador oriental desaparecieron paulatinamente de mi consciencia y adoptaron el cariz de recuerdos difusos.

      Cuatro años más tarde, en otra expedición al Alto Amazonas para el Museo Americano de Historia Natural, crucé completamente el umbral. En una noche trepidante de 1961, entre los indios conibo del Perú oriental, ingerí una infusión de ayahuasca, la planta psicodélica de los chamanes.14 Los conibo me pidieron que lo hiciera antes de describirme su propia religión y experiencias espirituales. Cooperé, decidido a no repetir el error de no tomar la poción, como hice entre los shuar.

      Mis experiencias visionarias no solo resultaron extremadamente poderosas, sino que coincidieron increíblemente con las que más tarde me revelaron los propios conibo. Empecé a descubrir que las teorías culturales que me habían enseñado en tanto estudiante de antropología no eran adecuadas para explicar la coherencia de estas experiencias, aparentemente independientes de la cultura.

      Este descubrimiento cambió radicalmente mi punto de vista occidental sobre la realidad y me inició en una verdadera búsqueda de conocimiento. En mi estancia con los conibo, esta búsqueda adoptó la forma del entrenamiento en sus métodos chamánicos, recurriendo a la ayahuasca y las canciones como catalizadores nocturnos para viajar a reinos sagrados e interactuar con los espíritus. Mi vida se abrió a un entusiasmo y realización como nunca había conocido, pues descubría y exploraba una nueva realidad alternativa, la realidad de un universo oculto.

      Con el tiempo, tuve que abandonar a mis amigos conibo para regresar a Estados Unidos y trabajar en Berkeley. También dejé atrás a dos misioneros norteamericanos que habían comunicado a su comité de misiones su negativa a enseñar la Biblia a los indios y su deseo de servir exclusivamente como médicos, pues reconocían que las revelaciones cotidianas de los chamanes eran espiritualmente más creíbles que las viejas historias bíblicas. Se trataba de Dick y Dorothy Kendig, que aparecieron con los seudónimos «Bob y Millie» en La senda del chamán.15 Al salir de la selva me detuve en su misión para despedirme. Dick me contó que había estado en la ciudad fluvial de Pucallpa, donde había conocido a un «beatnik» barbudo de Nueva York que había tomado ayahuasca; era Allen Ginsberg. Lamenté no haberme encontrado con él, pues era el único «gringo», que yo supiera, que había tomado la infusión aparte de mí mismo.16 Me pregunté si sus experiencias se parecerían a las mías. Lo busqué al regresar a San Francisco, pero me dijeron que se había marchado a la India. Pasó algún tiempo antes de que comparáramos nuestras experiencias.

      En el área de la bahía de San Francisco me vi inesperadamente sumergido en una pequeña pero creciente red de psicólogos aventureros, poetas, músicos, botánicos, químicos y bohemios cuyas experiencias psicodélicas con el LSD, las setas mexicanas, el peyote y la mescalina generaban una gran excitación y controversia. En la cultura occidental surgían personas que empezaban a comprender algo que los chamanes ya sabían. Eran la vanguardia de lo que más tarde sería conocido como los psicodélicos sesenta. Por último, Allen Ginsberg regresó de la India y me dejó asombrado con su pelo largo, pionero en la contracultura americana. En mis visitas a él y a otros en la calle Gough en San Francisco sentí que había encontrado un segundo hogar fuera de la academia.

      La mayor parte de aquellos compañeros exploradores de la consciencia y las realidades ocultas a principios de los sesenta eran individuos de una elevada educación, inteligentes, creativos y elocuentes, concentrados en la región de San Francisco; construían un entorno para ellos tal como había hecho la generación beat, inmediatamente anterior. Era fascinante estar con ellos y asistir a la rápida evolución del movimiento New Age.

      A principios de 1963 impartí una conferencia en Berkeley bajo el auspicio de la Universidad de California: el tema era «Drogas y realidad en el Alto Amazonas». En aquella época, los alucinógenos y sustancias psicodélicas aún no eran un tema académico «peligroso». En la charla expliqué que los shuar (entonces llamados jíbaros) creían que la única realidad verdadera era aquella a la que se accedía mediante la ingestión de la alucinógena ayahuasca, y que la realidad ordinaria cotidiana era, por comparación, un «engaño». Sin yo saberlo, el contenido de la conferencia fue resumido en un boletín informativo que se envió a todos los campus de la universidad.

      Como resultado de ello, en la reunión anual de la Asociación Antropológica Americana en San Francisco, en noviembre de 1963, se me acercó un caballero fornido, bien vestido y de aspecto latino, se presentó como Carlos Castaneda y dijo ser un estudiante de la Universidad de California. Quería hablar conmigo sobre el contenido de mi conferencia en Berkeley. Me explicó que tenía dificultades para organizar las notas de campo recopiladas en su trabajo con un indio yaqui y mostró interés en la dicotomía de realidades que yo había apuntado en la conferencia.

      Nos retiramos a un rincón tranquilo a conversar. Descubrí que Carlos era el primer antropólogo por mí conocido que se mostraba entusiasmado por los reinos en los que yo había penetrado y que parecía compartir mi respeto por el conocimiento indígena vinculado a ellos.

      Durante las siguientes semanas se desplazó reiteradamente a Berkeley desde Los Ángeles para compartir

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