La cueva y el cosmos. Michael Harner
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La reticencia académica a tomar en serio a las almas, los espíritus y los chamanes continúa hasta hoy.1 Sin haber experimentado los métodos chamánicos, incluso los antropólogos comprensivos han tendido a concebir el chamanismo, no como un conocimiento directo, sino dentro del marco de las concepciones previas o paradigmas occidentales.
Aunque tal vez dejaron de ser etnocéntricos, la mayoría de estos estudiosos tendían a considerar a los chamanes a través de las lentes del cognicentrismo: la tendencia a juzgar la validez de las experiencias vividas por otras personas en estados alterados de consciencia sin haber experimentado esos estados en sí mismos.2
Sin una observación participante, estos estudiosos colocaban el chamanismo y a los chamanes en casilleros teóricos de moda de forma poco concluyente. Aunque la «observación participante» fue pregonada en antropología como un método necesario para alcanzar una comprensión correcta de los comportamientos y prácticas nativas, en el caso del chamanismo ningún antropólogo intentó hacerlo antes de la primera mitad del siglo XX.
Al mismo tiempo, las hazañas terapéuticas y los increíbles viajes a otros mundos fascinaron y sorprendieron a los eruditos occidentales. En su libro Les fonctions mentales dans les sociétés inférieures, el teórico de salón francés Lucien Lévy-Bruhl propuso que los relatos «nativos» de estas insólitas experiencias eran genuinos, pero que estas personas eran rehenes de una mente pre-racional «primitiva».3 Que esta opinión no ha desaparecido por completo queda demostrado en el libro más reciente de otro influyente escritor de salón, Julian Jaynes, que teorizó ampliamente sobre la consciencia de los pueblos pre-agrícolas sin investigar la consciencia de los pueblos «pre-agrícolas», cazadores y recolectores que aún existen en el planeta.4
La opinión de Lévy-Bruhl sobre los pueblos tribales y los chamanes tal vez sea relativamente benévola en comparación con las posteriores opiniones expresadas por la comunidad psicoanalítica en el siglo XX, en las que las experiencias de los chamanes tendían a concebirse como «alucinaciones» y a ellos mismos como individuos psicóticos o psicóticos «en remisión parcial».5 De hecho, Weston La Barre, un antropólogo fuertemente influido por la teoría psicoanalítica freudiana, afirmó que virtualmente todas las experiencias místicas, entre ellas el chamanismo, eran manifestaciones de procesos neuróticos o psicóticos.6
Carl Jung se aleja de esta perspectiva y del propio Freud al realizar lo que él mismo denomina «viajes» al mundo inferior,7 y recibir instrucción acerca de la realidad de los espíritus a través del propio Elías, que le dice: «Somos reales, no somos símbolos», y repite: «Puedes llamarnos símbolos… Pero somos tan reales como tus semejantes. No invalidas ni resuelves nada llamándonos símbolos… Somos lo que tú consideras real».8 Sin embargo, es significativo que Jung escribiera secretamente estas palabras en su Libro rojo, que se publicó en 2009, casi un siglo después de su muerte.
Sin ninguna duda, la figura más destacada en la rehabilitación académica del chamanismo y en el reconocimiento de su incidencia virtualmente panhumana fue Mircea Eliade, que publicó la primera versión de su clásico El chamanismo y las técnicas arcaicas del éxtasis en francés en 1951. Eliade propuso que, pese a que las prácticas locales presentaban sus propias variantes, un elemento clave fundamental era el viaje del chamán a otros mundos en estado de trance («éxtasis»).
En su libro, que continúa siendo una sobresaliente obra de referencia en este campo, Eliade sugirió que el chamanismo era el progenitor de todas las religiones y sistemas espirituales, aunque dejó claro que en sí mismo era una metodología, no una religión. No obstante, ni siquiera Eliade fue inmune a la perspectiva que condena a los chamanes como enfermos mentales. En 1951, solo seis años antes de mi primer trabajo de campo en el Amazonas, asumió la postura de que «la mayor parte de los chamanes son (o han sido) psicópatas».9
Así pues, desde la perspectiva «psicológica» de los estudiosos, los chamanes no eran «mentirosos y charlatanes»: ¡sencillamente estaban locos! Los chamanes tuvieron, sin embargo, la suerte de nacer en culturas «delirantes» donde fueron aceptados. Llegaron incluso a emplear su locura para atender a los engaños colectivos del pueblo en el que vivían como chamanes.
Estas culturas «delirantes» son, evidentemente, las tribales «primitivas», en contraste con nuestra propia cultura occidental «civilizada», cuyas manifestaciones de presunta cordura incluyen dos guerras mundiales, el Holocausto y otros actos masivos de genocidio, violencia urbana y la acelerada destrucción del ecosistema planetario.
Otra cosa que aprendí como estudiante de posgrado en antropología (y no me la enseñó Walter Cline) fue que los investigadores de campo debían mantener una «objetividad» escéptica. En virtud de cierta costumbre paternalista o, en un sentido más práctico, para evitar ofender a sus informantes nativos, el escepticismo de los antropólogos no se mostraba directamente a los pueblos indígenas, sino solo al regresar a la comunidad académica, donde los supuestos de la psicología y la sociología occidental se utilizaban para explicar lo que «realmente» ocurría en las culturas nativas. Esta actitud un tanto hipócrita se consideraba completamente pertinente. En toda esta cuestión latía implícito el supuesto condescendiente de la superioridad del moderno conocimiento occidental y que la función de los nativos consistía en ser sujetos de estudio y en absoluto posibles maestros para los occidentales.
También se me previno contra los peligros de «hacerse nativo» en el campo, algo que podía tentar a las «personalidades inestables». Uno de los ejemplos de etnólogos o antropólogos de la cultura que habían «cruzado la línea» era Frank Cushing, del Departamento de Etnología Americana del Instituto Smithsoniano. Hace un siglo, Cushing dejó de publicar sus trabajos centrados en la religión zuni después de haber sido formalmente iniciado en sus sociedades secretas, privando al mundo occidental de sus descubrimientos. Alcanzó el rango de Primer Jefe de Guerra y se convirtió en motivo de escándalo en la profesión al no «mantener las distancias» e incumplir así con sus obligaciones académicas.10
De la torre de marfil a la selva amazónica
Con esta formación académica inicié mi primer trabajo de campo en el Alto Amazonas en 1956-1957. Mi intención era ir más allá de la frontera de la colonización occidental para experimentar la vida en una sociedad tribal americana y nativa aún no conquistada. Llegaba un siglo tarde para disfrutar de esta oportunidad en Norteamérica, por lo que elegí América del Sur, y específicamente a los jíbaros o untsuri shuar del Ecuador oriental, célebres por rechazar a los aspirantes a conquistadores a lo largo de los siglos. Mi responsabilidad y propósito antropológico consistía en elaborar una etnografía exacta o descripción de su cultura total, ya que la práctica sensacionalista de «reducción de cabezas» había derivado en relatos morbosos, inapropiados y llenos de prejuicios en lo relativo a su vida e ideas.11
En 1956, poco después de establecerme entre los shuar, descubrí a un hombre que vagaba noche y día por la selva, contemplando a los espíritus y dialogando con ellos. Como yo acababa de descender de las altaneras torres de la academia, pensé: ¡Ajá, aquí tenemos uno! Pregunté si se trataba de un chamán. Respondieron: ¡no, es un loco!
Aunque lo consideraban demente, no creían que tuviera alucinaciones. Después de todo, en aquella sociedad casi todo el mundo había probado los alucinógenos nativos y sabía que los espíritus eran reales porque los habían visto.
Lo juzgaban loco porque era incapaz de desconectar su contacto con los espíritus. No era útil a su pueblo. Sus chamanes, en cambio, elegían conscientemente cuándo interactuar con los espíritus y lo hacían con