La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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El caso de Judas es interesante porque su protagonismo en época medieval no se limita exclusivamente al origen incestuoso dado por Jacobo de la Vorágine, sino que su figura también es relevante en tanto que modelo arquetípico de traidor, al haber entregado a Jesús a cambio de treinta monedas de plata. Si revisamos lo que los Evangelios dicen sobre el incesto, veremos que son taxativos. En el Levítico se puede leer: «La desnudez de tu hermana, hija de tu padre o hija de tu madre, nacida en casa o nacida fuera, su desnudez no descubrirás» (Lv 18:9). Y dos capítulos más adelante, «que cualquiera que tome a su hermana, hija de su padre o hija de su madre, y vea su desnudez, y ella vea la suya, es cosa execrable, por tanto, serán excomulgados de entre los hijos de su pueblo; descubrió la desnudez de su hermana; su pecado llevará» (Lv 20:17).
La dureza con la que debían ser castigados los incestuosos es evidente, aunque encontramos excepciones en algún padre de la Iglesia, como san Agustín. En su De civitate Dei recoge que los hombres, en los orígenes, tuvieron que tomar forzosamente por esposas a sus hermanas porque no cabía otra alternativa, al descender de Adán y Eva: «Y esto, cuanto más antiguamente se hizo a exigencias de la necesidad, tanto más condenable se trocó después con el veto de la religión» (De civ. Dei. XV, 16, 1). Dejó de suceder, de acuerdo con san Agustín, cuando los seres humanos fueron más numerosos y pudieron tomar por mujeres a personas que no fuesen hermanas. Entonces, quien siguiera cometiendo incesto, sería culpable de un crimen horrendo.
Menéndez Pidal realizó un paralelismo, aunque invertido, entre el episodio de García y otro contenido en el Cantar de los Infantes de Lara. Se trata del que tenía como protagonista a Mudarra, hijo bastardo de Gonzalo Gustioz, padre de los infantes, y de la dama de la corte de Almanzor. Menéndez Pidal toma lo que sucede entre García y el abad como una imitación porque, a su juicio, era imposible que el juglar que ideó la historia del abad desconociese la Gesta de los Infantes[13].
La expedición de Almanzor a Santiago de Compostela[14] fue otro punto clave en esta leyenda. Se narra que Zulema entró en la catedral y «mandó poner su cavallo cerca del altar de Santiago, e holgó con su muger encima del altar»[15]. Es claro que mantener relaciones sexuales sobre del altar significaba un acto de profanación. Las crónicas cristianas, que no debemos olvidar que son eclesiásticas y atienden a sus propios intereses, se preocupan por subrayar que los musulmanes no destruyeron el sepulcro del apóstol por intercesión divina, al caer un rayo. La crónica más cercana a los hechos, la escrita por el obispo Sampiro a comienzos del siglo XI, no dice nada acerca de ningún terror apocalíptico ligado a Almanzor[16]. El monje de Silos refiere que «destruyó la iglesia de Santiago y la de los santos mártires Facundo y Primitivo, y que también profanó con temeraria osadía cuanto hay de sagrado, y a lo último hizo tributario todo el reino, ya sometido a él»[17]. La Najerense, por su parte, menciona que Almanzor llegó a Santiago, saqueó la ciudad y no demolió la iglesia y el sepulcro, a pesar de que lo pretendía, gracias a Dios[18]. Lucas de Tuy nos remite que destruyó la «çibdad y la iglesia donde está enterrado el cuerpo de Santiago, y que se acercó osadamente al sepulchro de Santiago Apostol por quebrantarlo, mas espantado de vn relámpago, tornose, y quebrantó las yglesias y los monasterios y los palaçios y con fuego los quemó»[19]. Por supuesto, mucho menos recogen las crónicas el hecho, quizá fantasioso, de que un cristiano convertido al islam hubiese profanado el altar de la catedral. De hecho, la ofensa musulmana sobre Santiago sería castigada por Dios severamente con la disentería[20].
Este esquema, según el cual Almanzor no profana el sepulcro por un rayo divino, no fue seguido por la mayoría de historias generales de España. Mariana, por ejemplo, dice que no se sabe la razón de que Almanzor no lo mancillase. Juan de Ferreras cree la versión de las crónicas: «Queriendo pasar á profanar el sepulcro de el Santo Apostol, salió de él un desusado resplandor que le llenó de horror y miedo»[21]. En el texto de Modesto Lafuente observamos que el lugar del rayo enviado por Dios lo ocupa ahora un eclesiástico que se encontraba rezando al lado de la tumba del apóstol y al que Almanzor respeta:
El 10 de agosto se hallaba el formidable caudillo del Profeta sobre la Jerusalen de los españoles. Desierta encontró la ciudad. Sus murallas y edificios fueron arruinados, el soberbio santuario derruido, saqueadas las riquezas de la suntuosa basílica; solo se detuvo el guerrero musulman ante el sepulcro del santo y venerado Apóstol; sentado sobre él halló un venerable monje que le guardaba: el religioso permaneció inalterable, y Almanzor, como por un misterioso y secreto impulso, se contuvo ante la actitud del monje y respetó el depósito sagrado[22].
El nuevo modelo es copiado literalmente por Miguel Morayta, aunque hay autores en este cambio de siglo, como Rafael Altamira, que guardan absoluto silencio con respecto a esta cuestión. Añade Morayta una supuesta conversación que habría mantenido el caudillo musulmán con el religioso cristiano que se encontraba rindiendo culto al apóstol, e incluso llega a decir que Almanzor dio órdenes de que se protegiese el propio sepulcro con el fin de evitar su violación:
Penetrando más allá que en sus pasadas expediciones, llegó á Santiago, la ciudad sagrada de la cristiandad española (…) Poco apercibida para una defensa, sus habitantes la habían abandonado, en tal modo, que cuando al día siguiente los musulmanes se desparramaron por las calles de aquella ciudad, sólo hallaron un monge junto al sepulcro del Apóstol. «¿Qué, haces ahí? –le preguntó Almanzor–. Rezo á Santiago, contestó. Reza cuanto quieras», repúsole el ministro, y prohibió que le hicieran daño, ordenando además que se custodiara la tumba del Apóstol, á fin de que no fuese profanada. Toda la ciudad fué destruida, murallas, casas é iglesias (…) Santiago había llegado á ser á manera de como lo fue Jerusalem para los cristianos de Oriente, el santuario á donde se dirigían en peregrinación los cristianos de Occidente[23].
Algunas fuentes narrativas indican, además, que Almanzor contó con el apoyo de una serie de traidores que facilitaron su entrada[24]; traición recogida brevemente por las historias generales. Así, Lafuente expresa que era cierto que tras partir Almanzor de Córdoba y «encaminándose por Coria y Ciudad Rodrigo, incorporáronsele, dicen, los condes gallegos en los campos de Argañin, y juntos marcharon sobre Santiago»[25]. Altamira es, si cabe, más escueto, y admite que Almanzor «penetró en Galicia ayudado por los condes sometidos y por la escuadra enviada á Oporto»[26]. Sería Morayta quien más elocuentemente lo pondría de manifiesto. Según él, la historia del califato andaluz contenía demasiados episodios que debían avergonzar a la cristiandad por