La traición en la historia de España. Bruno Padín Portela
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Por último, nos centraremos brevemente en comentar dos rasgos esenciales que rodean toda esta narración y que frecuentemente tienden a entremezclarse: la lujuria y el adulterio. El hecho de que las mujeres dominen la acción de los poemas que se insertan en las tradiciones épicas medievales, o de que el erotismo desempeñe un papel elemental en las mismas, es atípico si exceptuamos, como podemos imaginar a la luz de lo visto hasta ahora, y como ha señalado Deyermond, la épica española[80]. La sexualidad tiene una impronta muy acentuada en el transcurso del relato, sobre todo a partir de la versión contenida en la Estoria, donde este componente se agudiza claramente. Detalla, entre otros, el encuentro inmediato que se produce entre García Fernández y Sancha antes de que el primero matase a la adúltera y al amante: «Mando pensar del et meterle en so cámara y aquella misma noche albergaron amos a dos de so uno et reçibieronse por marido et por muger»[81]. No debemos pensar que la proliferación de escenas sexuales se limita a esta, ya que es frecuente en todo el ciclo de los condes de Castilla.
La condesa es, por definición, lujuriosa y adúltera. A lo largo de la historia española se cuentan numerosos episodios en los que las conductas lujuriosas son el preludio a auténticos desastres. Podemos llamar la atención de nuevo sobre la «pérdida de España», época dominada por un ambiente de vicio y decadencia. Lo que sucede es que en la mayoría de ocasiones la lujuria atañe a los hombres, generalmente monarcas o nobles y no, como sucede en esta ocasión, a mujeres. La lujuria es un deseo excesivo de placer sexual que, si se satisface estando casada, se convierte en adulterio. Pero, ¿qué implicaciones conllevan la lujuria y el adulterio? En primer lugar, hay que decir que nos movemos en un periodo en el que existe una auténtica aversión al sexo. Esta se convierte, en efecto, en una característica central del pensamiento cristiano en el siglo X. Incluso el sexo marital se concibe como una especie de concesión, es decir, Dios permite a las personas casadas tener sexo, pero con fines exclusivamente reproductores, nunca por placer.
La mujer tenía reservada su presencia a las instituciones de parentesco. Reyna Pastor ha analizado que el hecho diferencial que caracterizaba a las mujeres era el de la conyugalidad, porque otorgaba a la mujer ese estatus que la transformaba «en la reproductora, la que engendra y cría un hijo, en la que, por ello, trasmite la herencia»[82]. La continencia periódica fue un tema que los monjes y los clérigos trataron de imponer a los esposos y que se observa especialmente bien entre los siglos VI-XI, donde se multiplicaron los tiempos de continencia obligatoria[83]. Parece claro que la imposición de reglas como esta representaba un factor de ordenación moral y de la propia vida conyugal en el contexto de una sociedad muy preocupada por el sexo.
James A. Brundage indicó que en la Alta Edad Media el adulterio constituía un crimen exclusivamente femenino, aunque algunos códigos legales penaban también el adulterio masculino en algunas circunstancias[84]. Ya en el Concilio de Elvira, a principios del siglo V, encontramos cánones que regulan esta conducta. Uno de ellos, titulado De foeminis quae usque ad mortem cum alienis viris adulterant, sanciona que a aquellas mujeres que hasta la hora de su muerte cometiesen adulterio con el esposo de otra no se les daría la comunión en toda la vida. Solo se podría recuperar cuando lo abandonase e hiciese una penitencia durante diez años[85]. Este es el patrón que sigue la leyenda de la condesa traidora, puesto que se trata de un pecado que comete ella y, además, lo lleva hasta sus últimos días, cuando García Fernández la mata. Lactancio, que escribió en época cercana al Concilio de Elvira, sostenía en las Divinae Institutiones, tratado en siete libros en los que se exponen los principios de la doctrina cristiana, que Dios dio la pasión a los hombres para propagar la especie. Las pasiones, según Lactancio, no pueden ser extirpadas del hombre, sino que deben ser moderadas, y es por ello que sostenía que si la virtud consistía en contener la pasión corporal, «necesariamente carecerá de virtud quien no tiene pasiones para frenar, y consecuentemente, cuando no hay vicios, no hay lugar para la virtud, como no hay lugar para la victoria cuando no hay adversario alguno» (Div. Inst. VI, 15, 6). Podemos sumar la influencia de los Penitenciales en la formación de la doctrina católica en los siglos altomedievales. No es en modo alguno casual que las ofensas sexuales representasen la categoría de comportamiento que más largamente trataban[86].
No debemos olvidar, también, que la lujuria es uno de los siete pecados capitales y el adulterio, provocado por el descontrol de la pasión sexual, rompe con uno de los diez mandamientos, que dice que no se cometerán actos impuros. Por otro lado, en los textos sagrados se evidencia un futuro negativo para los que se abandonen a la lujuria y terminen yaciendo fuera de la institución del matrimonio[87]. En el pensamiento cristiano medieval esta idea es fundamental y tiene que ver con la noción de redención y la creencia en la vida eterna. Así, en un pasaje de Corintios se pone claramente de manifiesto la idea de salvación y se equipara a los adúlteros con los idólatras, los ladrones o los estafadores: «¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? Y es que ni los fornicadores, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los maldicientes, ni los estafadores heredarán el reino de Dios» (Co 6, 9-10). La Epístola de Santiago parece una premonición de lo que le sucedería a la condesa traidora: «Cuando alguno es tentado, no diga que es tentado de parte de Dios, porque Dios no puede ser tentado por el mal, ni Él tienta nadie. Sino que cada uno es llevado y seducido por su propia pasión. Después, cuando la pasión ha concebido, da a luz el pecado; y cuando el pecado es consumado, engendra la muerte» (Sant 1: 13-15).
Tal como ha puesto de manifiesto Simon Barton, la condesa traidora es juzgada culpable de traición porque, al socavar los cimientos de la autoridad patriarcal tradicional, estaría, en opinión de Barton, no solo mancillando su honor familiar y comunitario, sino también amenazando la propia capacidad de los reinos cristianos de permanecer independientes ante sus enemigos musulmanes[88]. La conducta de la condesa gira en torno a las ideas del adulterio y de la traición política, pero existiría otra traición todavía más inmoral, que sería la religiosa. Mediante la apostasía se renuncia a la religión católica y se niega a Dios, por lo que nos hallaríamos ante una doble traición. Lo que diferenciaría a la condesa traidora de, por ejemplo, la mora Zaida, figura que trataremos a continuación, sería, a juicio de Barton, que esta última, como representante de ese grupo de mujeres musulmanas que supuestamente se convierten al cristianismo y entregan sus cuerpos a nobles cristianos, no suscitaría los mismos recelos precisamente porque sus acciones fueron vistas «as a physical and symbolic acknowledgment of Christian military, religious, and sexual potency»[89].
Una de las más excepcionales muestras de la lujuria nos la presentó el Bosco en el célebre Jardín de las delicias. Naturalmente, no es nuestra intención realizar un análisis iconográfico exhaustivo de esta obra, pero es pertinente su mención, porque guarda una relación directa