Manifiesto por la igualdad. Luigi Ferrajoli

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a cualquier otra, quiere decir hacerlo inviolable y no negociable, esto es, sustraerlo, simultáneamente, al arbitrio de la decisión política y a la disponibilidad en el mercado.

      Así pues, en los dos sentidos que se ha distinguido —como igualdad formal en los derechos políticos, civiles y de libertad, y como igualdad sustancial en los derechos sociales— la igualdad se revela como la condición jurídica tanto de la dimensión formal como de la dimensión sustancial de la democracia; de modo que su crisis actual, determinada por las diversas reducciones de las garantías de tales derechos, se resuelve en una crisis de la democracia. Precisamente, gracias al nexo biunívoco y de racionalidad instrumental entre igualdad y universalismo de los derechos fundamentales, las garantías de las diversas clases de tales derechos corresponden a otras tantas dimensiones o normas de reconocimiento de la democracia: la igualdad en los derechos políticos a la democracia política o representativa; la igualdad en los derechos civiles a la democracia civil o económica; la igualdad en los derechos de libertad a la democracia liberal o liberal-democracia; la igualdad en los derechos sociales a la democracia social o social-democracia.

      2.3.Igualdad y paz

      La tercera implicación de la redefinición aquí propuesta es entre igualdad, en los dos significados que se han distinguido, y la paz. También en este caso son los derechos fundamentales los que forman los cauces y los parámetros de la igualdad, de cuya garantía depende la paz: el derecho a la vida y las libertades fundamentales, de cuya garantía depende la pacífica convivencia de las diferencias, pero también los derechos sociales a la salud, la educación, la subsistencia y la seguridad social, de cuya garantía depende la reducción de las tensiones y los conflictos generados por las excesivas desigualdades. El nexo de implicación y de racionalidad instrumental es, de nuevo, biunívoco: la igualdad en los derechos fundamentales, como igual valor de todas las diferencias personales y como reducción de las desigualdades materiales, es una condición indispensable de la paz; a su vez, la paz, es decir, la superación del estado natural de guerra, según el modelo hobbesiano, es indispensable para la garantía de la igualdad en el derecho a la vida y en los demás derechos de la persona.

      La convivencia pacífica —ya sea dentro de los ordenamientos como paz social, o bien en el exterior como paz internacional— está hoy amenazada por la explosión de las desigualdades sustanciales, de las que hablaré en el capítulo 3. En efecto, más allá de un cierto límite, el crecimiento de la pobreza absoluta y, a la vez, de riquezas tan desmesuradas como injustificadas, degrada el sentido de pertenencia a una misma comunidad y es fuente inevitable de tensiones y conflictos. Pero es sobre todo la igualdad formal, como respeto e igual valor asociado a todas las diferencias de identidad, la que, como se verá en el próximo capítulo, todavía hoy sufre la agresión de discriminaciones, separatismos, racismos y conflictos identitarios que comprometen la pacífica convivencia. Piénsese en el tratamiento que en muchos países reciben las minorías religiosas, lingüísticas o nacionales, pero también en los permanentes focos de violencia que son las diversas formas de apartheid de que son víctimas pueblos oprimidos. Así como las discriminaciones generan lesiones de la dignidad personal, odios, miedos y desconfianzas y hacen por ello imposible la convivencia, del mismo modo el respeto recíproco de las diferencias permite la convivencia pacífica, la integración y la solidaridad entre diferentes. Todos los conflictos religiosos o étnicos dependen de la intolerancia frente a las diferencias. India y Pakistán no se habrían separado en 1947, después de confrontaciones y masacres y los éxodos cruzados de millones de hinduistas de Pakistán a India y de musulmanes de India a Pakistán, si todos hubieran aceptado y respetado las diferencias de religión de los demás. La cuestión palestina estaría resuelta hace tiempo, y quizá el Medio Oriente no se vería afligido de formas tan sangrientas por tantos conflictos entre fundamentalismos enfrentados, si hebreos e islámicos, sunitas y chiíes hubieran aceptado convivir pacíficamente sobre la base del igual valor asociado por todos a sus diferentes identidades étnicas, religiosas y culturales.

      Por lo demás, casi todas las guerras —de las «justas» o «santas» a las de religión, de las civiles a las coloniales—, más allá de los concretos intereses que en ocasiones las han determinado, han estado animadas por conflictos identitarios, es decir, por la defensa o por la voluntad de afirmación, o, peor aún, de imposición de las propias identidades religiosas, nacionales o simplemente de potencias superiores. Incluso las dos guerras mundiales que ensangrentaron Europa en la primera mitad del siglo XX fueron el producto de los odios y de los nacionalismos agresivos alimentados por regímenes autoritarios o totalitarios. Todavía en tiempos recientes la guerra yugoslava y la disgregación de la vieja federación se produjeron por la incapacidad de convivir pacíficamente, y por el odio y la intolerancia recíproca entre las diferentes identidades nacionales. Y la Europa actual se está disgregando con el reencenderse de los nacionalismos y los soberanismos, de los secesionismos y los independentismos, que rompen nuestras sociedades por razón de las diferencias lingüísticas, religiosas o nacionales y con la construcción de nuevos muros, nuevas exclusiones, nuevos privilegios y nuevas discriminaciones.

      2.4.Igualdad y leyes del más débil

      Hay, en fin, una cuarta implicación de la redefinición de la igualdad jurídica que aquí se propone: es el papel desarrollado por esta como igualdad en esas leyes del más débil que son los derechos fundamentales. En efecto, todos los derechos fundamentales en los que está estipulada la igualdad —del derecho a la vida a los derechos de libertad y los derechos sociales— pueden ser concebidos y fundados, en el plano axiológico, como otras tantas leyes del más débil contra la ley del más fuerte que es propia del estado de naturaleza, es decir, de la ausencia de derecho y de derechos: de quien es más fuerte físicamente, como en el estado de naturaleza hobbesiano; de quien es más fuerte políticamente, como en el estado absoluto; de quien es más fuerte económica y socialmente, como en el mercado capitalista. La forma universal de tales derechos, junto con el rango constitucional o convencional de las normas que los establecen, es por ello la técnica idónea para poner a salvo de la ley del más fuerte a los sujetos más débiles física, política, social o económicamente. También aquí el nexo entre igualdad en los derechos fundamentales y tutela de los más débiles es el, biunívoco, de medios a fines, propio de la relación de racionalidad instrumental. Si queremos que los sujetos más débiles física, política, social o económicamente sean protegidos de la ley del más fuerte, es necesario garantizar a todos por igual la vida, la autonomía política, la libertad y la supervivencia formulándolas como derechos de forma rígida y universal. Por lo demás, también históricamente ninguno de estos derechos —de la libertad de conciencia a las demás libertades fundamentales, de los derechos políticos a los derechos de los trabajadores, de los derechos de las mujeres a los derechos sociales— ha caído del cielo, sino que han sido conquistados mediante luchas de sujetos débiles que, con sus reivindicaciones en nombre de la igualdad, desvelaron y contestaron precedentes opresiones o discriminaciones hasta entonces concebidas y percibidas como naturales o normales y como tales puestas en práctica por iglesias, soberanos, mayorías, aparatos policiales o judiciales, empleadores, potestades paternas o maritales.

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