Manifiesto por la igualdad. Luigi Ferrajoli
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3. LAS GARANTÍAS DE LA IGUALDAD
La tesis, sin duda, más importante en el plano teórico, sugerida por la redefinición del principio de igualdad que aquí se ha propuesto, se refiere al distinto estatuto de la igualdad con respecto, tanto a las diferencias implicadas por ella como a las desigualdades que la contradicen. En efecto, decir que el principio de igualdad tutela las diferencias y se opone a las desigualdades equivale a afirmar que es una norma, al contrario de lo que sucede con las diferencias y las desigualdades que, en cambio, son hechos o circunstancias fácticas; que, por consiguiente, aquel no es una aserción o una descripción, sino una convención y una prescripción, cuya efectividad debe ser asegurada mediante garantías idóneas; que por eso choca con la realidad, en la que las diferencias de identidad son discriminadas de hecho y en la que, de hecho, se desarrollan desigualdades materiales y sociales.
Este cambio de sentido de la igualdad, de tesis descriptiva a principio normativo, fue una gran conquista de la Modernidad. En la tradición premoderna, de Aristóteles a Hobbes y a Locke, la defensa de la tesis de la igualdad se produjo entendiéndola como una aserción basada en argumentos de hecho: los hombres son iguales, escribió Hobbes, porque mueren todos y, además, porque son igualmente capaces de hacerse daño unos a otros9; o porque, escribe Locke, todos están dotados de raciocinio, o tienen las mismas o similares inclinaciones10. Es claro que este tipo de tesis eran argumentos bien débiles para sostener la igualdad jurídica, hasta el punto de servir bastante más menudo —a veces en el mismo autor, como sucede en Locke11— para argumentar la tesis opuesta de la desigualdad. Tanto es así que, en el derecho premoderno, el reconocimiento de las diversas diferencias personales —de estamento, censo, oficio, religión, sexo, etc.— se tradujo en el establecimiento de otras tantas diferenciaciones jurídicas de estatus. En síntesis, el derecho premoderno reflejaba plenamente la realidad, consagrando como desigualdades de derecho las diferencias personales de hecho.
La gran innovación introducida por la Declaración francesa de los derechos de 1789 —incomprendida incluso por algunos grandes pensadores de la época, como, por ejemplo Jeremy Bentham, que vio en ella una larga serie de falacias ideológicas12— fue haber hecho del principio de igualdad una norma jurídica. Todos los seres humanos son «iguales en derechos», dice el artículo 1 de la Déclaration de 1789 y repite el artículo 1 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948: es decir, son iguales en aquellas figuras normativas que son los derechos fundamentales. Esto quiere decir que la igualdad no es un hecho, sino un valor; no es una tesis descriptiva, sino un principio normativo; estipulado, como todas las normas, contra la realidad, justo porque se reconoce, en el plano descriptivo, que en realidad los seres humanos son, de hecho, diferentes y desiguales. Precisamente, vale la pena repetirlo, esta es la norma por la que se conviene, de un lado, la igualdad de las diferencias a través de los derechos de libertad, que son todos derechos a la propia identidad y a las propias diferencias, y, del otro, la igualdad en los mínimos vitales por el cauce de los derechos sociales, que, a su vez, son todos derechos a la reducción de las desigualdades.
En ambos casos la igualdad, al consistir en una norma, requiere ser actuada, como ahora veremos, a través de las garantías dispuestas para la tutela de las diferencias y contra las desigualdades excesivas que son, en cambio, repito, hechos o circunstancias de hecho. En efecto, decir que el principio de igualdad es una norma equivale a afirmar que puede ser violado y que existe una divergencia entre su normatividad y su efectividad, de la que la política y la cultura jurídica deben hacerse cargo. El principio de igualdad formal en los derechos de libertad al igual valor de las diferencias puede ser violado. Y también el principio de igualdad sustancial en los derechos sociales a las condiciones vitales de la existencia. Llamamos discriminaciones a las violaciones del primer tipo y desigualdades intolerables a las violaciones del segundo. Así pues, nuestra reflexión se proyectará ahora, y con más amplitud en los próximos capítulos, sobre las discriminaciones y las desigualdades: para medir el grado de efectividad y, sobre todo, de inefectividad de la igualdad normativamente dispuesta por nuestras cartas constitucionales e internacionales, y, si queremos que este principio sea tomado en serio, para identificar las técnicas de garantía idóneas para reducir el grado de inefectividad.
4. DISCRIMINACIONES Y GARANTÍAS DE LA IGUALDAD FORMAL. IGUALDAD Y CIUDADANÍA
Hablaré primero de las discriminaciones, esto es, de las violaciones del igual valor de las diferencias. Y a tal fin distinguiré dos tipos de discriminaciones: las jurídicas o de derecho y las de hecho.
Son discriminaciones de derecho las que, en violación del artículo 3.1 de la Constitución italiana, excluyen a algunos sujetos de la titularidad de algunos derechos fundamentales, y, en particular, de los derechos políticos, de los derechos civiles y/o de los derechos de libertad. En Italia, piénsese en las múltiples discriminaciones jurídicas de las mujeres antes de la Constitución republicana: en los derechos políticos, al haber estado excluidas del derecho de voto hasta 1946; en los derechos civiles, dado que, hasta 1919, las mujeres casadas no podían realizar gran parte de los actos negociales sin autorización del marido; en los derechos de libertad, puesto que, hasta la reforma del derecho de familia de 1975, el artículo 144 del Código Civil establecía que «el marido es el jefe de la familia» y la mujer «está obligada a acompañarle adonde él crea oportuno fijar su residencia». Tras la entrada en vigor de la Constitución, estas minoraciones fueron suprimidas por la legislación o anuladas por la Corte Constitucional. Sin embargo, permanecen algunas injustificadas discriminaciones de las mujeres, como, por ejemplo, la asunción del apellido del marido y la no transmisión del suyo a los hijos; el luto vidual que impide a la mujer volver casarse antes de trescientos días del cese del precedente matrimonio; la exclusión de las mujeres del sacerdocio, establecida por el derecho canónico de la Iglesia católica13.
En cambio, son discriminaciones de hecho las que se producen de manera efectiva, a despecho de la igualdad jurídica de las diferencias y en contradicción con el principio de igualdad en las oportunidades. Piénsese en las discriminaciones que, de hecho, con independencia de razones de mérito, sufren las mujeres, los jóvenes, los ancianos, los inmigrantes incluso si regularizados, o las personas de color, excluidas o desvalorizadas por el mercado de trabajo o destinadas a trabajos precarios o sin cualificación. Piénsese en los índices de paro femenino, muy superiores a los del desempleo masculino, y en los salarios de las mujeres, por lo general más bajos —se calcula que en torno a un quinto— que los de los hombres.
Las garantías de la igualdad frente a estas disparidades de hecho pueden ser de dos tipos, según que la igualdad perseguida por ellas imponga que la diferencia carezca de relevancia como fuente de discriminaciones o privilegios, o, por el contrario, que tenga relevancia para no ser discriminada ni privilegiada. Entre las garantías del primer tipo, dirigidas a impedir la aparición y por tanto a no dar relevancia a diferencias como las de sexo o de opiniones políticas, entra, por ejemplo, en el viejo derecho laboral italiano, la prohibición de las contrataciones mediante llamadas