Manifiesto por la igualdad. Luigi Ferrajoli

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Manifiesto por la igualdad - Luigi Ferrajoli

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informes policiales sobre las opiniones políticas de los candidatos, con objeto de no dar publicidad a sus diferencias en el momento de su admisión a participar en las oposiciones de ingreso en la magistratura14. En cambio, forman parte de las garantías del segundo tipo, dirigidas a evidenciar y a dar relieve a las diferencias, las ofrecidas por las llamadas «acciones positivas» en apoyo de sujetos habitualmente discriminados, a causa, por ejemplo, de su identidad sexual15.

      Pero las discriminaciones, en total ausencia de garantías de las diferencias y de los conexos derechos de libertad, se manifiestan a escala planetaria en las formas y en las dimensiones más dramáticas. Sobre todo, las discriminaciones de las diferencias de religión provocadas por la explosión de los fundamentalismos, por la falta de secularización de las instituciones públicas en gran parte del mundo, y por los consiguientes conflictos, intolerancias, opresiones y persecuciones de minorías religiosas o culturales. En segundo lugar, las discriminaciones y las persecuciones políticas en tantos regímenes autoritarios, totalitarios o, de distintas maneras, despóticos e iliberales como infectan nuestro planeta. En tercer lugar, las discriminaciones y las opresiones de las minorías étnicas o de otro tipo, tal como se manifiestan, por ejemplo, en formas trágicamente destructivas, en todo el Oriente Medio, cuyos estados —de Irán a Irak, de Turquía a Siria e Israel— son todos multi-étnicos, en los que las etnias y las religiones dominantes son intolerantes con las distintas minorías y han dado vida a sociedades militarizadas y a guerras civiles permanentes alimentadas por el odio y el miedo. En fin, la gigantesca discriminación de las mujeres, que, en tres cuartos del planeta, son objeto de opresiones, segregaciones, servidumbres, molestias, agresiones sexuales, venta de niñas como esposas, prostitución forzada, sufrimientos y mortificaciones permanentes y sistemáticas de su identidad y dignidad. Según un informe del Programa de la ONU para el Desarrollo, en India y en China son decenas de millones las niñas y las jóvenes desaparecidas. Todavía son más numerosos los abortos y los infanticidios debidos a discriminaciones por razón del sexo. Además, se ha calculado que las mujeres constituyen el 70 % de los pobres del mundo aun cuando desarrollan los dos tercios del trabajo global.

      El fenómeno más dramático de opresión de la diferencia femenina —presente desde siempre en todo el mundo y por lo general impune por no ser siquiera denunciado— es, sin embargo, el estado de verdadera esclavitud doméstica producido por la violencia masculina, del que son víctimas muchas mujeres y que, en los casos extremos, llega al feminicidio. Hay dos rasgos característicos y al mismo tiempo dos factores de esta violencia que la hacen odiosa y terrible, y convierten la casa y la familia en los lugares más inseguros para las mujeres. El primero consiste en la mayor fuerza física de los hombres, que no permite a las mujeres ninguna «legítima defensa». El segundo consiste en la convivencia doméstica, de hecho y a menudo de derecho, obligatoria, en la que habitualmente el hombre violento se encuentra con la mujer que es víctima de su violencia. La conjunción de estos dos factores está en la base del dominio de los hombres violentos sobre «sus» mujeres, y de la condición de sujeción permanente de estas a sus maridos o convivientes en la vida familiar. Se trata de un dominio y de una sujeción absolutos, casi siempre invisibles, que muy bien permiten hablar de esclavitud y de totalitarismo doméstico, dado que la fuerza amenazante del conviviente violento genera un estado de angustia y terror que anula totalmente la libertad y la dignidad de la mujer. Las violencias del conviviente o del cónyuge —y, más que ninguna, las agresiones a la libertad sexual, dado su carácter traumático y mortificante— son, en efecto, sobre todo, actos de reducción a la impotencia, con los que el hombre afirma su poder total y anula la libertad y la dignidad femeninas: un poder que tiene los rasgos del derecho de propiedad sobre la mujer, reducida por él a «cosa», exactamente como sucede en el delito de reducción a la esclavitud tal como lo define, por ejemplo, el artículo 66 del Código Penal italiano. De hecho, la mujer se encuentra literalmente prisionera en su casa, a merced de la violencia masculina. No puede huir, porque la fuga no la salva del peligro de represalias y de la venganza de su opresor y patrono.

      Es así como ha sucedido que la ciudadanía, que en los orígenes del estado moderno desarrolló un papel de inclusión, desempeña actualmente uno de exclusión. Contradiciendo todas las cartas y convenciones internacionales sobre derechos humanos, que atribuyen todos los derechos fundamentales a todos como personas, y hasta nuestras constituciones estatales, que atribuyen a todos, y no solo a los ciudadanos, todos los derechos civiles y también muchos derechos sociales —por ejemplo, en la Constitución italiana, el derecho a la salud (art. 32), el derecho a la educación (art. 34) y el de los trabajadores a una retribución equitativa (art. 36)—, de hecho el goce de tales derechos se encuentra condicionado por el presupuesto de la ciudadanía, debido a las actuales políticas y legislaciones contra la inmigración. Así, el derecho a la ciudadanía se ha convertido en ese meta-derecho a tener derechos que es el derecho de acceso y residencia en el territorio nacional y que —a despecho del ius migrandi teorizado, como veremos más adelante, en los orígenes del derecho moderno y acogido por el artículo 13 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos— solo se reconoce a los ciudadanos.

      De este modo la ciudadanía ha entrado en contradicción con la igualdad jurídica incluso solo formal de todos los seres humanos, a pesar de que esta se encuentra establecida por las cartas constitucionales y las convenciones internacionales. El resultado de esta discriminación jurídica es que la ciudadanía —obviamente, la de los países más ricos— se ha transformado en el último privilegio de estatus ligado a un accident de naissance; en el último factor de exclusión y discriminación por nacimiento y no de inclusión y equiparación, como lo fue en los orígenes de la modernidad jurídica; en el último resto premoderno de las diferenciaciones jurídicas de las identidades personales; en la última contradicción irresuelta con la afirmada universalidad e igualdad de los derechos fundamentales. En efecto, en la actual sociedad transnacional existen ciudadanías diferenciadas: ciudadanías apreciadas, como las de los países occidentales, y ciudadanías sin ningún valor, como las de los países pobres. Y, dentro de nuestros propios ordenamientos, existen estatus personales desiguales: el de ciudadanos optimo iure, el de semi-ciudadanos conferido a los extranjeros dotados de permiso de residencia, el de los no ciudadanos clandestinos, de hecho, no-personas.

      Así, estamos ante una aporía gravísima que solo la superación de la distinción entre personas y ciudadanos podría eliminar. Ciertamente, esta superación tiene hoy el sabor de una utopía.

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