Manifiesto por la igualdad. Luigi Ferrajoli

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Manifiesto por la igualdad - Luigi Ferrajoli

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la situación de masas inmensas de seres humanos, incomparablemente más pobre. En el plano jurídico, los hombres son incomparablemente más iguales que en cualquier otra época, gracias a las innumerables cartas, constituciones y declaraciones de derechos. Pero, de hecho, son también incomparablemente más desiguales en concreto. «El tiempo de los derechos», como lo llamó Norberto Bobbio19, es asimismo el de la más profunda e intolerable desigualdad.

      6. HISTORICIDAD DE LA DIMENSIÓN SEMÁNTICA DE LA IGUALDAD. LAS ACTUALES FRONTERAS DE LA IGUALDAD

      Este vacío ilegítimo de derecho público y de garantías, en una sociedad global cada vez más frágil e interdependiente, no es sostenible a largo plazo sin ir camino de un futuro de guerras, violencias y terrorismos capaces de poner en peligro la supervivencia de nuestras propias democracias. En efecto, un rasgo característico del principio de igualdad es la indivisibilidad, que impone su progresiva extensión a todos los seres humanos y con ello la adveración de todos los valores que implica: de la dignidad de la persona a la democracia, de la paz a la tutela de los sujetos más débiles.

      En efecto, hay una intrínseca, originaria ambivalencia del principio de igualdad, en virtud de la cual, históricamente, ha sido a veces afirmado y al mismo tiempo violado, y después reafirmado frente a las precedentes violaciones. Desde el comienzo, se ocultaron sus violaciones, precisamente porque quien lo proclamaba pensaba contestar de este modo solo las discriminaciones de las que él mismo había sido hasta entonces víctima, es decir, las propias, no las del resto. Cuando en 1776 los colonos de Virginia declararon que «todos los hombres son por naturaleza igualmente libres e independientes» no pensaban, ciertamente, en sus esclavos. Del mismo modo, cuando el 26 de agosto de 1789 la Asamblea Nacional francesa proclamó la igualdad jurídica de todos los hombres, los burgueses que la componían pensaban solo en sí mismos: en los privilegios feudales y en las diferenciaciones de estamento que querían abatir, pero no realmente en las discriminaciones de sexo y de clase, y en las desigualdades económicas y sociales que, en cambio, dejaban subsistir simplemente ignorándolas. Sin embargo, el principio fue después empuñado por quienes antes habían sido discriminados, y que, mediante un replanteamiento de su significado, pasaron a invocarlo, reivindicándolo y dirigiéndolo contra quien anteriormente lo había hecho valer solo para sí mismo.

      Es esta historicidad de la dimensión semántica y al mismo tiempo pragmática del principio de igualdad lo que hace posible resolver una aparente aporía. El hecho de que fuera originariamente pensado y modelado sobre parámetros masculinos y de clase, y que, sin embargo, haya mantenido y conserve siempre, gracias a las luchas que ha orientado y a las nuevas subjetividades que ha promovido, un carácter permanentemente revolucionario. Los dos valores del principio —conservador y mistificador uno, desmitificador y revolucionario el otro— conectan, respectivamente, con su uso en sentido descriptivo, que toma por «verdadera» la igualdad modelada en ocasiones sobre parámetros de parte ignorando sus violaciones en perjuicio de quien se encuentra excluido de ella, y con su uso prescriptivo, que permite, en cambio, leer y contestar todas las concretas desigualdades y discriminaciones como violaciones de aquella. En sentido descriptivo, o sea, entendida como hecho, la igualdad es siempre falsa. En sentido prescriptivo, es decir, como norma o valor, es siempre un ideal-límite, nunca perfectamente, sino solo imperfectamente realizable, cuando en cada ocasión resulte tomado en serio, gracias a la percepción de sus violaciones impuesta a todos por la generalización del punto de vista de los discriminados.

      Este punto de vista externo —de quien sufre y contesta las discriminaciones y las desigualdades existentes— es el que en cada caso da un nuevo sentido, siempre revolucionario, al principio de igualdad: el punto de vista de los migrantes que huyen de la miseria y de las guerras y ponen en riesgo su vida en el intento de traspasar nuestras fronteras; de los trabajadores precarios o desempleados, carentes de una renta que les garantice una existencia digna; de las mujeres islámicas, constreñidas por sus tradiciones y culturas a sufrir mortificaciones y mutilaciones; de los miles y miles de personas que, en el mundo, viven en un estado de indigencia absoluta. Estos son los puntos de vista que hoy renuevan el significado del principio de igualdad, ya varias veces cambiado, en el curso de los más de dos siglos que nos separan de la Declaración de 1789, gracias a tantas luchas como han denunciado las muchas violaciones: a las luchas obreras, a las batallas de las minorías discriminadas, a las luchas de liberación de los pueblos, a las luchas de las mujeres, que siempre han ampliado el sentido de la igualdad a cuantos eran excluidos de sus anteriores parámetros. El velo de la normalidad, que en el pasado ocultó discriminaciones y desigualdades, opresiones y violencias, ha sido —y continuará siendo— desgarrado por el punto de vista externo de cuantos las combatieron, después de haberlas llamado por su nombre.

      Por lo demás, esta historicidad de la dimensión semántica afecta a todo el derecho, que es un universo lingüístico y convencional, es decir, un mundo de signos y de significados asociados a esos particulares signos o textos lingüísticos que son las leyes. Estos significados, a través de los que normalmente leemos y valoramos la realidad, no están dados de una vez por todas, sino que cambian con la mutación de las culturas, de la fuerza y de la conciencia de los actores sociales que han sido al mismo tiempo intérpretes, críticos y productores del derecho. El principio de igualdad jurídica es quizá el más expuesto a tales cambios de significado, por ser al mismo tiempo contestado y reivindicado por los que se oponen a desigualdades y discriminaciones, que solo gracias a sus luchas han sido y son desveladas por quienes son sus víctimas y claman por hacerlas desaparecer. En efecto, la percepción de la desigualdad es siempre un hecho social, ligado a la práctica subjetiva y colectiva de los sujetos que son sus portadores. Una percepción primero minoritaria incluso entre las víctimas de la desigualdad, luego compartida por la mayoría de estas y, al fin, con el desarrollo y el éxito de sus batallas, destinada a generalizarse y a convertirse en sentido común.

      Si es así, podemos estar seguros de que las enormes desigualdades y discriminaciones que hoy se manifiestan en ese gigantesco apartheid mundial que excluye a gran parte de la población del planeta de nuestras ricas y privilegiadas democracias, y que, ciertamente, no se aparecen a cuantos tienen la fortuna de vivir en los países ricos, resultarán cada vez más visibles e intolerables a los excluidos, y reclamarán también siempre con mayor fuerza ser eliminadas, so pena del descrédito de los que se llaman «valores occidentales». Es algo de lo que hay que ser conscientes. Frente al realismo miope de cuantos consideran irreal la perspectiva de un orden global fundado en la igualdad «en dignidad

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