Manifiesto por la igualdad. Luigi Ferrajoli

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Manifiesto por la igualdad - Luigi Ferrajoli

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por un lado, constituyen las identidades individuales, por otro, forman la base de todas las identidades colectivas y de las conexas formaciones sociales: de las comunidades religiosas a las minorías étnicas o lingüísticas, de las formaciones políticas y sindicales a los movimientos de lucha de los sujetos oprimidos, explotados o discriminados, todos unidos por otras tantas libertades —de practicar la propia religión, hacer uso de la propia lengua, expresar las propias opiniones, avanzar las propias reivindicaciones, reunirse y asociarse en libres organizaciones—. Estas están garantizadas, en cuanto tales, por dos clases diversas de derechos de libertad: por las libertades individuales, como la de conciencia y la de manifestación del pensamiento, en cuanto diferencias individuales; por las libertades colectivas, como los derechos de reunión, asociación y organización política o sindical, en cuanto diferencias colectivas.

      Por su parte, las diferencias colectivas pueden ser abiertas o cerradas, respetuosas de las demás o contrarias a estas, pacíficamente convivientes, o bien en conflicto recíproco. La democracia es el sistema político que garantiza la tutela, el respeto y la convivencia pacífica de todas las diferencias de identidad y, al mismo tiempo, el conflicto dirigido a acabar con las discriminaciones y a reducir las desigualdades económicas y sociales. Por eso aquella entra en crisis cuando, por el contrario, las desigualdades materiales son pasivamente aceptadas o sufridas, mientras son las diferencias de identidad las que entran en conflicto como identidades enemigas. Que es, precisamente, el fenómeno regresivo hoy señalado por todos los conflictos identitarios: la formación (o mejor la deformación) de las subjetividades políticas colectivas, no ya, como en la vieja lucha de clases, sobre la base de la conciencia y de la contestación de las desigualdades que deben ser eliminadas o reducidas mediante la garantía de la igualdad sustancial en los derechos sociales y del trabajo, según impone, no por casualidad, el paradigma constitucional; sino sobre la base de la defensa y la contraposición rencorosa de las diferencias personales, de tipo nacional, religioso o cultural, que, al revés, el mismo paradigma impone respetar y tutelar mediante la garantía de la igualdad formal en los derechos de libertad, tanto individuales como colectivos.

      Este capítulo está dedicado a las diferencias —políticas, ideológicas, religiosas o culturales— cuya tutela y pacífica convivencia en democracia garantiza o impone el principio de igualdad formal o liberal. Es por completo evidente el nexo de implicación entre el pluralismo político y la igualdad formal o liberal de las diferencias de opiniones o de ideologías políticas a través del universalismo de los derechos políticos y de los derechos de libertad, en cuya garantía se funda la democracia política y sobre cuya negación o limitación se basan todos los sistemas políticos autoritarios. Asimismo evidente es el nexo entre la garantía de la igual dignidad de las diferencias de sexo, etnia y condiciones personales y su igualdad liberal. Menos pacífico es, en cambio, el nexo de implicación, del que hablaré en los próximos parágrafos, entre el multiculturalismo y el universalismo de los derechos de libertad, por cuyo cauce se garantizan la igualdad y el respeto de las diferencias de carácter cultural o religioso.

      3. UNIVERSALISMO DE LOS DERECHOS Y MULTICULTURALISMO: UNA CONTRAPOSICIÓN FALAZ

      Este nexo no es, en modo alguno, obvio. Por el contrario, la relación entre igualdad en los derechos fundamentales y multiculturalismo suele concebirse como una relación no de implicación, sino de oposición, tanto por quienes afirman como por los que niegan el universalismo de tales derechos. En efecto, cuando se habla de «multiculturalismo», se alude, más o menos explícitamente, a la confrontación entre la cultura occidental, dentro de la cual los derechos fundamentales han sido teorizados y jurídicamente estipulados, y las demás culturas; como si existieran una monocultura occidental indiferenciada y las culturas «otras», a su vez internamente indiferenciadas. De aquí la idea del conflicto entre multiculturalismo y universalismo de los derechos: en el sentido de que las culturas «otras», es decir, no occidentales, son culturas «diversas», de las que no es lícito pretender la tutela de los derechos fundamentales, de no ser sobre la base de una inadmisible imposición; o bien en el sentido de que, por el contrario, deberían integrarse totalmente en la cultura occidental, no solo en cuanto al reconocimiento de la igual titularidad de tales derechos en todo seres humanos, sino también a través de la adhesión moral y política a los valores que estos expresan.

      Tengo la impresión de que en la base de esta contraposición entre universalismo y multiculturalismo, entre igualdad y diferencias culturales, se encuentran significados incompatibles con el principio de igualdad, indebidamente asociados a la expresión «universalismo de los derechos fundamentales». En efecto, la crítica dirigida por muchos defensores del multiculturalismo a tal universalismo —interpretado por ellos como una enésima forma de imperialismo occidental— tiene, a mi juicio, su origen en un equívoco, por lo demás, compartido por cuantos, por el contrario, pretenden en nombre del mismo universalismo, la homologación de las otras culturas con la cultura occidental. Todos estos asocian la expresión «universalismo» a la idea ético-cognoscitivista de una cierta objetividad o intersubjetividad de los valores occidentales de libertad y de igualdad: atribuyéndoles un carácter ontológico o, cuando menos, el fundamento en alguna forma de consenso universal. El universalismo consistiría en el hecho de que todos se reconocen o en cualquier caso deberían reconocerse en estos valores. Según esta crítica, los fautores del universalismo sostendrían, en suma, la tesis descriptiva, de tipo sociológico, de que estos son valores objetivos y/o intersubjetivos y la tesis prescriptiva, de tipo axiológico, de que, precisamente por esta objetividad, deberían ser compartidos por todos2.

      Si tal fuese el significado del universalismo de los derechos fundamentales, la crítica que se le dirige desfondaría una puerta abierta. Obviamente, estos derechos —la libertad de conciencia, las demás libertades fundamentales, los derechos sociales y el mismo principio de igualdad— no son en modo alguno compartidos por todos. No lo son, no solo por gran parte de las personas de cultura distinta de la occidental, sino tampoco por muchos de quienes pertenecen por nacimiento a nuestra cultura. La tesis asertiva de que son universalmente compartidos es por ello empíricamente falsa. Si, cuando aparecieron, las tesis de De los delitos y de las penas de Cesare Beccaria o los dieciséis artículos de la Declaración de 1789 hubieran sido sometidos a votación, no habrían obtenido ni siquiera el 1 % de sufragios. Y también hoy sería de temer un eventual referéndum sobre los derechos sociales o sobre la pena de muerte.

      De otro lado, los valores expresados por el principio de igualdad y por los derechos fundamentales no tienen nada de objetivo, y menos aún de natural. De ahí lo inadmisible también de la tesis axiológica según la cual todos deberían compartirlos, sostenida, según se verá mejor más adelante, por una consistente orientación de filosofía moral de tipo objetivista. No solo. Esta tesis aparece sobreentendida, por ejemplo, siempre que se pretende, como sucede a menudo en el debate público y a veces en las prácticas de la integración, la explícita adhesión moral y política de los inmigrados a los derechos fundamentales, a los principios del estado de derecho, de la Constitución u otros similares. En estos casos se trata de pretensiones abiertamente iliberales porque contradicen el respeto de la libertad interior de las personas. En efecto, estos principios son normas jurídicas que, como tales, deben ser observadas. Pero que no pueden imponer o pretender alguna adhesión moral, ni que hayan de ser compartidos moral o culturalmente, so pena de la negación de sí mismos.

      Un equívoco análogo, conexo al que acaba de señalarse, es la crítica dirigida por muchos diferencialistas al principio de igualdad sobre la base, de nuevo, de la idea de que es una tesis de tipo empírico-descriptivo y que, por consiguiente, oculta o niega valor a las diferencias: que las oculta por ignorarlas como irrelevantes, que las niega valor al asumirlas como inferiores respecto de una identidad que se supone normal, o por pretender que sean eliminadas o repudiadas allí donde se consienta la integración y la homologación. Como he señalado en el § 2.1 del capítulo precedente, esta es la crítica dirigida al principio de igualdad por el pensamiento feminista de la diferencia.

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