Manifiesto por la igualdad. Luigi Ferrajoli

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Manifiesto por la igualdad - Luigi Ferrajoli

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el contrario, hay que reconocer que el principio de igualdad tal como habitualmente lo establecen las normas constitucionales, es una norma, o sea, una convención estipulada, precisamente, para la tutela del igual valor de todas las diferencias de identidad. Tal es, repito, el significado del artículo 3.1 de la Constitución italiana según el cual todos son iguales «sin distinción» de sexo, lengua, religión, opiniones políticas, condiciones personales y sociales. Justamente porque todos somos irreductiblemente diferentes y las diferencias son «hechos», se conviene en el principio de igualdad, esto es, en la igual dignidad social de todas las diferencias personales, sean naturales o culturales. En este sentido, el principio de igualdad es un principio normativo, del mismo género que el resto de los derechos fundamentales en los que se predica la igualdad. No refleja la realidad, sino que está contra ella. No es una descripción, sino una prescripción. Y es violado con bastante frecuencia, como lo son los derechos fundamentales, a causa de la divergencia entre normas y hechos, que siempre se da en alguna medida. Ni vivimos ni viviremos nunca en un mundo deónticamente perfecto.

      4. DERECHOS DE LIBERTAD COMO DERECHOS A LAS (PROPIAS) DIFERENCIAS

      Así pues, las críticas que he recordado apuntan a falsos blancos. Contra el universalismo en sentido ontológico y/o consensual, y no lógico, y contra la igualdad como hecho, y no como convención o valor, en obvia contradicción, el uno, con el multiculturalismo, y la otra con el reconocimiento y el respeto debido a las diferencias. En la base de estos falsos blancos —pero también de las críticas dirigidas contra ellos que comparten los mismos significados de «universalismo» y de «igualdad»— están la falacia ideológica o la consecuencialista, es decir, la idea de que la estipulación jurídica de los derechos fundamentales como derechos universales supone la tesis asertiva de que son valores objetivos y/o universalmente compartidos, o bien la tesis axiológica de que deben ser compartidos porque considerados en algún sentido objetivos, absolutos, verdaderos, auto-evidentes o similares. Por el contrario, tal estipulación es una norma jurídica, que no implica la primera tesis, empíricamente falsa, ni la segunda, políticamente iliberal.

      Frente a estas tesis, las críticas al universalismo de los derechos fundamentales en el sentido que ellas lo entienden, son obvias y deben darse por descontadas. Sin embargo, junto a estos falsos blancos, estas críticas acaban por asumir un significado totalmente diverso, y absolutamente central en el plano teórico, tanto del universalismo como de la igualdad. El significado lógico y puramente formal de la universalidad de los derechos fundamentales, consiste en la cuantificación universal de sus titulares, es decir, en el hecho de que son conferidos universalmente a clases de personas por normas generales y abstractas. En este sentido, el universalismo de los derechos fundamentales no es sino su forma lógicamente universal: en virtud de la cual, a diferencia de los derechos patrimoniales, son conferidos igualmente a todos en cuanto personas (solo porque tales, o porque también ciudadanos y/o capaces de obrar) independientemente del consenso que susciten. Guste o no guste, equivale a la igualdad en tales derechos, de los que forma parte el rasgo distintivo, de tipo estructural y no cultural, jurídico y no moral.

      Es claro que, así entendida, la universalidad de los derechos fundamentales y su corolario de la igualdad no solo son compatibles con el respeto de las diferencias culturales reivindicadas por el multiculturalismo, sino que representan su principal garantía. Por dos razones. La primera es el nexo que liga individualismo y universalismo. Todos los derechos fundamentales de libertad, atribuidos a todos en igual forma y medida, son derechos que garantizan el igual valor —esto es, la igual tutela y la igual afirmación, por el cauce de su ejercicio— de todas las diferencias personales, a comenzar por las culturales, que no son más que las diferentes identidades de cada uno como persona. No se olvida que la primera libertad fundamental afirmada en Europa después de las guerras de religión fue la libertad de conciencia, que es un típico derecho cultural, más aún, el primero y fundamental derecho a la tutela de la propia identidad y diferencia cultural. Lo mismo que de la libertad religiosa hay que decir de la libertad de manifestación del pensamiento y de las demás libertades fundamentales que sirven para tutelar la identidad diversa, discrepante y no homologable de cada persona. En suma, todas las libertades son derechos a la (propia) diferencia.

      No menos importante es la segunda razón que hace de las libertades fundamentales el principal instrumento de garantía del multiculturalismo. Reside en el hecho de que, como se ha dicho en el § 2.4 del capítulo anterior, los derechos fundamentales —del derecho a la vida a los de libertad, de los derechos civiles a los derechos políticos y los sociales— se configuran todos como leyes del más débil en alternativa a la ley del más fuerte que regiría en su ausencia: del que es más fuerte físicamente, como en la sociedad natural sin derechos; del más fuerte políticamente, como las mayorías respecto de las minorías y de los disidentes; del más fuerte económicamente, como en las relaciones de mercado; de quien es más fuerte militarmente, como en la comunidad internacional; del más fuerte ideológicamente, como en las sociedades culturalmente cerradas e intolerantes. Precisamente, gracias a su universalismo, y por eso al valor por ellos asociados a cualquier identidad cultural, o sea, al multiculturalismo, tales derechos sirven para tutelar al más débil frente a cualquiera, también frente a las culturas dominantes en las comunidades de pertenencia, ya que el pluralismo de las culturas es reproducible hasta el infinito, dentro de cada cultura, incluida la nuestra. En efecto, protegiendo a los más débiles —también frente a sus propias culturas, dominantes en relación con ellos— sirven igualmente para tutelar todas las diferencias, comenzando por la fundamental diferencia que hace de la identidad cultural, moral e intelectual de cada persona un individuo diferente de todos los demás. Valen, en concreto, para tutelar a la mujer frente al padre o al marido, a quien no tiene poder frente al que lo tiene, en general, a los oprimidos, también frente a sus culturas opresivas. Equivalen no solo a la libertad de religión, es decir, a la libertad-facultad de profesar la propia religión, o sea, de obrar o no obrar según la propia cultura y los propios valores con el único límite de la prohibición de causar daño a otros, sino también, y antes aún, a la libertad frente a la religión de la comunidad de pertenencia, es decir, a la libertad-inmunidad de imposiciones o constricciones de tipo religioso o cultural.

      5. SOLO LAS PERSONAS, Y NO TAMBIÉN LAS CULTURAS, SON TITULARES DE DERECHOS

      En la pretensión de que las culturas sean también ellas tuteladas en sus prácticas opresivas y discriminatorias, se manifiesta una tercera falacia, de tipo lógico o meta-ético, en la que incurren, además de en la falacia ontológica y en la consecuencialista, las críticas dirigidas al universalismo de los derechos en nombre del multiculturalismo. Estas críticas indican, paradójicamente, un universalismo de carácter extremista, esto es, la idea de que las culturas mismas sean macrosujetos, en cuanto tales universal e igualmente titulares de los mismos derechos; que sea la religión —cada religión— y no el individuo el que tiene derechos; que la libertad religiosa corresponda no a las personas individuales, sino a las mismas religiones: al islam, al catolicismo, al cristianismo y a sus diversas corrientes o interpretaciones. El universalismo de los derechos fundamentales, referido obviamente a los individuos que son titulares de tales derechos, resulta así desplazado a sus culturas o religiones, entrando inevitablemente en conflicto con las libertades individuales, consistentes, en cambio, en el igual derecho de las personas de carne y hueso a practicar, pero también a no practicar, la religión del grupo o de la comunidad a la que pertenecen. Es claro que de este modo se disuelve la laicidad del derecho y de las instituciones, que consiste precisamente en el rechazo de que el derecho pueda ser usado como instrumento de afirmación o de reforzamiento de una determinada moral o de una determinada religión o cultura, aunque sea dominante.

      Tómese, por ejemplo, la cuestión del velo islámico. Ciertamente, la práctica del velo o, peor aún, del burka señala en todo caso una mortificación y una condición subalterna de las mujeres a la que solo podrá poner fin una lucha de liberación de su religión o de su cultura. Sin embargo, mientras tanto, la

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