Contrapunteos diaspóricos. Agustín Laó-Montes

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Contrapunteos diaspóricos - Agustín Laó-Montes

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organizaciones que explícitamente abogaron por una política racial tendiente al empoderamiento de los pueblos y sujetos de Nuestra Afroamérica: el Partido Independiente de Color (1908) en Cuba y el Frente Negra Brasileira (1931) en Brasil. Numerosas condiciones histórico-mundiales confluyeron dando origen a una coyuntura cualitativamente distinta para los afrodescendientes en América Latina. La primera a considerar es la guerra hispano-cubana-américo-filipina en 1898, conflicto que marcó el nacimiento del Imperio norteamericano como potencia mundial, a la vez que fue referente mayor para la emergencia del latinoamericanismo en tanto que discurso consciente de regionalidad, articulado por intelectuales y por hombres de Estado del mundo iberoamericano.

      La Guerra Hispano-Cubana-Américo-Filipina de 1898 marcó la dominación político-económica de los Estados Unidos en el hemisferio y el establecimiento de formas de poder colonial y neocolonial en el Caribe y Centro América. Puerto Rico fue anexado como una colonia con el título legal de “territorio no incorporado”, mientras que Cuba se mantuvo como neocolonia bajo la Enmienda Platt. En el nuevo discurso imperial estadounidense, el Caribe y América Central se convirtieron en “patio trasero” y se articularon nuevas categorías de clasificación étnico-racial. La civilización racializada comenzó a dividir “anglos” y “latinos” lo que, como hemos dicho, originalmente fue producto histórico de la competencia por la hegemonía mundial entre los Imperios británico y francés en el siglo XIX; pero esto devino en una cuestión central en las Américas en el contexto de 1898[87]. Las élites criollas blancas, tanto de los Estados Unidos como de los países latinoamericanos, afirmaron ser los herederos de Occidente en las Américas y en sus reclamos por la hegemonía, en el caso de los latinoamericanos en términos intelectuales, estéticos y éticos, definieron sus identidades en relación a sus otros externos (por ejemplo, los europeos y los norteamericanos) y en contra de sus otredades internas: los negros, los indios, los asiáticos, el campesinado, los homosexuales. Esta división identitaria hemisférica y las diferencias articuladas por las élites criollas generaron los parámetros del discurso imperial estadounidense, por un lado, y de la hegemonía latinoamericanista de las élites criollas, por el otro. En esta coyuntura histórica, Cuba y Puerto Rico, como los únicos remanentes coloniales de España en las Américas, tuvieron un camino en particular.

      Los luchadores anticolonialistas cubanos y puertorriqueños habían organizado el Partido Revolucionario Cubano en 1892 en la ciudad de Nueva York. José Martí, la voz más lúcida del período en las luchas anticolonialistas y antirracistas, vivió en Nueva York un tercio de su corta vida. Desde allí escribió algunos de sus más importantes ensayos incluyendo Nuestra América, un texto fundacional del latinoamericanismo. Como figura histórica, Martí fue en sí mismo parcialmente producto de las luchas democráticas de los afrocubanos en el movimiento anticolonial que generó tres guerras de liberación nacional desde 1868 hasta la invasión norteamericana en 1898, que inició la guerra hispano-cubana-américo-filipina (Ferrer, 1999). Procede analizar a José Martí como una voz transamericana, que hablaba desde los asentamientos latinos en los Estados Unidos para todo el hemisferio, y fue representante de una corriente de latinoamericanismo crítico que defendía la prédica de “el indio” y “el negro” contra todos los poderes dominantes. En este sentido, resulta también crucial señalar el rol fundamental que desplegaron los afropuertorriqueños como Arturo Alfonso Schomburg y Sotero Figueroa en el Club Dos Antillas, afiliación que compartieron con Martí y que constituía una de las células más importantes del movimiento por la independencia de Cuba y Puerto Rico y radicada en Nueva York a fines del siglo XIX. Este grupo estaba, fundamentalmente, compuesto por afroantillanos (Hoffnung-Garskof, 2019).

      En Cuba, el siglo XX comenzó con el establecimiento de una república en la cual los afrocubanos fueron sometidos a un doble racismo: por parte de los Estados Unidos, y bajo el régimen cubano, que se basó en la dominación racial, nacional y de clase. Los clamores por la igualdad de ciudadanía y la definición democrática de nación, por lo cual se luchó y se negoció durante la independencia, sufrieron un serio momento de reversión y frustración. En este contexto, el Directorio Nacional de las Sociedades de Color de Cuba, organizó un movimiento de política racial que abogaba por igualdad de derechos, recursos y reconocimiento para que los/las afrocubanos pudieran integrarse a prácticas democráticas en la construcción de la nación88.

      Sin embargo, el racismo descarado y ostensible en todos los aspectos de la vida social, desde la distribución desigual de los ingresos y los empleos hasta una seria carencia de poder político y la segregación de facto, motivaron a un sector de los activistas políticos afrocubanos, entre ellos líderes obreros, a organizar el primer partido político en las Américas con una agenda explícita tendiente a empoderar a las personas de color como parte central de un programa de justicia social. El Partido Independiente de Color fue fundado en 1908 y existió hasta 1912, cuando después de ser declarada ilegal la organización de partidos sobre bases raciales, un significativo número de su membrecía fue masacrada por las fuerzas militares del Estado cubano89.

      En términos generales, los tipos de acción colectiva que podemos caracterizar como políticas raciales afrolatinoamericanas en las primeras décadas del siglo XX, no tomaron la forma de organizaciones políticas independientes o de políticas para el empoderamiento del sector negro; se proyectaron como clamores por los derechos y recursos a través de los principales partidos políticos y sindicatos. En esa coyuntura, las organizaciones de afrolatinoamericanos se desarrollaron más en la esfera cultural, informalmente, y a niveles locales. La afirmación, el mantenimiento y desarrollo de sus formas culturales y prácticas constituyó un modo de política racial contra las políticas oficiales de modernización y colonización que supusieron una negación de valores y un ideal de eliminar o folclorizar las culturas de Nuestra Afroamérica, presentándolas como atrasadas o exóticas.

      Las clases gobernantes criollas y los intelectuales que presidían los jóvenes Estados-naciones latinoamericanos promovieron políticas de modernización que descansaron sobre tesis racistas de la época incluyendo la naciente “ciencia” de la eugenesia y el darwinismo social (Stepan, 1991). La misión civilizadora que guiaba la política racial, cultural y económica de los Estados latinoamericanos, que eran también expresión de la configuración global de la colonialidad del poder/saber, implicó una ecuación tácita entre modernización y blanqueamiento. Así, en los primeros decenios del siglo XX, los gobiernos latinoamericanos llevaron a cabo una política de ofrecer incentivos, como buenos empleos y abaratamientos de costos para traslado, para que los europeos inmigraran, para de este modo cambiar el balance étnico-racial de la población. El efecto inmediato fue una reducción sustancial de las poblaciones negras y el incremento de su marginalización. En lugares como Uruguay, Argentina y el sur de Brasil los esfuerzos fueron relativamente exitosos. Sin embargo, no pudieron transformar de manera sustantiva las demografías étnico-raciales de la mayoría de la región, sobre todo en lugares de mayoría indígena como Bolivia, Guatemala y Perú, o de gran población negra como Brasil, Colombia, Cuba y Venezuela (Andrews, 2004).

      El incremento de las migraciones globales y regionales a principios del siglo XX, en el período entre las dos crisis económicas mundiales (la crisis de 1873 y la gran depresión de 1930) y la Primera Guerra Mundial, acompañado de dos revoluciones, la rusa y la mexicana, alrededor de 1917, también implicó movimientos migratorios de la diáspora africana dentro de las Américas. Siguiendo este rastro, las migraciones masivas del Caribe anglófono (y en menor medida del Caribe francófono) hacia América Central y el Caribe hispanófono (especialmente Cuba y República Dominicana), al inicio especialmente como fuerza de trabajo para la construcción del Canal de Panamá y luego como proletariado rural al servicio de corporaciones como la United Fruit Company, recreó la geografía de las diásporas afrolatinoamericanas y caribeñas. Otro elemento importante asociado a esta oleada migratoria fueron los miles de haitianos que emigraron originariamente al oriente de Cuba, fundamentalmente como mano de obra para trabajar en la industria de la caña

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