Descolonizar. Raúl Zibechi

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Descolonizar - Raúl Zibechi

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Los tiempos para tomar decisiones son los que requiere la cultura comunitaria. Los modos de tomar decisiones, de impartir justicia, de enseñar y de cuidar la salud, de producir y reproducir la vida son los modos que acordaron entre todos y todas. Cuando dicen que los pueblos mandan y el gobierno obedece, están verbalizando con exactitud el modo de hacer realmente existente. No hay burocracia civil o militar que decida en nombre de los demás. Son poderes democráticos, no estatales, anticoloniales porque destruyen las relaciones de subordinación de raza, género, generación, saber y poder heredadas, construyendo otras nuevas donde las diferencias coexisten sin imponerse unas a las otras.

      Si los movimientos antisistémicos no construyen poderes propios, seguiremos recorriendo la triste estela que conocemos desde el comienzo de los procesos de liberación nacional: fuerzas revolucionarias que toman el Estado y reproducen la dominación, porque el Estado es una relación colonial-capitalista que no puede ser desmontada desde su interior. El proceso de construir poder propio es el camino para descolonizar las relaciones sociales. En este caso, por poder propio no entiendo solo las Juntas de Buen Gobierno, es decir, los espacios de mando colectivo, sino todas las construcciones de las comunidades y los municipios autónomos: desde las escuelas y las clínicas hasta los cultivos colectivos y los medios de comunicación comunitarios. Ese tupido tejido de reproducción de la vida está forjado por poderes que son modos de hacer que abarcan todos los espacios de la vida.

       Familia y reproducción

      En la cultura revolucionaria del Norte, la familia es, junto con el campesinado, símbolo de lo negativo y del atraso, dificultades a superar. Existe una relación estrecha entre la jerarquización de la producción y el papel central que se otorga al productor, al obrero, como sujeto central del proceso revolucionario. Se trata de un obrero artificialmente desgajado de la familia, que queda totalmente desplazada de la organización proletaria, sea el sindicato o el partido. La afiliación o pertenencia es de carácter individual. En síntesis, estamos ante una cultura política focalizada en el lugar de trabajo-producción, en el individuo como trabajador-productor, y en las organizaciones que lo incluyen como tal. Es evidente que son organizaciones profundamente patriarcales, que se organizan de modo jerárquico, estadocéntrico.

      Los integrantes de los movimientos de la zona del ser se cuentan por personas. Los de la zona del no-ser, por familias. Basta llegar a un campamento sin tierra, a una comunidad indígena o a una organización territorial de las periferias urbanas para que se hable sobre la cantidad de familias que participan. Los miembros nunca se cuentan individualmente. ¿Por qué esta diferencia? Los pobres del mundo viven insertos en lo que Fernand Braudel llamaba la vida material o «el océano de la vida cotidiana», el reino del autoconsumo, «lo habitual, lo rutinario», la esfera básica de la vida humana, que en su opinión es el «gran ausente de la historia» (Braudel, 1985: 22). Esta vida material es el reino del valor de uso, que queda por fuera del mercado:

      Aquel que solo acude al pueblo para vender pequeñas mercancías, unos huevos o una gallina, con el fin de obtener las monedas necesarias para pagar sus impuestos o comprar una reja para el arado, roza tan solo el límite del mercado. Permanece inmerso en la enorme masa del autoconsumo. (Braudel, 1085: 28)

      ¿Acaso no es esta la vida cotidiana de millones de personas en el mundo, aun en las ciudades? Las periferias urbanas, donde vive la inmensa mayoría de los sectores populares del mundo, representan un estilo de vida similar al que describe Braudel para la vida rural de la época. Esa vida cotidiana no se puede comprender desde la lógica de la economía capitalista, desde la centralidad del varón, la organización vertical, la cultura política de demandar al Estado.

      Los espacios colectivos, el mercado, el comedor y la cocina populares, la economía informal, son los espacios de la reproducción de la vida, donde coexisten las madres con sus hijos e hijas, pero también varones adultos que juegan un papel diferente al del obrero fabril, ya que acompañan las tareas y cuidados que supone la reproducción. Millones de mujeres en América Latina participan en movimientos que son, en los hechos, movimientos para sostener la reproducción. La primera tarea es el comedor popular, el vaso de leche o la merienda escolar; participan en actividades de apoyo escolar, o relacionadas con la salud y los servicios colectivos del barrio.

      La vida cotidiana es el lugar de las mujeres y de las familias. Las mujeres van siempre con sus hijos, son mujeres madres, y eso define el papel central de las familias en los movimientos. En sentido estricto, las mujeres son reproductoras, cuidadoras, criadoras, y también sostenedoras de lo colectivo. El paso político fundamental es el pasaje de la reproducción en la casa familiar a la reproducción colectiva en movimientos. Esto no se suele visibilizar, no se le da un estatuto político a la tarea de la reproducción colectiva ni se consideran sujetos políticos a las mujeres que los realizan.

      Ese protagonismo femenino en los levantamientos populares está conectado con su enorme protagonismo en la vida cotidiana (vida material en Braudel). Las izquierdas tienen dificultades para ver ese protagonismo diario; más aún para considerar que esa actividad es política. Tan política como la vida laboral del obrero en su puesto de trabajo. La inferiorización y la no visibilización de la reproducción van de la mano con la no consideración de los mercados como lugares donde se enuncia el discurso de los oprimidos, donde se organiza la alimentación, los intercambios básicos, el cuidado de los hijos, donde transcurre parte fundamental de la vida de los sectores populares.

      La primera tarea de la persona que ingresa al Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) es convencer a su familia. Esto tiene dos dimensiones: la seguridad, ya que la familia es el círculo íntimo que no va a traicionar, y la dimensión política, que considera a las familias como los núcleos básicos de la organización y de la producción-reproducción de vida.

      El zapatismo considera que es en los lugares donde hacen su vida cotidiana, «donde los de abajo toman las grandes decisiones, donde nace el Ya Basta de cada quien, donde crece la indignación y la rebeldía, aunque luego sea en las grandes movilizaciones o acciones donde se hace visible y se convierte en fuerza colectiva y transformadora» (EZLN, 2005). La boliviana Silvia Rivera, en un amplio estudio sobre el trabajo por cuenta propia de las mujeres aymaras en El Alto y La Paz, destaca el papel de la familia y de las relaciones de parentesco y reciprocidad en el éxito o fracaso de sus emprendimientos, para concluir que entre ellas «la política no se define tanto en las calles como en el ámbito más íntimo de los mercados y las unidades domésticas» (Rivera, 1996: 132).

      En Sociología de una revolución, Fanon dedica un capítulo a la familia argelina y otro a las mujeres. Sostiene que la lucha revolucionaria comienza a modificar la inmovilidad de la sociedad dominada al punto que la sociedad colonizada percibe que para vencer el colonialismo «debe realizar un enorme esfuerzo sobre ella misma, poner en tensión todas sus articulaciones, renovar su sangre y su alma» (Fanon, 1966: 79). Relata los cambios en el papel de las mujeres una vez que se incorporan a la lucha: exigen poder elegir a sus parejas y poder divorciarse. Analiza el papel del velo, de modo muy diferente a como lo comprenden los intelectuales colonialistas, convertido en mecanismo de resistencia, resignificando su papel anterior.

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