Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

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Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi

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en el espacio local. Es imposible no notar cómo el argumento antropológico anglosajón se viene acercando, entonces, a aquellas reflexiones desarrolladas una década antes por antropólogos sudamericanos como Segato y Grimson. La crisis que la globalización provocó a las concepciones modernas de Estado-nación derivó en un reforzamiento, protección y represión social, los cuales fueron magnificados en ciertas zonas transfronterizas y específicamente a aquellos Estados que mantuvieron conflictos bélicos con sus vecinos circundantes. Este escenario ha provocado, desde los atentados de las torres de Nueva York en 2001, la creación de dispositivos para influir en la vida diaria de los habitantes transfronterizos, desconociendo y anulando la historia o tradiciones locales comunes que comparten las naciones limítrofes (Grimson, 2005). Asimismo, se identifica que esta tendencia dio origen a otra: el control de los flujos migratorios que transitan por las fronteras (Grimson, 2005). Lo anterior se ampara en el discurso de “seguridad” de los Estados, que defiende que, tras la globalización, urge la necesidad de redefinir sus territorios y los principios de pertenencia de su población (como, por ejemplo, la cultura popular nacional) (Kearney, 2004).

      Stephen hace hincapié en que la visión sincrónica, que el argumento transnacional muy a menudo reproduce, no puede ser aplicada a las comunidades fronterizas. Debido a esta complejidad histórico-regional-local, Márquez y Romo (2008: 1) afirman que las zonas de frontera son espacios donde las familias, comunidades y sujetos negocian identidades mientras interaccionan situacionalmente, de manera intensa, con dinámicas políticas, económicas y sociales macro-escalares. Finalmente, Stephens (2012: 473) propone que el estudio de comunidades transfronterizas debe ser construido a partir del análisis sobre los diversos cruces de frontera que sus miembros realizan y experimentan –tanto de las fronteras literales como de las metafóricas–. La comprensión de cómo los sujetos logran llevar a cabo estos cruces nos permitiría, dice, comprender el tipo de agencia que las personas pueden personificar frente al Estado-nación:

      Una imagen de múltiples capas, históricamente compleja y contemporáneamente rica de todas las fronteras que los migrantes cruzan y llevan consigo en múltiples situaciones y lugares proporciona un sentido de los contrapesos que existen al poder de los Estados-nación para imponer fronteras legales y físicas en la vida de las personas; para controlar policialmente sus propias fronteras en cualquier momento o lugar, y para mover por la fuerza y eliminar a los que están excluidos (Stephen, 2012: 473. Traducción propia).

      Como ejemplifica la historia de Rafaela, las comunidades transfronterizas estarían caracterizadas por la interseccionalidad de formas diversas de frontera que, no obstante, son desafiadas circunstancialmente –de acuerdo con las posibilidades históricas del contexto–, por sus integrantes.

      Pero, ¿estamos realmente en condiciones de afirmar que la experiencia fronteriza de las familias, sujetos y redes sociales les otorga una diferencia radical en relación con las comunidades migrantes que han recibido el sello de “transnacionales”? ¿Estamos en condiciones de plantear la inadecuación del concepto transnacionalismo migrante en las zonas de frontera? Estas interrogantes son especialmente relevantes, porque la teoría transnacional también nos ofrece elementos críticos que permiten redimensionar los “puntos ciegos” del debate sobre las zonas fronterizas. Entre estos puntos, nos interesan particularmente tres.

      El primero refiere a la presión analítica que recae sobre la reformulación del concepto de sociedad (Levitt y Glick-Schiller, 2004: 61). La perspectiva transnacional explicita que la forma como hemos pensado las instituciones sociales –la familia, la ciudadanía y el Estado-nación– requiere una atenta revisión (Levitt y Glick-Schiller, 2004: 61; Gonzálvez y Acosta, 2015: 126-128). Esta revisión, efectivamente, se ha venido realizando en los últimos años, pero su operacionalización ha demandado asumir una perspectiva de género que, tanto las teorías sobre la migración como aquellas sobre las fronteras invisibilizaron durante buena parte del siglo XX (Gonzálvez, 2007; Hondagneu-Sotelo, 2000).

      El segundo punto se refiere, entonces, al llamado que la perspectiva transnacional hace en favor de dar centralidad al protagonismo que las mujeres han asumido en los procesos de transnacionalismo de los sujetos, colectivos e instituciones migrantes. Esta invisibilidad del papel de las mujeres es especialmente controvertida en contextos sudamericanos, debido al relevante rol que ellas desempeñan en los colectivos migrantes de diferentes países (Martínez, 2003, 2009). Son ellas quienes inician el proceso de desplazamiento internacional que movilizará a sus comunidades de origen, actuando como los puntos nodales de unas redes sociales que tienden a transnacionalizarse progresivamente (Alicea, 1997).

      Aunque discreta en la primera década del siglo XXI, entre 1990 y 2000 la feminización de las migraciones se generalizó en América Latina, estando asociada a dinámicas económico-políticas globales (Mora, 2008). Desde 1980, las reformas neoliberales en Latinoamérica provocaron un desempleo masivo asociado con la precarización de condiciones laborales en general. Debido a la persistencia de patrones patriarcales, se reproduce una división social del trabajo en la que el hombre se encarga del recurso económico (actuando en el mercado productivo), mientras la mujer se hace cargo del cuidado del núcleo familiar (Sorensen y Vammen, 2014). El desempleo generalizado deviene en la incapacidad de los hombres de atender a esta expectativa social. Con esto, el proceso de ruptura de las familias (con el abandono del hogar por parte de la figura masculina) se incrementó entre los sectores sociales más pobres y de clase media baja, incrementando el porcentaje de mujeres que asumirán solas las tareas productivas y reproductivas. En diferentes naciones de América Latina, incluyendo a Perú, país de origen de las migrantes que son protagonistas de nuestro estudio, esta doble responsabilidad constituyó un incentivo central a la migración femenina internacional. Esta circunstancia se vio reforzada por los cambios económicos producto de la globalización asimétrica entre las diferentes regiones (Mora y Montenegro, 2009; Tijoux 2007). Paralelamente, en las sociedades destino, existe la necesidad de mano de obra de bajo costo económico para la reproducción del trabajo doméstico, para llevarse a cabo aquellas tareas antes realizadas por las mujeres nativas quienes, debido a su entrada al mundo laboral y su sobrecarga de funciones domésticas y familiares, pasan a demandar trabajadoras que les sustituyan en estas actividades (Mora, 2008; Sassen, 2003).

      Cuando empezaron a articular familias, grupos y comunidades organizadas sobre diferentes territorios nacionales (Sorensen, 2008) a través de su propia migración, las mujeres globalizaron sus localidades (Freeman, 2001), reinventaron los procesos de crianza de hijos/as, y también de cuidados al interior de las familias (Aranda, 2003; Hondagneu-Sotelo y Ávila, 1997). Todo esto no solamente se confirmó, sino que además se configuró de forma aún más intensa en territorios fronterizos como Tacna y Arica. Por otro lado, su protagonismo en la movilidad familiar también implica que las migrantes asumirán el papel de motor de una actividad económica (Hondagneu-Sotelo, 2000), que impactará en la manera como las familias se constituyen, específicamente en las relaciones maritales y el papel social atribuido a abuelos/as, tíos/as y amigos/as. Por lo general, la inserción socioeconómica de las mujeres en el mundo post-globalización reordena a escalas globales los sistemas de explotación y las jerarquías de género (Mills, 2003).

      El género es, en términos teóricos feministas, la construcción cultural de la diferencia biológica entre lo masculino y lo femenino (Lamas, 1999: 147), cuestión que también es estructurada a través de un campo conflictivo, activando procesos de dominio que repercuten tanto sobre las mujeres como sobre los hombres, generando disputas simbólicas que dan forma y contenido a las diferencias, inclusiones y exclusiones que se jerarquizan (Mills, 2003: 42). Un juego dialéctico entre identidades que es ontológicamente relacional (Butler, 2011: 39). Asumir la dimensión dialéctica de las identidades de género implica reconocer su incompletud constitutiva: lo masculino determinándose a partir de lo femenino y viceversa (Butler, 2011: 39).

      No obstante, esta incompletud no destituye los mecanismos de dominio simbólico que determinan una hegemonía de lo masculino en cuanto discurso, performance e incorporación de las formas sociales de poder. Todo lo contrario: son parte

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