Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

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de categorías dicotómicas (Gonzálvez y Acosta, 2015: 126): la compresión espaciotemporal que caracteriza a las relaciones transnacionales desautoriza encasillar a los migrantes a partir de bipolaridades reduccionistas –como “permanentes o de paso”, “residentes o temporales”– (Glick-Schiller et al., 1992).

      Tensionando este debate desde otras referencias, diferentes autores han reflexionado sobre el rol que cumple el Estado-nación en el escenario global trasnacionalizado, concordando casi siempre en su eficacia como institución generadora de desigualdades y, también por ello, de identidades (Grimson, 2000, 2005, 2003, 2011; Segato, 1999). Kearney (2003: 49) comprende al Estado como facilitador en la reproducción de la diferenciación social y cultural en el interior de la nación, lo que tiene por efecto perpetuar su (frecuentemente imaginaria) unidad constitutiva. Grimson (2005: 5) señala el rol dominante del Estado como árbitro del control, violencia, orden y organización para aquellos cuya identidad está siendo transformada por fuerzas mundiales. Fábregas (2012) sugiere caracterizarlo como un planificador territorial expansivo, un intermediario en el proceso de globalización (al que entiende como colonizador).

      En otras palabras, la identidad nacional se construye a partir de la sustantivación contextualizada de asimetrías locales y globales, de larga duración, que se jerarquizan al interior de la sociedad nacional (Segato, 1999: 117). Esto dota la construcción de las identidades de unos matices que variarán en los diferentes contextos nacionales de recepción de la migración internacional: lo global no sustituye lo local, sino que lo local toma lógicas globales (Larraín, 2001: 45). Las identidades, tanto de los nativos de las comunidades de destino como las de los migrantes, se tensionan, evidenciándose así que su proceso constitutivo es ontológicamente dinámico y dialéctico (García Canclini, 1989; Levitt y Glick-Schiller, 2004). Así, pese a que es frecuentemente reivindicada como “una cuestión cultural”, la identidad nacional es un fenómeno intrínsecamente político (Grimson y Semán, 2005). Repárese, por otro lado, que la idea de que estas formaciones de lo nacional poseen un carácter histórico conlleva asumirlas como particulares, vinculadas a las formas de construcción de cada contexto. Por ello, antropólogos sudamericanos como Grimson (2011) apostarán a un enfoque contextualista que pretende captar la experiencia social tanto desde sus macroestructuras políticas y económicas, como a partir de las variaciones y particularidades entregadas por los contextos sociales, culturales e históricos localizados. La categoría que Grimson (2011) usa para delimitar esta particular formación contextual de procesos es la de “configuración cultural”.

      Las configuraciones culturales constituyen el “marco compartido por actores enfrentados o distintos, de articulaciones complejas de la heterogeneidad social” (Grimson, 2011: 172). Incluyen, además, los campos de posibilidad de este marco compartido: las prácticas, representaciones e instituciones que efectivamente existen o que son posibles (hegemónicas o contrahegemónicas) en un espacio social determinado. Si bien son radicalmente heterogéneas, devienen en una suerte de totalidad (habiendo algún nivel de interrelación entre sus partes componentes). Por lo mismo, están dotadas de una trama simbólica común (que puede incluir significados conflictuados), compartida por los individuos y sectores sociales que las integran (Grimson, 2011: 172-174). El concepto contempla, así, que los sujetos tienen algún espacio de acción frente a las condiciones estructurales y supone una teoría del conflicto, asumiendo que el contexto local se construye desde la confrontación (entre la legitimación y la transformación).

      Sobre la construcción de una idea de nación o de la identidad nacional, Grimson (2011) asume la premisa de que los grupos sociales se encuentran en relación, y que la identidad no puede construirse de otra forma que no sea delimitando lo que es “uno” y lo que es “otro”. La identidad sería, entonces, un proceso relacional y dialéctico. Comparte, así, las críticas de los enfoques constructivistas sobre la construcción histórica y social de la nación. Sin embargo, avanza en las ideas sobre cómo se construye este proceso relacional, reafirmando la importancia de los Estados en él. El ejemplo más claro sería la persistencia de estos en los mecanismos de control de las fronteras, un ejercicio que parece reforzar no solamente la presencia, sino la existencia misma de las entidades estatales (Grimson, 2011: 114).

      Es posible afirmar, entonces, que esta perspectiva antropológica crítica producida desde contextos sudamericanos complementa el argumento sobre el transnacionalismo migrante. Esto en cuanto contempla que la construcción de identidades nacionales no solo se conformaría desde lo imaginado: ella requiere de un sustrato que permita identificar a los sujetos entre sí (Grimson, 2011: 167). La experiencia, como una expresión del contexto social, cultural, político y económico, rebosante de significado, y la historia compartida que se va sedimentando en esta experiencia, serían los sustratos que permiten reforzar esta identidad. Así las cosas, la comprensión de los procesos de conformación de las identidades nacionales (especialmente en lo que se refiere a la experiencia migratoria), nos obliga a devolvernos al espacio local (Grimson, 2011: 116). Precisamente, a aquello que definimos en el capítulo anterior como las “situaciones sociales”.

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