Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

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Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi

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última definición nos remite a Bourdieu, quien comprendía el campo “como una esfera de la vida social que se ha ido autonomizando de manera gradual a través de la historia en torno a cierto tipo de relaciones, intereses y recursos propios” (Manzo, 2010: 398). Los campos sociales serían cruzados por luchas y fuerzas tendientes a la transformación y, simultáneamente, a la conservación. Funcionan debido a que los agentes “invierten en él, en los diferentes significados del término, que se juegan en él sus recursos [capitales], en pugna por ganar” (Bourdieu en Manzo, 2010: 398). Ellos están, consecuentemente, atravesados por diferentes formas de capital –social, cultural, simbólico, económico– que los sujetos van apropiando de acuerdo con las posibilidades y limitaciones que sus posiciones sociales en este mismo campo condicionan (con relación a las jerarquías y estructuras de distinción).

      Bourdieu usa el concepto para pensar las relaciones dentro de un espacio social dado. Pero la extrapolación de la categoría hacia la idea de “transnacionalismo” conlleva asumir que los migrantes están operando la renegociación de su asignación a los campos sociales de dos o más localidades (en dos o más países) simultáneamente. Esto implica que están entrecruzando, a partir de su agencia, los capitales de por lo menos dos campos. Por ende, los campos sociales transnacionales provocan una interconexión simultánea de las características contextuales (sociales, históricas, políticas y culturales) de las localidades a las que conecta (Glick-Schiller, et al., 1992). El transnacionalismo acarrearía, en este sentido, dos tipos de desplazamiento de los sujetos: uno referente a su trayectoria dentro del campo social de su país de origen; y otro referente a su trayectoria social en el campo de la sociedad de destino. Se trataría, así, de cruces de los límites internos y externos del grupo de origen, pero condicionado por “procesos de participación en ambas regiones o localidades (emisoras y receptoras)” que “no se dan de manera independiente ni sucesiva, sino de manera dependiente y simultánea” (Baeza, 2012: 48).

      Diversos autores (Massey et al., 1993; Massey et al., 1994; Portes et al., 2002) han preconizado trabajar este campo migratorio transnacional enfocándose específicamente en cómo los migrantes articulan en él dos tipos de capitales: los sociales y los culturales. El capital social migrante, usualmente asociado a las redes migratorias, se define como “la suma de los recursos reales o potenciales que están vinculados a la posesión de una red duradera de relación más o menos institucionalizada de conocimiento o reconocimiento mutuos” (Bourdieu en Portes, 2000a: 45. Traducción propia). Las redes sociales migrantes transmiten información, proporcionan ayuda económica y prestan apoyo a los migrantes de distintas formas. Por consiguiente, ellas facilitan la migración, al reducir sus costos y la incertidumbre que frecuentemente la acompañan (Massey y Aysa-Lastra, 2011).

      Esta red duradera no es naturalmente dada, tejiéndose a partir de estrategias orientadas a la institucionalización de las relaciones de grupo y puede definirse como: 1) las relaciones sociales de estos migrantes en sí mismas, cuando dan acceso al conocimiento y a los recursos de que disponen los miembros de la red; y 2) la cantidad y calidad de recursos (Portes, 2000a: 45). Además, el flujo de información y recursos es bi o multidirecciónal, fortaleciendo los lazos entre los distintos componentes de la red.

      El capital cultural, a su vez, correspondería a los conocimientos y recursos incorporados por los migrantes y difundidos a través de sus redes. Según Bourdieu (2011: 214), se pueden distinguir tres estados del capital cultural: 1) incorporado, 2) objetivado e 3) institucionalizado. El primero de ellos, que nos interesa particularmente para los propósitos del libro, se vincula a la noción del habitus, relacionándose con la inscripción corporal de los conocimientos, prácticas y costumbres por parte de los sujetos y colectividades. Un estado que involucraría, en el contexto de nuestro estudio, nociones históricas de alteridad respecto al fenotipo (maneras corporales: hexis) o las construcciones ideológicas de raza sobre las migrantes peruanas, ya sea por su condición “ontológica/nacional”, u otras asociaciones conceptuales entre su identidad y las prácticas culturales que ellas protagonizan cotidianamente en Arica (actitudes o apreciaciones morales: ethos) (Bourdieu, 1991).

      Por otro lado, autores como Besserer (2004) piensan esta vinculación entre conocimientos y redes migrantes, concibiendo a las trayectorias subjetivas y comunidades transnacionales desde perspectivas espaciales menos materialistas. Esto los lleva a desplazar el foco hacia la construcción de “topografías transnacionales”, dando centralidad al imperativo de representar la espacialidad de las comunidades y sujetos basándose “no en la distancia que las separa, sino en la densidad y frecuencia de las prácticas comunitarias que les acerca” (Besserer, 2004: 8).

      Obsérvese especialmente que, al mismo tiempo en que aboga por el reconocimiento de esta forma de agencia migratoria, el transnacionalismo sedimenta la noción de que los procesos económicos globales y la continua persistencia de los Estados-nación como inscriptores de pertenencias siguen conectándose con las relaciones sociales, acciones políticas, lealtades, creencias e identidades de los migrantes en su vida cotidiana (Glick-Schiller et al., 1992). Por ello, el transnacionalismo se superpone conceptualmente con la definición de globalización (Stefoni, 2014: 43-44), aunque siempre enfatizando, en términos teóricos, la dimensión política de las restricciones que, más allá de toda circulación migratoria posible, no han cesado de existir.

      En esta última línea, Kearney (1995: 548) subraya el contenido político del término, apuntando que el transnacionalismo fija la atención del investigador a los proyectos político-culturales de los Estados-nación. Esto en la medida en que los mismos buscan hegemonizar procesos con otros Estados, con sus propios ciudadanos y con sus “aliens”. Bloemradd et al. (2008), complementariamente, consideran que la condición transnacional de los migrantes desafía las políticas estatales y los principios de derechos de ciudadanía, fundamentándose estos últimos en marcos jurídicos que definen la movilidad humana como “contenida” por las fronteras del Estado. Ante este argumento, Garduño (2003: 26) expondrá la necesidad de cuestionar constantemente “la celebración del transnacionalismo” desde la cual se deja de contemplar la influencia estatal en las fronteras nacionales, cayendo en una perspectiva poco cercana a la realidad (a la que aludimos con la expresión “transnacionalismo metodológico” en el Capítulo I).

      En lo que se refiere a la constitución de las identidades, la perspectiva transnacional apunta a que existe una diferencia entre las formas de “ser” y “pertenecer” experimentadas por los migrantes (Levitt y Glick-Schiller, 2004). El campo social en que ellos se desenvuelven contiene las relaciones y prácticas sociales específicas de las que son parte los sujetos. Pero las identidades y “formas de ser” derivadas de estas prácticas son relativas: dependerán de las disposiciones que los mismos migrantes escogen, asumen o reciben (a veces impositivamente) en sus entornos sociales y en el proceso migratorio. Las “formas de pertenecer”, a su vez, refieren específicamente a aquellas actividades y relaciones que buscan la actualización de la identidad mediante el ejercicio práctico (material y simbólico) consciente de los grupos sociales. Consecuentemente, la experiencia de los migrantes

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