Des/venturas de la frontera. Menara Guizardi

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Des/venturas de la frontera - Menara Guizardi

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habría que hacer una breve digresión para explicitar cómo, en los primeros trabajos dedicados al debate sobre las comunidades migrantes transnacionales, las fronteras se convierten, contradictoriamente, en un elemento crucial, pero invisibilizado. Crucial, porque el acto de atravesar fronteras se asume como el estopín (o como parte fundamental) del proceso que dota al sujeto migrante de transnacionalidad. Invisibilizado, porque gran parte de los estudios priorizó trabajar las comunidades migrantes en grandes centros urbanos del norte global, que están lejanos a las fronteras. Con esto carecen de una problematización suficiente sobre cómo las zonas fronterizas son productoras de experiencias de movilidad humana que (re)configuran lo nacional. En síntesis: las investigaciones sobre migraciones transnacionales han partido por enfatizar las fronteras, pero sin estudiar las zonas fronterizas. De hecho, muchos investigadores pasaron a usar la noción de “cruce fronterizo” como una metáfora para entender el tipo de desplazamiento social, cultural, político e identitario que los migrantes viven en las localidades de destino. Así, el transnacionalismo alude a la frontera, pero sin hacer de ella un eje prioritario de análisis.

      La problematización sobre el papel de las zonas fronterizas vendría de la mano de investigadores que, trabajando en estos territorios, empiezan a generar categorías particulares para pensar el tipo de interconexión entre Estados-nación y localidades que nacen, precisamente, de los desplazamientos en estas áreas. Gracias a sus trabajos, las Cross-Border Regions [regiones transfronterizas], situadas en la confluencia de dos o más espacios nacionales (Perkmann y Sum, 2002), emergieron como ejes centrales para la investigación (Campos y Odgers, 2012). Se pasa a discutir estas zonas como territorios condensadores de fenómenos multiescalares (Sum, 2003), que desafían las ideologías fundantes del Estado-nacional: la separación (étnica, fenotípica, cultural) entre los “unos” y los “otros” y la limitación espacialmente demarcada de aquello que pertenece a la nación (Kearney, 1991). Estos investigadores han dado cuenta tempranamente que estas tensiones no redundarían en un cambio idílico del escenario de divisiones entre países: ni en la globalización, ni después de ella (Wilson y Donnan, 1998: 1).

      Atentos a las dialécticas en la frontera (Wilson y Donnan, 1998: 3) –entre movilidad y restricción; legalidad e ilegalidad; pertenencia y desarraigo–, antropólogos anglosajones pasaron a teorizar los espacios fronterizos a partir de la tensión entre sujeto, historia y cultura ya desde los 90 (Grimson, 2003: 15). Kearney (2004), por ejemplo, reproduciendo el argumento de Wilson y Donnan (1998: 9), sostuvo que los territorios fronterizos están cruzados por tres dimensiones políticas constitutivas de su espacialidad: las fronteras literales, materializadas como demarcaciones político-territoriales; las identidades, cruzadas por las variables etnia, clase y nacionalidad; y los regímenes políticos, entidades oficiales y no oficiales encargadas de trazar y hacer respetar los límites político-identitarios. Las fronteras serían, entonces, espacios plurales donde los Estados-nación actúan estructuralmente, mientras que los sujetos también actúan resignificando y negociando la jerarquización clasificatoria del Estado (Brenna, 2011: 12).

      Los antropólogos que trabajan territorios fronterizos sudamericanos han seguido estas reflexiones dialécticas. Grimson (2000: 28), por ejemplo, señaló que la porosidad de las fronteras “no implica necesariamente una modificación de las clasificaciones identitarias y autofiliaciones nacionales. Más bien, es sobre la existencia de la frontera que se organiza un sistema social de intercambios entre grupos que se consideran distintos”. Así, el que la gente cruce fronteras no conlleva su desaparición (Cardin, 2012). Las asimetrías jurídicas, políticas, económicas e identitarias entre las naciones colindantes, aceleradas por la globalización, provocarían la emergencia de prácticas sociales que buscan beneficiarse de estas diferencias, producto de la liminalidad entre lícito e ilícito y entre pertenencia y desarraigo (Grimson, 2005). Estas prácticas usan la circularidad transfronteriza para lograr beneficios e intereses.

      Esta consideración nos obliga a distender el propio concepto de “migraciones”, para abarcar a procesos de movilidad y bi-residencialidad transfronterizos que se asemejan más a una lógica circular que a una migración que busca establecerse o fijarse en el espacio. Reflexiones como estas sedimentaron la noción de que la condición fronteriza altera la manera como la acción de personas o grupos sociales, y las características macroestructurales del contexto, se engendran en la construcción de “lo local” implicando, a su vez, procesos de mutua conformación con fenómenos “globales” (Kearney, 1995; Perkmann y Sum, 2002). Esta doble relación es inherentemente dialéctica (Kearney, 1991, 1995) y problemática (Agnew, 2008: 175), articulando en las fronteras cambios “en los horizontes temporales (como el tiempo-comprimido y el tiempo-memoria de las naciones) y en escalas espaciales (como las escalas global, regional, nacional y local)” (Sum, 2003: 208. Traducción propia).

      En los años 2000, la sociabilidad dialéctica articulada en las zonas fronterizas fue asumida por los investigadores anglosajones como una excepcionalidad que justificaba que los grupos sociales y familias en estos territorios recibieran una denominación propia: “comunidades transfronterizas”. Pero ya a partir de 2010, el término ha ganado una nueva relevancia en los debates sobre las experiencias de movilidad post-globalizadas. En el marco de un posicionamiento crítico en abierta oposición a los usos más establecidos del concepto de transnacionalismo, se viene proponiendo la categoría “comunidad transfronteriza” como una alternativa a ser empleada incluso en los debates sobre migrantes que no viven en espacios de frontera:

      Dado que la mayoría de los procesos de migración e inmigración implican históricamente el cruce de las fronteras étnicas, raciales, culturales, coloniales, regionales y estatales, así como de las fronteras nacionales, el concepto de transfronterizo es más amplio que “transnacional”, el cual enfatiza aquellas fronteras controladas por el Estado y centra al Estado-nación como la principal entidad con la que los migrantes interactúan (Stephen, 2012: 456. Traducción propia).

      El argumento central de este debate sobre las comunidades transfronterizas afirma que ellas constituyen realidades condensadoras de las contradicciones, paradojas, diferencias y conflictos de poder entre el capitalismo contemporáneo global y los Estados-nación; y que las prácticas locales de estas comunidades constituyen un entramado disruptivo de las asimetrías globales (Álvarez, 1995: 447). Stephen (2012: 473) enumera algunos puntos definitorios de estas particularidades de las comunidades transfronterizas a los que enuncia como “en tensión” con la definición de comunidades transnacionales.

      El primero se refiere a que se trata de comunidades con trayectorias históricas y actuales muy complejas, lo que demanda el uso interconectado (sofisticado, dice) de diversas herramientas analíticas. El segundo se refiere a que, en los estudios transnacionales, se enfatiza la acción de individuos conectados entre sí a través de la migración hacia espacios lejanos, reproduciendo así formas de “nacionalismo de larga distancia” que son centrales en la conformación de la comunidad migrante (Stephen, 2012: 473). En las zonas transfronterizas, sin embargo, formas muy diferentes de construir la conexión entre sujetos y comunidades tienen lugar y, desde allí, habría que abandonar visiones etnocéntricas que sobre-enfatizan al individuo, para dar más énfasis a las redes familiares, sociales, políticas. En tercer lugar, la transfrontericidad provoca una experiencia de simultaneidad entre espacios nacionales mucho más radical que la migración transnacional de larga distancia, provocando, al mismo tiempo, una interacción más intensamente radical entre elementos constitutivos de la interseccionalidad de los sujetos en el campo social. Las comunidades transfronterizas:

      Son capaces de construir conexiones en múltiples espacios a la vez y pueden construir, mantener y reelaborar identidades que incorporan formas dispares de relaciones raciales, étnicas, regionales, nacionales, de género y de parentesco. Esta discusión ha buscado específicamente desmantelar la homogeneidad del nacionalismo proyectado a través de las fronteras y destacar la importancia de las historias regionales del colonialismo y las jerarquías raciales, étnicas y de género vinculadas a esta historia (Stephen, 2012: 473. Traducción propia).

      La historicidad –de lo nacional, de lo regional y de lo local– es tanto

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