Historia de una desobediencia. Aborto y feminismo. Creusa Muñoz
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La historiadora italiana Silvia Federici analiza cómo la sexualidad, la procreación y la maternidad se han colocado en el centro de la teoría feminista y de la historia de las mujeres. Con un criterio a contrapelo del marxismo ortodoxo, esta pensadora recupera la triangulación necesaria entre las categorías de sexo, raza y clase para reconfigurar el discurso sobre las mujeres, la reproducción y el capitalismo:
Las feministas han sacado a la luz y han denunciado las estrategias y la violencia por medio de las cuales los sistemas de explotación, centrados en los hombres, han intentado disciplinar y apropiarse del cuerpo femenino, poniendo de manifiesto que los mismos han constituido los principales objetivos –lugares privilegiados– para el despliegue de las técnicas de las relaciones de poder. (80)
Efectivamente, la enorme cantidad de estudios feministas que se han producido desde principios de los años 70 acerca del control ejercido sobre la función reproductiva de las mujeres, los efectos de las violaciones, el régimen de maltrato y la imposición de belleza como condición de aceptación social, constituyen una contribución fundamental al discurso sobre el cuerpo en nuestros tiempos. Por lo tanto, Federici considera errónea la atribución de este hallazgo, en forma exclusiva y por parte de la academia, al filósofo francés. Y así defiende su postura: “Las feministas han acusado al discurso de Foucault sobre la sexualidad de omitir la diferenciación sexual, al mismo tiempo que se apropiaba de muchos saberes desarrollados por el Movimiento Feminista”. (81) Como señala la socióloga Mabel Campagnoli: “Foucault no considera particularmente la operación de género en su análisis del dispositivo. Millet revela el carácter político de la sexualidad y sus implicancias para las mujeres, cuestión no relevada por este autor”. (82) Esta crítica resulta sumamente acertada porque encuentra en sus conceptos las marcas de la producción feminista, si bien lo significativo sería que las ideas se expandan hasta el punto de no disponer de una propiedad intelectual y, en cierto modo, olvidar de dónde salieron. Lo importante reside en apropiarse de las herramientas de liberación.
Por lo demás, este movimiento maduro y en ascenso arrojó un emblema tan trascendente que se instituyó como el paradigma ideológico del feminismo hasta nuestros días: “Lo personal es político”. A decir verdad ese enunciado, supuestamente anónimo, recorrió el mundo, ganó popularidad como un grito de guerra feminista y se oyó con frecuencia, hacia fines de los años 60 y principios de los 70. Fueron varios los nombres de las activistas de grupos encumbrados a las que se les adjudicó su sello. Siempre este tema ha sido objeto de debate y, lo más probable, es que se trate de un lema no atribuible a una sola persona sino más bien a una producción intelectual colectiva interdisciplinaria y de reflexión crítica acuñada por el feminismo de la Segunda Ola, que habilitó tanto a las mujeres como a otros grupos subalternos, también, a interpretar el orden jerárquico y desigual que regula el régimen de lo íntimo y de lo privado, a enfocar el cuerpo en sus relaciones con el poder, la violencia y la sexualidad.
Para volver a las palabras de Campagnoli, ella considera que “para dicho movimiento ese eslogan representaba tanto un proyecto político como un espacio político. La politización de los cuerpos y de las sexualidades permitió desocultar la neutralidad de lo público y evidenciar el carácter socio-histórico de las relaciones íntimas y de la construcción de las subjetividades”. (83) “Siento mi casa como una trampa”, bramaba la escultora Louise Bourgeois, famosa por su monumental araña Maman de más de nueve metros de largo.
LA HETEROSEXUALIDAD EN LA MIRA
Así, comenzada la década del 70, varias tendencias feministas coincidieron en que la propuesta “la política del cuerpo” desempeñase un papel fundamental en el debate sobre la sexualidad femenina y los cambios implicados en los distintos órdenes. A partir de ese ideario, se cuestionaba lo que hasta ese entonces era considerado el patrón normal de la sexualidad.
Con tenacidad, las activistas suscribían la idea de que el cuerpo femenino estaba disciplinado para cumplir los férreos intereses de las normas heterosexuales. En aquellos días, estas preocupaciones eran francamente luminosas. Se advertía sobre la enajenación de los cuerpos al servicio de las necesidades del estado, de la iglesia, de las grandes corporaciones médicas y, en especial, de los varones con los que convivían. Abrieron caminos de reflexión pero también provocaron osadas batallas. Era preciso entonces explorar nuevas formas de acercamiento erótico. Y así fue que, junto con el placer físico prometido por el régimen heterosexual, se derrumbaron, como en el crepúsculo de los dioses, el orgasmo vaginal, la penetración y la pretendida frigidez femenina. Al evaluar las conquistas a partir de las propias experiencias, el orgasmo clitoriano, la masturbación, el lesbianismo y, en general, la relación con el propio cuerpo se convirtieron en requerimientos fundamentales del movimiento feminista. Demandas de este orden ofrecían una fuerte carga liberadora que estimulaba una lucha de la política sexual al tiempo que se valoraba la experiencia personal como fuente de conocimiento, en el extremo opuesto de las teorías investidas tanto por la medicina como por la religión.
Esos modos de placer ajustados a la decisión femenina ganaron la delantera. Quien corrió la cortina para mirar dentro de la cama fue Christiane Rochefort, la famosa novelista de El reposo del guerrero. En un escrito al respecto, puso blanco sobre negro al decir que “el coito es convencional no por su posición sino por su toma de posición, y que cuando es utilizado, desviado, institucionalizado, no tiene de sexual más que la ubicación”. (84) Y con intenciones de ventilar algunos trapitos al sol, su crítica apuntó en dirección al miembro viril: “El poder está en la punta del falo, entonces que se lo metan de nuevo en el pantalón. Envuelto en el pañuelo, en caso de necesidad”. (85) Por lo tanto, ese vergel del gozo femenino (mediante la unión tradicional), que también la revolución sexual prometía como un edén de pronto alcance, sucumbió al ser rebatido por la mayoría de los textos inaugurales de aquel momento. Hubo una disputa cuerpo a cuerpo con el régimen heterocentrado –aunque no se conocía bajo esa denominación– porque las mujeres podían privarse de la penetración clásica e igualmente garantizar, por cuenta propia, su orgasmo.
Tanta agua fue al cántaro que al final se propuso como panacea de la liberación feminista la abstención sexual con los varones. Por cierto, los argumentos no faltaron. A Roxanne Dunbar la indignaba ver cómo sus pares agachaban la cabeza: “Las mujeres deben, por supuesto, tener el control de sus cuerpos y no sentir nunca que deben someterse a las relaciones sexuales por temor a perder a un varón. Parece evidente que el problema sexual es un problema del hombre y que él tendrá que elaborarlo. Ellas han estado aceptando esa responsabilidad durante demasiado tiempo. Ahora deben hablar de estrategias políticas, no de sexo”. (86)
A las casadas se les permitía amar, hacer el amor, gozar de hacer el amor, solo con sus maridos. Estaban privadas de tener sexo previo al matrimonio, por lo tanto, no había modo de comparar. En ello consistía el secreto de la virginidad. Así, dominadas y oprimidas por las represiones y los miedos, simulaban una entrega no siempre sentida ni correspondida. Sin ir más lejos,