Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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la nuestra, con una saña incalificable, se derriban los legendarios murallones, testigos de hazañas inconmensurables y guardadores de innúmeros recuerdos, cuando todo lo antiguo, lo empolvado, lo evocativo, lo santo, se hunde ante la impiedad férrea de la pica, y con esa tierra que debía ser inviolable se construyen horribles palacios modernos y arañacielos simétricos, cuando todo eso pasa, Bogotá, que conserva aún incólumes ciertas bellas tradiciones, ha visto con beneplácito la determinación tomada por la Sociedad de Embellecimiento en favor de las obras de arte, de las viejas iglesias y de aquellos edificios que nos unen al pasado por un polvoroso lazo de recuerdos.

      ¡Las viejas iglesias! Las dulces iglesitas coloniales, duras, macizas, inarmónicas por fuera, suaves, deliciosas por dentro.

      Los que las amamos a ellas, aunque seamos un tanto escépticos, los que vamos allí en las horas tediosas del mediodía, a soñar junto a los lienzos desteñidos de Vásquez, entre el aromado incienso de la mañana que aún flota adherido a los sillares, cuando sólo el solemne rezar de una beata sonoramente aumentado, y el chisporrotear intermitente de los cirios votivos interrumpen el encantado silencio conventual, profundo, conquistador de nuestros espíritus, los que por todo eso y por muchas otras indefinibles cosas, amamos las vetustas iglesias coloniales, sabemos bien lo que vale la iniciativa de estos nobles caballeros, que vienen hoy a proteger los monumentos tradicionales, añoradores, que el olvido ha sepultado, el polvo ha cubierto, y la ignorancia bárbara ha casi destruido.

      Vaya un apretón de manos para ellos.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 14 de marzo de 1918.

      4 Gustavo Santos (1892-1967), escritor y músico. En la revista El Gráfico de Bogotá, del 15 de septiembre de 1917, había publicado un artículo sobre el estado de las iglesias coloniales bogotanas.

      Películas policiales

      Nuestro público está tomando mucho gusto a esas interminables películas de ladrones y detectives, que las grandes casas cinematográficas de los Estados Unidos, después de hacerlas saborear a los flemáticos yanquis, nos remiten por docenas.

      ¿Habrase visto algo más estúpido y disociador que una de esas películas norteamericanas, a la manera de El millón de dólares, que nuestras gentes del pueblo y muchas que no lo son, aplauden desenfadadamente?

      Siempre, en todas ellas, veréis a una ingenua muchacha de quince años a quien unos cuantos papanatas armados de pistolas inconmensurables, que nunca disparan, le han tomado el pelo persiguiéndola día y noche por cielo, tierra y mar, con evidentes intenciones de estrangularla, electrocutarla, fusilarla u otras barbaridades por el estilo, lo que desgraciadamente no se lleva a cabo jamás porque, como es natural, se acabaría la función.

      También veréis a un hombre despavorido, a quien persiguen no sé quiénes y que en un momento de aprieto se precipita desde el vigésimocuarto piso de un rascacielos. Todos pensamos que se ha hecho pedazos contra las baldosas. Pero cuando estáis en un grado de excitación máxima, creyendo oír ya el chasquido del cráneo que se rompe contra las piedras, nuestro hombre, con una fortuna verdaderamente yanqui, cae sentado en los cojines de un lujoso automóvil que, por casualidad, pasaba en ese instante.

      Contemplaréis, así mismo, a cierto personaje sugestivamente enmascarado a quien sorprenden frente a su escritorio media docena de incautos polizontes, armados de las indispensables pistolas. Pero en el mismo momento de ser aprehendido, el tal enmascarado aprieta un botón mágico y desaparece milagrosamente, metiéndose de bruces por el cajón más diminuto de la cómoda.

      Toda esa fantasmagoría de cosas inverosímiles y alucinantes, que puede ser una realidad común y viviente de Norteamérica, pero que a nosotros nos parece terriblemente afectada, impresiona desastrosamente la sensible imaginación de las gentes.

      El pueblo, con ese poder asimilativo asombroso que lo caracteriza y con un don de observación que no deja pasar ningún detalle, se siente verdaderamente conmovido, viviendo la vida irreal y fantástica de esos comediantes que pasan locamente por el lienzo.

      Y muchos querrán después imitar las maneras y artimañas que aprendieron: aquella chica de sombrías ojeras que sólo tiene un mezquino pañolón para cubrirse el seno, ambicionará ser una sentimental princesita del Dólar; aquel desharrapado mozalbete que ya ha ido dos veces a la policía, por cosas que no quiero decir, desea, allá en sus adentros, ser hábil y temible como el facineroso manco de La máscara de los dientes blancos. Y no perderá la ocasión de ponerlo en práctica.

      He aquí, pues, cómo las extravagantes películas policiacas que nos remiten por docenas de Norteamérica, se convierten en escuelas de inadaptados y malhechores (porque nunca es lo bueno lo que se imita) acicateando instintos latentes en gentes demasiado predispuestas a la criminalidad.

      Ya hablaremos en otra crónica de este interesante punto, porque estamos resueltos a abrir una ruda campaña contra el mal uso que suele hacerse del cinematógrafo, ese admirable prodigio de nuestro siglo.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 2 de abril de 1918.

      5 Biógrafo y cinematógrafo eran, en esa época, palabras sinónimas que designaban el aparato para proyectar filmes.

      Eduardo Castillo

      Cuando yo arribé a Bogotá, hace no sé cuántos días, rico de ilusiones y muy escaso de dineros, me eché enseguida por esas tumultuosas calles que deslumbran mis atolondrados ojos provincianos, a la caza de hombres célebres.

      Pude extasiarme entonces ante la bonachona humanidad de un Ministro; admiré la figura heroica de Laureano Gómez; contemplé, enternecido, la gloriosa calva de don Marco Fidel Suárez; visité con una sentimentalidad de radical empedernido, el sitio mismo donde habían asesinado a Uribe Uribe; el mejor día, con un fervor indescriptible, alcancé a percibir, en una Misa Pontificial, la exquisita y diminuta silueta de Guillermo Valencia.

      Pues bien, cierta mañana un amigo me tiró bruscamente de la americana: ¡Eduardo Castillo! Y era Eduardo Castillo mismo, quien, como una escuálida visión, cruzaba a pasos menudos frente a mis ojos. Con un volumen bajo las prolongadas narices, que bien pudo haber sido el Libro del buen amor o los Pequeños poemas en prosa, la figura estupenda del poeta descendía impertérritamente por la calle 12, desafiando los encuentros funestos de los vehículos y los tremendos empujones de los transeúntes.

      Porque en este naufragio del ensueño, cuando los poetas se han recortado las clásicas melenas y envidian ocultamente a “Don Gaudencio”,

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