Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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cuando el vivir es serio y profundo y a la hora de beber el vino rojo, con los ojos entornados. Más bien, ¡oh amigos míos!, que nuestras bocas, de dientes blancos y firmes, despierten la selva con sonoras carcajadas, o que nuestras cejas se unan, ceñudas, ante el hondo problema del mundo, de la vida, de la muerte.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 10 de mayo de 1918.

      8 Aquí se refiere a un personaje de una de las novelas de Anatole France, que según Tejada era el escritor ironista por excelencia.

      9 Seudónimo del periodista liberal Armando Solano (1887-1953); su columna habitual se titulaba “Glosario sencillo” y compartió por varios años la misma página con Tejada en El Espectador de Bogotá. En esta crónica, Tejada inicia su crítica al recurso retórico de la ironía.

      La ciudad

      Alguien me ha escrito ayer: “La ciudad es odiosa. En cambio la montaña es fuerte y dulce. Yo amo la montaña”. He contestado: Amigo mío, en verdad allá donde la Naturaleza es fecunda y virgen y donde los maizales ululan al viento, como arpas, se vive bien. Yo sé que en el lecho quejumbroso de hojarasca y de hierba fragante, el cerebro íntimamente unido a la tierra, es cuando se encienden los fuertes pensamientos de conquista y las grandes ideas de renovación, mientras canta o llora o ríe la orquesta múltiple de la selva.

      Yo sé también que allá en la montaña, en abierta lucha con el roble milenario, con el toro pujante, con los ríos turbulentos o solemnes, se desenvuelve íntegra la individualidad y los músculos adquieren un temple herculino y se tornan duros como las bielas trepidantes de las locomotoras.

      En la montaña se es Pan, atisbando con los ojos fulgurantes el cuerpo desnudo de la ninfa que hiende el rastrojo, temblorosa, hechizada ante el silbo voluptuoso de la flauta; y se es Zarathustra, madurando junto a la astuta serpiente y al águila altiva, el fruto de la Sabiduría.

      En cambio, amigo mío, la ciudad tiene también hondos encantos y lazos sutiles con que aprisiona el corazón, siempre que sepáis vivir en ella sin someteros al estiramiento martirizante del frac y del cuello alto y al tedio superficial de los salones, sino pasando inadvertido, como una partícula perdida entre la muchedumbre, pero con los ojos muy inquisidores y el alma abierta a grandes y pequeñas emociones. Porque la ciudad acendra una multiplicidad admirable de sensaciones que no encontraréis en la montaña: es profunda y ligera, cogitabunda y alegre, sentimental y dura, tiene sombras medrosas y luces fugitivas, es refinada e ingenua; encontraréis en los apartados arrabales intensas y menudas tragedias, inenarrables miserias, carne palpitante y desnuda, el encanto de la inmundicia que amaba Jean Lorrain; un día, al volver una esquina, al subir al tranvía, daréis con la mujer elegante, viciosa, infame y deliciosa, que se burla donosamente de ti y de aquel hombre gordo y satisfecho, que bien puede ser un diputado; vive el santo de gruesas sandalias que maltrata su carne y sus huesos, y distribuye su tesoro entre los pobres y los ricos; y el asceta que en oscura guardilla desentraña el alma polvorienta de los libros, mientras en el piso siguiente hacia abajo, los bulliciosos estudiantes juegan a ver rodar bolas de marfil; en una casita sencilla que tendrá flores en las ventanas, hallaréis a la muchacha precoz, que trabaja en la cigarrería y humedece de lágrimas, en los atardeceres nostálgicos, el libro de Bécquer y la barata novela de amores que acaban en suicidio; y el oscuro empleadillo de levita raída y centenaria, que vive trágicamente con sus cinco hijos y su vieja mujer, que ama las plumas y las sedas chirriantes; el burgués barrigudo, que monta en automóvil una vez en la semana y reparte cachetes a las chicas de pianola; el alucinado poeta de provincia que sueña poemas fantásticos frente al escaparate de la librera, con las manos hundidas en los bolsillos exhaustos; la rica dama que pasa, alada, cerca a nuestras pupilas atónitas, dejando una huella perfumada y exquisita.

      Por eso y por muchas otras cosas, que hechizan y encantan y punzan, la ciudad nos abraza, como una mujer voluble y loca en cuya alma se agitan luces fugitivas y sombras medrosas.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 15 de mayo de 1918.

      Desconocidos

      Voces, la dinámica revista que dirige Hipólito Pereira en Barranquilla, acaba de dedicar un número a la juventud antioqueña. Allí, al pie de diversos ensayos, poesías, apuntes, están los nombres de León de Greiff, Aurelio Peláez, Eduardo Vasco, Carlos Mejía, Juan Yanos, Javier de Lis y otras juveniles intelectualidades que son promesas; hay también algunas plumas robustas y menos desconocidas, como las de Abel Marín y Libardo López, vimos algo de Farina, de Abel Farina, el poeta simbolista, extraño y hundido en la penumbra de la impopularidad; faltan muchos, entre los nuevos: Luis Bernal, Fernando González, Ramón E. Arango, Jaramillo Medina, de quien dijera Tomás Márquez que es el poeta del porvenir, y otros.

      En verdad, merece un elogio la iniciativa de Voces. Ella ha dicho que es una corneta; ¿y no es eso lo que necesitamos hoy, cornetas sonoras que griten a los cuatro vientos lo que exista de bueno, de malo, de característico dentro de la Patria? Inútil será decir, porque es bien sabido, que nos desconocemos perfectamente unos a otros. Aquí, en Bogotá, existe un cenáculo de intelectuales que se citan y elogian mutuamente, que saben algo de Francia, poco de España, casi nada de América y nada absolutamente de Colombia. Nadie había dado, hasta hoy, el primer paso para iniciar un intercambio espiritual entre aquellos pedazos de la patria que están separados por abismos de incomprensión, de indiferencia.

      Allí está el mérito de la revista de Barranquilla. Voces, curiosa e insaciable, ha querido desnudar el alma adusta y recóndita de Antioquia. ¿Qué sabemos de Antioquia, de sus hombres? Que es un pueblo donde se come arepa y se toma peto, que sus hijos son rudos y trabajadores.

      A Tomás Carrasquilla, que, en nuestro concepto humilde, es uno de los primeros novelistas de América (allí está Salve Regina que no nos dejará mentir) no se le ha hecho un mínimo comentario en pro o en contra de su obra, no se ha examinado si es un valor negativo o positivo en la literatura nacional.

      Sin embargo, hay que confesar que un pueblo se conoce y se comprende a través de sus libros, de sus folletos, de su prensa, porque prensa, folletos, libros, son la historia, el proceso de su vida verdadera, íntima, cotidiana, el reflejo de su carácter, de su alma.

      Tal vez, en otra época había menos indiferencia, se comentaba más lo propio, se hacía un poco de crítica. Por eso, sin duda, éramos más conocidos en otras partes.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 20 de mayo de 1918.

      10 Francisco de Paula Rendón (1855-1917), escritor antioqueño, autor de relatos costumbristas.

      Tenía la bicoca de ciento cuatro años y era, naturalmente, entre todas las viejecitas del pueblo, la que soportaba sobre su alma un peso más considerable de días y de recuerdos. Limpia y dulce, vestía amplísimas faldas de zaraza morada olorosas a alcanfor

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