Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada
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Entonces sí había amor, fervidez, idealismo santo, y por eso se llevó el esfuerzo hasta un límite supremo; surgieron obras laudables de pintura, de música y libros concienzudos y sólidos que debían perdurar mucho tiempo y que no merecen el olvido imperdonable en que los tenemos.
En cambio, hoy no se emprende nada de aliento; versos triviales, crónicas callejeras, cosas mezquinas e insignificantes; las mejores inteligencias han desaparecido prematuramente; otras, que eran promesas, se desgastan en el periodismo, en el periodismo moderno, ese monstruo devorador de personalidades; aquéllos, los más numerosos, se sienten atraídos por caminos más prácticos y productivos, que tienen la amarillez alucinante del oro. Y es que en pueblos como Antioquia, el desarrollo potente y avasallador del industrialismo acapara todas las actividades; sin embargo, muchos que se sustraen a esa influencia debían sostener la estirpe gloriosa de los mayores. Pero... ¿Qué pasa, pues, amigos míos? ¿Somos menos inteligentes que nuestros padres, o el ambiente actual es más hostil? Tal vez, pero la causa principal de degeneración es sin duda ese desencanto, ese escepticismo amargo que, anticipadamente, ha clavado sus uñas heladas en nuestros corazones. Y ustedes, doctor Montoya, tienen en mucho la culpa de ello. Porque son fuertes aún y son jóvenes y, a pesar de todo, han enmudecido, se han alejado también por otros caminos prácticos y amarillos; cuando uno de ustedes habla con cualquiera de nosotros deja trasparentar la desilusión fatal, el cansancio; se han escurrido por el foro en el instante más necesario, desdeñando la sagrada misión de maestros que tienen ante la juventud. ¿Qué habéis hecho de vuestras plumas, de vuestras liras, de vuestros bríos de antaño? ¿Por qué solicitar pues que amemos, que renovemos el Arte, cuando lo habéis abandonado en todo el esplendor de la vida, en toda la madurez creadora de las facultades?
“No puede haber pueblos gloriosos sin juventudes idealistas, generosas, abnegadas, audaces, acometedoras”, exclama el doctor, y tampoco juventudes generosas sin conductores convencidos que sostengan en nuestras almas la llama titilante de los optimismos.
Entonces esa decadencia, que roe hoy nuestros espíritus como un morbo de muerte, ha empezado en vosotros. Y por eso, doctor Montoya, Carrasquilla, Latorre, Cano, y todos los que habéis enmudecido en la hora de los grandes esfuerzos, yo, en nombre de la juventud de mi patria, os devuelvo el reproche: ¡nos habéis dado mal ejemplo!
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 15 de junio de 1918.
El café
Generalizando un poco, podríase asegurar que los intelectuales de todas partes sufren ese prurito femenil de juntarse en determinados lugares a conversar. Nada más que a conversar. Aquellos determinados lugares son casi siempre cafés o tabernas, que por esta pequeña razón se han hecho más o menos célebres. Creo que la primera vez que llega uno a París, lo segundo que hará un amigo Cicerón, que al mismo tiempo fuese poeta, sería decirnos:
—Este es el café donde solíamos venir Paul Verlaine...
Zamacois12 nos ha mostrado también, gráfica y deliciosamente, lo que era hace algunos años un café de intelectuales en Madrid, cuando Don Ramón del Valle, fanfarrón y bohemio, estaba recién ido de Méjico.
Sería curioso y sugestivo un estudio sobre la influencia de las tertulias de café en la literatura de un pueblo. Porque, en esas reuniones amables, fraternales, nacen muchas cosas buenas o malas. Allí se conversa un poco de letras, de artes, de ciencias, de mujeres, de libros; se habla bien de los enemigos presentes y mal de los amigos ausentes; surgen las bases para los editoriales de mañana, para los libros futuros; se afianzan las ideas; hay intercambio de conceptos... ¡Tantas cosas!
Aquí, en Bogotá, las tertulias literarias tienen su historia definida e interesantísima, que Roberto Liévano esbozó magistralmente en una reciente conferencia. Hoy por hoy, nuestros literatos suelen congregarse en misteriosos sitios, escondidos y herméticos, que han escapado a mi perspicacia.
Además, con relativa frecuencia, acuden a un modesto café de la calle 13, si no recuerdo mal, y que ha empezado a llamarse ya enfáticamente el café de los intelectuales.13 A la hora del atardecer asomaos por allí: hay humo espeso de cigarros y de cigarrillos; las mesas están llenas; banqueros que hablan de la baja del cambio; comerciantes, abogados, médicos tomando té, café, bebiendo cerveza o saboreando pequeñas copas de brandy. En un rincón veremos uno, dos, tres, cuatro, hasta cinco literatos conocidos. Sin embargo, no beben el ajenjo clásico de los soñadores; tampoco fuman en grandes pipas; no se distinguen en nada de los demás concurrentes. Hablan moderadamente, sin ofender al interlocutor. No se peroran a grandes gritos como en otros tiempos de poetas locos; tampoco se encaraman sobre las mesas y las botellas permanecen incólumes y las frentes intactas. Cuando entra un burgués, asomando primero el abdomen que las narices, como dice un amigo mío, ninguno hace el más mínimo gesto de desagrado, como era uso bárbaro, antaño, entre literatos intransigentes. Hoy, todos nos hemos democratizado. A las ocho o antes, nuestros intelectuales van saliendo en fila y emprenden el camino de sus casas. Porque, antes que todo, son ciudadanos correctos, esposos modelos, padres ejemplares... Y nada de escándalos.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 20 de junio de 1918.
12 Se trata del novelista español nacido en Cuba, Eduardo Zamacois (1876-1951); este autor fue quizás más interesante para los intelectuales hispanoamericanos como periodista y por la dirección de la publicación periódica El Cuento Semanal.
13 El destacado corresponde con el original.
La aldea
Los que han tenido la poca fortuna de nacer en grandes y populosas ciudades, no saben, no podrán comprender nunca lo que significa en la existencia de un hombre el dulce recuerdo de la aldea, donde se vio por primera vez la clara luz del sol. Basta con que hayamos vivido allá sólo un lustro, siquiera unos cuantos años de la infancia, para que el pueblito lejano influya perennemente en nuestra vida, y a pesar del pulimento espiritual, de la más refinada delicadeza urbana, seamos hasta la muerte un tanto sencillotes y bruscos en el fondo y tengamos siempre a flor de alma nuestro origen campesino.
Y digo que son un poco infortunados los que han llegado al mundo en estas tumultuosas capitales, porque no gozarán jamás el exquisito placer de las remembranzas infantiles. En el afán febril de renovación, la casa que habitaron los abuelos, donde se meció vuestra cuna, ha sido seguramente derrumbada y en su lugar se ha elevado un edificio moderno, tal vez una fábrica, quizá un palacio municipal; el sitio donde jugabais cuando niños, con los vecinos de enfrente, ha desaparecido también y vuestros amiguitos son hoy casi unos desconocidos; la tienda de la esquina donde comprabais golosinas no está ya en su lugar y la amable tendera ha emigrado a quién sabe dónde; la calle, vuestra calle, está muy correcta y asfaltada y no será ya aquella calle tortuosa y evocadora de antaño; el alma misma de la ciudad, que antes se dejó comprender y amar, es ahora distinta, múltiple, cosmopolita, disgregada.
En cambio, cuando tornamos a la aldea, después de un prolongado período de ausencia, todo será igual: ni un tejado nuevo, ni una piedra diferente; encontraremos el caserón vetusto de los bisabuelos como lo dejamos: los ventanales carcomidos, el patio húmedo y sombrío, los salones abovedados, sonoros, el sillón patriarcal, todo, todo con el polvo santo de la tradición. Al repercutir quejumbroso de las herraduras sobre las piedras de la Calle Real, mamá se asomará al balcón, como antes, cuando volvíamos a vacaciones... Y luego, en la plaza, los pájaros volarán de los árboles a nuestro paso, reconociéndonos; los chicuelos bulliciosos suspenderán su juego de bolas para mirar al forastero; el señor Alcalde,