Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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todo un hombre! Las vecinas rollizas se asomarán sigilosas a los postigos: ¿No es este el hijo de Don Pedro? ¡Cómo está de elegante! ¡Y de crecido! ¡Con bigotes! ¡Con botas! ¡Con corbata! En una ventana muy amada, muy conocida, encontraremos a la primera novia de nuestra niñez, aquella Mercedes o Isabel, o Luisa, sencilla e inolvidable, que amamos ingenuamente y a quien no supimos dar un beso nunca. Se habrá casado, seguramente, con un joven ricacho del lugar; estará ahora un poco mofletuda, robusta, risueña y tendrá un chiquitín entre los brazos: —¿Recuerda usted cuando cogíamos arrayanes? —Sí, contestará ella sonrojándose, era en la huerta del tío Manuel.

      Yo, encaramado en la más alta rama, los arrojaba sobre su falda blanca... ¡Que se iba poniendo morada! Lo recuerdo como si fuera ayer... Después, en compañía de los viejos amigos, que hoy serán hacendados o comerciantes, visitaremos el río, manso y tranquilo, que se desliza allí cerca y donde íbamos a pescar en las noches de luna, o donde, en las mañanas primaverales, escondidos entre las malezas, como unos pequeños sátiros, veíamos bañándose a las más bellas mozas del pueblo. También recorreremos, en romería recordatoria, todos aquellos sitios evocativos: aquí fue donde me derribó el caballo de papá; ¿no es este el mismo barranco donde crucificamos la lechuza cazada en la torre de la iglesia? ¿Y este otro? ¿Y aquel? Y más allá... Porque nada ha cambiado en la aldea. Su alma vetusta, enmohecida, apacible, deliciosa, es como esa iglesia provinciana, en cuyas torres añejas crece la yerba y en cuyas naves perfumadas y solariegas se refugia la paz cara a los espíritus.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 21 de junio de 1918.

      Esa pobre niña

      Nunca, casi nunca, fijamos la atención en esas existencias que se deslizan calladamente, a nuestro lado muchas veces; pequeñas vidas incoloras, insignificantes, destinos oscuros, cuya razón de existir no podemos adivinar. Sin embargo, es en esos inadvertidos escenarios donde tienen lugar frecuentemente las tragedias más intensas y donde el dolor y la miseria y el vicio y las pasiones todas libran, en silencio, formidables combates.

      Aquella pálida muchacha, que vi ayer frente a una vitrina alucinante de la Calle Real, reveló súbitamente a la imaginación ligera del cronista una perspectiva dolorosa de luchas, de abstinencias, de sueños brillantes, de deseos insatisfechos, de cosas indecibles, punzantes y amargas.

      Sobre los cabellos castaños, llevaba esa pálida muchacha un sencillo sombrero de paja, con flores desteñidas; luego un humilde trajecito de viejo paño, resobado por el cepillo y donde las manchas tenaces no habían desaparecido del todo, a pesar de los buenos propósitos; calzaba unos zapatos pobres, ya demasiado gastados por el continuo caminar sobre el asfalto, quién sabe cuántas veces a la semana, sin exceptuar los domingos. Acercándonos un poco, hubierais adivinado, como yo, unos ojos grandes, sombreados de precoces ojeras, una boca de fatiga, una tez paliducha, como si ese rostro hubiese vivido siempre en cuartuchos oscuros, sin sol y sin luz. Y miraba con pupilas encendidas el precioso escaparate, donde las finas sedas crujientes, tornasoladas de las blusas se amontonaban junto a los albos calzones, deliciosos, de complicados encajes y pliegues alados.

      Quise observarla, y me detuve. Hay siempre, en nosotros, una curiosidad indefinible que nos lleva a sondear todas esas almas ambulantes que creemos minadas por ocultas emociones. ¿Y por qué no? Tal vez la ilusión de una pequeña aventura; los burgueses olímpicos no comprenden la delicada aristocracia de los amores humildes.

      Seguramente —pensaba yo— será la hija de algún antiguo empleado público, a quien se adeuda hoy, por lo menos, cinco meses de trabajo; vivirá en uno de esos pasajes apartados, donde se amontonan toda clase de gentes; tres cucuruchos sombríos, incluyendo la cocina, en un segundo piso; tal vez sobre la baranda habrá un tiesto de flores; la mamá, gorda, regañona, descontenta siempre, la obligará a llevar los menudos quehaceres de la casa: aplanchar la ropa los sábados; limpiar la milenaria levita de papá, con amoníaco; disponer la mesa; dar su ración al gato, erizado y eternamente hambriento. Y claro, esta pálida muchacha será también un poco romántica; leerá por las tardes versos sentimentales, y al través de ellos hará volar sus ilusiones como pájaros locos; en los dulces crepúsculos de invierno soñará, sentada en un rincón, con fastuosidades deslumbrantes, con placeres desconocidos, con días espléndidos de fortuna y de triunfo. ¿No es del fondo de esos cucuruchos sombríos que abundan en las grandes ciudades, de donde han surgido las cortesanas célebres, las actrices famosas, las reinas aventureras, las mujeres fuertes, diabólicas, o sabias, que pueblan la historia del mundo?

      Entre tanto, esa pálida niña de los zapatos gastados, seguía mirando con las pupilas encendidas el alucinante escaparate de la Calle Real.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 26 de junio de 1918.

      El problema

      Los movimientos místicos que han tenido lugar en Boyacá hacen cavilar en ese hondo problema religioso que se presenta hoy, palpitante y torturador, a la juventud del país y que tan poco parece preocuparnos. ¿Es sincero, es profundo aquel amor agresivo que ciertas clases sociales demuestran por las añejas tradiciones, por las reliquias sagradas que encarnan el espíritu invisible de los dioses? Yo quisiera contestar afirmativamente, porque prefiero el fanatismo acérrimo, que al fin acendra cierta vitalidad, a la indiferencia hipócrita que es disolvente y paralizadora. La historia nos dice que los pueblos jamás han sabido ser grandes, conquistadores y fuertes, sino cuando las creencias religiosas —absurdas, si queréis hasta bárbaras— están íntimamente arraigadas. No es la mayor o menor posibilidad de verdad lo que se refiere hoy, sino el grado máximo de fervor que empuje a obrar.

      Pero es en las inteligencias estudiosas, en las mentes inquietas que apenas empiezan a vivir, donde el grave problema iza sus interrogaciones torturantes. Palpita hoy un anhelo vago de idealidad que ha de ser llenado. Los partidos políticos no acendran ya el suficiente dinamismo que pudiera sugestionarnos. Nos debatimos dentro de ellos, miserablemente, sin encontrar lo que ansiamos; pasamos de unos a otros haciendo alarde de una veleidad aparentemente ligera, pero en el fondo muy lógica. Porque es un fenómeno muy conocido ya de los analizadores de sociedades y de almas ese de que las juventudes conservadoras y católicas se van liberalizando poco a poco en desarrollo de una ley de evolución que caracteriza a la inteligencia. En cambio, los que nos hemos levantado en ambientes radicales, ¿qué haremos, amigos míos, para sustituir ese derrumbamiento de ídolos y de creencias que se efectúa constantemente en nuestras conciencias? Algunos, bien lo sé, vuelven insensiblemente hacia las vetustas tradiciones de los abuelos.

      En Francia, por ejemplo, los jóvenes avanzados, que tienen una ascendencia espiritual de jacobinismo intransigente, han vuelto los ojos hacia el catolicismo viejo y decrépito, pero que, al lado de enervantes aberraciones, conserva aún ciertas virtudes sugestivas, un sedimento de idealismo que subyuga.

      Pero los que, sin desconocer todo eso, sentimos cierta aversión a los procederes tortuosos, a las maquinaciones clericales, a todo lo que ensombrece la belleza innegable de ese credo, los que anhelamos algo más puro, más eficiente, más acorde con nuestras almas modernas, libérrimas o analizadoras, ¿qué caminos inconocidos emprenderemos? A la luz de mis pequeños alcances no percibo un sendero celeste por donde pudiéramos escaparnos dignamente en esta derrota terrible de los ideales. Miro dentro de mí, y me hallo como un templo abandonado, donde los altares han sido derribados bruscamente y donde la maleza se alza sobre las ruinas desoladas. ¿Entonces? ¿Intentar una renovación religiosa, a manera de Pietro Maironi? Yo no sé, y creo precisamente que allí está el problema.

      ¡Oh tormento el de este vacío angustioso, infecundo, que invade como una sombra de fatalidad nuestra juventud fragante! No encontrar nunca, no encontrar jamás, amigos míos, aquella serenidad armoniosa que Goethe alcanzó para su espíritu.

      El Universal, “Glosas insignificantes”,

      Barranquilla,

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