Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada
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Don Jesús García... He pensado que este señor, a pesar de lo que aseguran sus enemigos, debe ser una magnífica persona, tal vez un viejecillo modesto, pequeño, de reducidas aspiraciones, incapaz de hacer mucho mal o mucho bien; porque así lo indica su nombre, arreglado con dos vocablos demasiado comunes. ¿Creéis que don Jesús García podría llegar a ser un gran conquistador, un gran político o un gran poeta? Pues no lo creáis; a menos que adopte un pseudónimo. Mientras no haga tal, don Jesús ha renunciado a una carrera brillante. Por eso dije que era un hombre de reducidas aspiraciones.
Sin duda, los nombres ejercen un extraño influjo sobre nuestros espíritus y quizá sobre nuestros cuerpos. Los nombres, por ciertas relaciones misteriosas, deciden nuestro porvenir. Yo creo que el doctor Pomponio Guzmán debe en gran parte la Cartera de Hacienda que hoy disfruta, a ese nombre que ostenta, pomposo y visible. Uno se figura que el doctor Guzmán debe ser algo así como un gigante solemne, pausado, ceremonioso, que hará temblar las columnas del Capitolio con una vozarrona de trueno.
¿Y qué opináis del señor Vásquez Cobo? Yo no conozco al señor Vásquez Cobo, pero pienso que debe ser un personaje desgraciado, aunque lo adornen muy apreciables cualidades. Porque las gentes seguramente desconfiarán de ese nombre raro que hace pensar en cuevas, en socavones, en qué sé yo qué cosas oscuras y taimadas.
Hay otros nombres que sugieren mucho, nombres que pudiéramos llamar onomatopéyicos: Hindenburg, por ejemplo, recuerda algo como la descarga lejana y retumbante de una batería; Guillermo es una palabra bélica, que trae a la mente ideas de conquista y hace meditar en la fanfarria heroica de los batallones; Francisco, que es nombre de santo, habla de entereza de carácter, de bondad, de caridad, de amor al prójimo; Rudesindo, que huele a sacristía, debe ser un hombre bonachón y pusilánime, por atavismo, porque los que así los distinguieron, serían seguramente dos ingenuos esposos de provincia.
Existen también algunos nombres, muy pocos, famosos, terribles o amables, aborrecidos o adorados, que se hacen popularísimos hasta en las aldeas y los campos; que vuelan de boca en boca por los más escondidos rincones, independientes, sonoros, y los niños los deletrean y las muchachas los pronuncian sin saber precisamente, o apenas de una manera vaga y legendaria, a quién pertenecen. Recuerdo que, cuando era un pequeñuelo, tan pequeñuelo, que apenas balbucía cosas ininteligibles, mi hermanita exclamaba, a veces, apuntándome con una escopeta de madera:
—¡Alto ahí! ¿Quién vive? Y yo contestaba: ¡Rafael Uribe!
Entre nombres de mujeres, tantos y tan diversos, hay unos simbólicos y otros evocativos que rememoran tiempos olvidados o viejas lecturas, nombres crueles o humildes, ásperos o encantados. Laura es aquella colegiala loca, aquella diablesa saltadora, que en un primoroso cuento de Tablanca, exclama alegremente: “Te quiero mucho, poquito y nada”. Catalina será sin duda una mujer un poco infame, deliciosa y tirana, que jugará inteligentemente con vuestro corazón, haciéndolo añicos, como una panterilla. Isabel —regia y bella palabra— se me figura rubia y esbelta, dulce, enérgica y hacendosa, como una reina castellana; Eulalia, Ofelia, “unos nombres con muchas eles”, son frágiles princesas de los cuentos de hadas. ¿Y Soledad? Este vocablo inefable dice que aquella persona que lo lleva es contemplativa y silenciosa. Es discreta también. Sí, Soledad amará las flores y la penumbra, y sus ojos meditabundos serán como una milagrosa piscina donde se purifican nuestros pecados, nuestros odios y nuestras pesadumbres.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 18 de septiembre de 1918.
Los bigotes
“El jefe de la Policía de Bucaramanga ha ordenado a sus agentes que se recorten los bigotes para que las damas no los enamoren”. También ha lanzado una estupenda proclama, que concluye así: “La notificación de retirarse de las ventanas los varones que conversen de pie sobre los embaldosados rige dadas las diez de la noche. El apego a una ventana no tiene pena sino en caso de que se haga burla al agente a la tercera notificación”.
Parece que aquel angelito endiablado y ciego que las doncellas y los poetas llaman Amor, no goza hoy de una perfecta libertad de acción en Bucaramanga. Porque ha surgido allá, en esta época en que tantas tiranías amenazan a la República, un curioso ejemplar de dictadores, un hombre tremendo que se complace en hacer sentir su poderío, en torturar y perseguir a los inofensivos enamorados, en regimentar y controlar todo lo que con el pequeño dios tenga algo que ver en la amable ciudad santandereana.
Dícese que ese aborrecible sujeto sale al anochecer, espada en mano, gesticulante y amenazador, como uno de aquellos terribles sargentos de operetas, por calles y plazas, separando bruscamente de las dulces rejas a los galanes y espantando a las inocentes novias que huyen con una palabra de cariño petrificada en los labios. El estupendo personaje que tan divertidas ocurrencias comete, es el señor Martiniano Valbuena, Jefe de la policía departamental de Santander.
Pero es, entre las peregrinas resoluciones de don Martiniano Valbuena, aquella en que ordena a sus pobres agentes que se amputen los bigotes, “para que las damas no los enamoren”, la que me ha causado más regocijo y admiración. Sin duda, el señor Jefe es un profundo conocedor de las aficiones y caprichos de las mujeres, incluyendo en este apreciable gremio a algunas señoras burguesas y a las fámulas en general. El señor Valbuena comprende cómo debe ser de enternecedor y peligroso el inquietante cosquilleo de ciertos mostachos puntiagudos, agresivos, que caminan como curiosas arañas sobre unas ruborizadas mejillas. También, el sagaz psicólogo de Bucaramanga, ha adivinado que los bigotes imprimen a las fisonomías un aspecto rudo, bárbaro, dominador, haciendo que muchos humildes servidores públicos y bonachones pasen, bajo sus cascos negros, por feroces conquistadores ante las apacibles amas de cría.
¿Qué harían sin sus bigotes los agentes de policía, los generales retirados y algunos capitanes de uniforme? Si el señor Presidente de la República se atreviera a dictar un decreto donde se disponga una siega universal de bigotes, condenaría tal vez a una multitud de personajes importantes a guardar abstinencia forzosa en el más sagrado y delicioso de los pecados mortales.
A pesar de que, respecto a los militares, hay quienes opinan que su clásico prestigio ha decaído considerablemente entre ciertas mujeres exquisitas, inteligentes y aristocráticas, y que ya sólo algunas muchachas ingenuas que suelen leer novelas de raptos y escalamientos, pierden el sentido ante los tenientes de caballerías, egregios y fanfarrones. En Amor, parece que ha amanecido la era de los saltimbanquis fornidos y de los imberbes aviadores.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 24 de septiembre de 1918.
La felicidad
Anda por ahí, de mano en mano, un interesante álbum, donde se han recogido pacientemente las numerosas y diversas respuestas que los hombres más conspicuos han dado a esta curiosa interrogación: ¿cuáles son las tres cosas que constituyen la mayor suma de felicidad en el mundo?
Y he aquí que unos han dicho: el dinero, la salud y el amor; y otros: la fe y la esperanza y la lucha; y aquellos: la caridad y el vino y el sueño. Y hay mil opiniones y en cada una de ellas podría adivinarse el carácter y el talento del individuo y sobre todo se advierte ahí un esfuerzo, un anhelo de concretar, de meter dentro de una fórmula o una frase ese cúmulo de ideales vagos, de deseos inasibles que son, en la vida, palancas invisibles que empujan a la acción, estrellas móviles que determinan nuestra ruta. ¿Pero quién sería capaz de decir precisamente lo que desea? Ese sonoro vocablo, felicidad, encierra algo nebuloso, inaprehensible, y si nos preguntaran de sopetón qué significa, no seríamos capaces de responder.
Parece que la tal felicidad no es, ni mucho menos, un estado perdurable, una característica duradera, uniforme, de la personalidad. No. Tal vez será más