Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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de la venganza.

      Pero he pensado también que en estos sencillos obreros, que se juntan cotidianamente a beber copiosos y espumeantes jarros de cerveza, ha privado un invencible instinto de compañerismo sobre el amor a la patria y el odio al enemigo de la patria. Estos pobres hombres, unidos por el trabajo y por el destierro en un rincón del mundo, bárbaro y apartado, rodeados de caras hurañas y desconfiadas, que sienten la dulce nostalgia del hogar, no pueden menos de hacer a un lado las absurdas enemistades, los rencores arbitrarios, para reunirse, en los atardeceres melancólicos, frente a un vaso de cerveza, a añorar lejanos tiempos de paz y de juventud, cuando en una humosa taberna de Liverpool o de Munich se hablaba alegremente de América, la tierra alucinante del oro y de las leyendas.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 24 de julio de 1918.

      16 Se refiere, seguramente, al escritor catalán Angel Guimerá (1849-1924).

      Indudablemente, el instinto de conservación, que va siempre de brazo con el espíritu de destrucción, se ha desarrollado muchísimo en estas épocas. Sólo nos tortura hoy una idea: buscar los medios más eficaces y terribles para desembarazarnos de nuestros enemigos, semejantes o desemejantes, visibles o invisibles, humanos o fantásticos; despliégase un ingenio extraordinario, invéntanse proyectos sorprendentes, pónense en juego estratagemas diabólicas que, digámoslo con rubor, muchas veces no están acordes con la lealtad que debe caracterizarnos siempre frente al adversario: se arrojan provisiones envenenadas sobre las ciudades hambrientas; se acecha al enemigo, bajo las aguas negras y fatales del mar, para caer luego sobre él, como unos bandidos; descúbrense brebajes corrosivos que fulminan, a traición y sobre seguro, a una muchedumbre de seres insignificantes, cuyo único pecado es ese, muy disculpable, de querer vivir a costa de nuestra sangre y de nuestra carne.

      Bien: un hombre que acaricie ideas tan inquietantes, no podría ver sin sorpresa la noticia que da un diario, de que dos inteligentes investigadores lograron encontrar, después de concienzudos estudios, un medio eficaz, aunque un tanto infame, es verdad, de concluir con ciertos pobres animalitos que la ciencia llama Musca domestica (moscas, en lenguaje corriente y entendible).

      Plantado esta mañana por casualidad frente a un escaparate, he visto al través de los vidrios unos cuantos ejemplares de esos difamados dípteros (dípteros, insecto de dos alas. Diccionario de la lengua), y he sentido el enternecimiento natural de quien mira a un condenado a muerte; he contemplado cómo esos indefensos animalejos, graciosos y diminutos, saben sostenerse en las antenas posteriores, levantando significativamente las patitas delanteras y juntándolas a la altura de los ojos, como un hombre jovial que, cuando ha concebido una buena idea, se soba calurosamente las manos y sonríe; o también, a veces, inclinados hacia adelante, montan las menudas patas de atrás sobre las alas y echan a caminar meditabundos como aquellos señores preocupados que, con las manos en la espalda, encontramos de cuando en cuando por la calle; los contemplo, con las barriguitas blancas vueltas hacia mí y las alas sutiles recogidas, haciendo visajes y señas incomprensibles y ensayando profundas genuflexiones hieráticas. Esas moscas gesticulantes me hacen pensar en unas viejecitas alegres que he visto yo a la entrada de las iglesias persignándose rápidamente a dos manos; estas moscas amables que nos acompañan en los mediodías bochornosos, zumbando sonoramente dentro de nuestro cuarto, estas moscas familiares, con sus cabecitas pequeñas, extrañas, aterciopeladas, cruzadas de rayitas blancas.

      —¿Qué hace ahí, grandísimo maqueta?

      Era un amigo que, puesto al corriente de mis preocupaciones, habló así:

      —¿Las moscas? Odiosas alimañas, que las arañas, famélicas, hambrientas, debían haber devorado ya desde hace mucho tiempo; ellas se asientan calladamente sobre la carroña desapacible, sobre los pantanos infames, sobre los inmundos andrajos, y luego, llevando adheridas a esas delicadas patitas que tú admiras, una multitud de gérmenes de muerte, vuelan sobre las mejillas de tu novia o de tu hermana, se detienen, aviesas, en el bocado suculento que espera sobre tu mesa, caminan confiadas y presurosas sobre tu mano y hasta tienen el mal gusto de dejarse caer de bruces dentro de tu plato, dentro de tu vaso.

      —Basta. Eres un hombre cruel. ¿Crees que sólo con el sacrificio de estos animaluchos hemos de escapar de la muerte? ¡Que exterminen los microbios, que sequen los pantanos, que entierren las carroñas!

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 26 de agosto de 1918.

      17 Esta crónica anticipa la crítica permanente de Tejada contra el higienismo.

      La labor oscura

      Ayer vino el correo de provincias. Sobre la mesa de la redacción se han acumulado, unos sobre otros, los paquetes de periódicos, los folletos, las pequeñas revistas: allí, insinuantes, reposan los rotulados envoltorios esperando una mano curiosa que desgarre las fajas blancas y unos ojos eminentes que se enteren de las grandes cosas, revelaciones importantísimas y secretos terribles que esas modestas páginas encierran en sus columnas. Ahora bien: hoy, como siempre, ha penetrado a la redacción un buen número de personas que, una a una, van llegándose hasta la mesa, revisan concienzudamente los diarios de la mañana, revuelven libros y papeles, escriben, conversan. Pero muy pocas, quizá una apenas, tal vez dos, reparan en el discreto montoncito de paquetes que descansa ahí, olvidado. Diré sin embargo que, a veces, hay quien, interesado, quiere hojear el órgano más caracterizado de su Departamento; lo busca, lo toma, pasa los ojos sobre las columnas rápidamente, y luego, con displicencia, lo arroja sobre el tapiz. Y los periodiquillos insignificantes, los semanarios diminutos que llegan difícilmente desde remotas poblaciones, quedan ahí inadvertidos hasta que alguien, por la tarde, los embute bruscamente en la cesta de los papeles, implacable y devoradora.

      Y a pesar de todo son interesantes y amables esos pequeños periódicos de provincias. Sorpréndese uno al adivinar el calor de vida, el entusiasmo fervoroso por las ideas y los ideales, la fe inquebrantable en los jefes que alientan aquellos oscuros combatientes que, en sus apartados rincones, no han sentido aún el cansancio, el frío escepticismo de las capitales donde los hombres son más sagaces y más sabios. Cuando, acá, los directores de la política han olvidado ya el amor que pusieron momentáneamente en una tendencia o en un programa, todavía, por mucho tiempo, en provincias sigue combatiéndose o defendiéndose tesoneramente, ingenuamente, esa tendencia o ese programa.

      Los que han sido periodistas en ciudades de tres mil habitantes y saben la deliciosa voluptuosidad de ser liberales, intransigentes, temibles, cuando uno habla mal de Dios ante la estupefacción del boticario o se da el lujo de no creer en el diablo aunque, al anochecer, recemos el rosario junto a las faldas protectoras de la abuela; los que han sentido la emoción encantadora de verse excomulgados por un cura demasiado estúpido y bueno y han luchado abiertamente contra un ambiente denso, pacato, obtuso, escandalizando viejas y muchachas; los que en el fondo de sus aldeas aún se enardecen ante el prestigio de ciertos vocablos como causa, libertad, patria, bien merecerían el título de héroes anónimos que, en la guerra, se concede a los centinelas vigilantes que no abandonan su puesto, a los soldados humildes que mueren oscura y desinteresadamente.

      Es allá, en provincias, donde aún existe el verdadero partidarismo, el fervor por las ideas, el desinterés, el concepto fecundo de lucha, sin ambiciones mezquinas; es allá donde todavía se odia o se ama. Sólo en esos rincones lejanos se siente uno invadido de un entusiasmo profundo por los hombres de aquí, grandes, deslumbrantes, que hacen y deshacen y que luego, al conocerlos de lejos y saludarlos respetuosamente en estos callejones, al verlos muy humanos, demasiado humanos, experimentamos cierto remordimiento de haberlos admirado tanto.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 4 de septiembre de 1918.

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