Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada
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Sin embargo, si al cronista le interrogaran sobre esas tres cosas estupendas que han de constituir la felicidad en el mundo, el cronista diría, a riesgo de equivocarse, que esas tres cosas deben ser: no desear nada; no poseer nada; no saber nada. Porque el deseo es angustia, y el tesoro es honda preocupación, y el conocimiento que analiza y desnuda es desencanto.
Ser, ¡oh dioses!, limitado y pequeño, alcanzar la vida insignificante de las cosas humildes, que no aman, ni lloran, ni sufren, ni gozan. Ser, sin alegrías profundas y sin dolores inmensos, como el sencillo cura de mi aldea: rubicundo, bonachón, sonriente, que tomaba, al mediodía, chocolate con galletas y cultivaba un dulce huertecillo de lechugas. Bien sabe todo el mundo que, cuando murió plácidamente, el mismo Dios del cielo con sus barbas pluviales vino a abrirle las puertas del Paraíso.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 1 de octubre de 1918.
Las grandes mentiras
En los pueblos donde el análisis no es precisamente la característica más acentuada de los individuos y donde la capacidad de renovación no es, ni mucho menos, la virtud predominante de la raza, sería de interés hacer una estadística minuciosa de las grandes mentiras convencionales, de las paradojas sorprendentes y de las viejas verdades que han dejado de ser verdades por desgaste o por rectificación o por evolución lógica de la esencia de las cosas, pero que aún son acatadas con el tradicional respeto que las gentes profesan a las fórmulas y a los dogmas.
Decir que Francia no es ni ha sido nunca un pueblo liberal; que el patriotismo es un regionalismo absurdo y egoísta; que Julio Flórez hace malos versos; que una bailarina española, a pesar de las castañuelas, es triste y hasta trágica; que los antioqueños no son una raza “superior y pujante”, sino simples mortales tan perezosos y holgazanes como los boyacenses o los caucanos; que el tabaco no quita la memoria; que doña Manuelita Sáenz no era un modelo de amigas fieles; que la Constitución es imperfecta; que Dios se olvida con frecuencia de sus hijos; decir algo que desvirtúe o tratar de probar la falsedad de uno de aquellos innumerables preceptos que las personas crédulas veneran, sería colocarse en inminente peligro de apedreamiento.
A pesar de todo, en esta democracia nuestra, donde las ideas y las teorías se fosilizan tan fácilmente, debería instituirse una liga demoledora que, en el periódico y en el libro, se propusiera revaluar y romper las cáscaras huecas de esas viejas verdades y esas grandes mentiras que van pasando, a través de los tiempos y de los hombres, intactas, invioladas, sin que nadie se atreva a poner la mano sobre ellas, aunque muchos estén convencidos de que son inútiles y falsas.
Existen también numerosos vocablos brillantes, sugestivos, de vago y complejo significado que hemos escuchado mil veces, pero que precisamente porque nos son demasiado familiares, no tratamos nunca de analizarlos a fondo. Hace poco, en el recinto de la Cámara, un Honorable Representante exclamó: “Yo soy liberal socialista”. Meditad un momento en el profundo antagonismo de esos dos gastados e incomprendidos términos, que encierran una concepción diametralmente opuesta del Estado y del individuo, y veréis cómo, por incomprensión, nuestro Representante, sin dejar de ser honorable, no es ni liberal ni socialista.
(Se cree superficialmente del socialismo que es como una forma adelantada o un grado máximo de evolución del liberalismo y, por eso, desconociendo el estricto significado de ambas tendencias, nuestros oradores radicales dicen, en tono de reproche, que este pueblo no está aún preparado para recibir esa excelsa verdad que es el socialismo.
Sin embargo, es aquí, donde se ignora lo que es el liberalismo verdadero, que desenvuelve armoniosa y robustamente la individualidad, en nuestro pueblo débil, empleómano y perezoso donde nadie es capaz de hacer nada por su propia cuenta; donde el Estado todopoderoso obra, inicia y tiene injerencia hasta en los más pequeños incidentes de la vida del país; donde las creencias políticas no están profunda y conscientemente arraigadas, el mejor campo para recoger esa dudosa verdad de que tanto se habla). Y basta de paréntesis.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 4 de octubre de 1918.
Las circunstancias18
Érase un buen viejo —Diego, Juan o Pedro— que iba ayer tarde por la Calle Real, a horcajadas sobre un borriquillo de anchas orejas. Pero dio la terrible coincidencia de que, al desembocar precipitadamente en el callejón del cuartel, ese pobre viejo y su borrico tropezaron brusca y ciegamente contra el cuerpo de un descuidado transeúnte —Pedro, Juan o Diego— derribándolo a tierra. Y nada más. Pero ese pequeño caso bastó para que alguien que miraba desde las rejillas de una ventana cercana quedárase, de súbito, perplejo, como si hubiera adivinado una profunda y admirable verdad.
Y fue que ante la mente de aquella persona se presentó una interrogación: ¿qué cúmulo de circunstancias, pequeñas o grandes, infinitamente pequeñas o infinitamente grandes, se combinaron para que ese viejecillo inocente llegara a este sitio en el preciso momento en que un transeúnte desembocaba ahí mismo? ¿Y este oscuro transeúnte por qué no salió de su casa un minuto antes o después, por qué no se detuvo en la esquina anterior a conversar con un amigo, o por qué, si lo hizo así, despidióse en el instante necesario para llegar a tiempo de tropezar con el borrico y su caballero?
Es un pequeño misterio tan grande como el de la persona que se ha ganado ayer la lotería y como el de un niño que juega con arena en medio de la calle.
Porque todo acto, el más insignificante, es consecuencia de otros actos anteriores, cuya proximidad va disminuyendo hacia atrás, hasta el infinito. Un individuo compra a las 11 de la mañana un billete de lotería en la Plaza de Bolívar. Pues ese hombre ha sido llevado allí por una serie de circunstancias inmediatas que pueden ser, por ejemplo, el haberse detenido diez minutos en la plaza, el tener en el bolsillo dinero suelto, el haber almorzado media hora antes que de costumbre, el estar alegre, etc.; y de otras más o menos remotas o remotísimas o infinitas al través de su vida y de la vida de sus padres y de sus abuelos y prosiguen y se pierden en los orígenes del hombre y más allá hasta la oscura formación de los mundos... Además, ese acto, sin trascendencia al parecer, se relaciona íntimamente y se complementa con otros innumerables: porque para adquirir aquel billete debe haber pasado por ahí una persona vendiéndolos; tiene también que existir la lotería y los dueños de ese negocio. Ved pues cómo a lo largo de esas otras existencias se va alargando una inconmensurable serie de circunstancias, de movimientos, y de hechos que influirán en el futuro y que son al mismo tiempo efectos directos o indirectos de actos pretéritos o coexistentes, próximos o lejanos: la influencia de Marte, un movimiento socialista en Berlín o un decreto que hace cinco mil años dictó el Emperador de la China.
Por eso la guerra europea y el movimiento de la negra manecilla de este reloj tienen, sin duda, la misma razón de ser y una trascendencia igual, tal vez, pero cuya categoría en el universo es bien difícil de definir.
* * *
Así hablaba esta mañana, aquí en la redacción, un pequeño filósofo que cree de buena fe dar a cada paso con un sentido recóndito y nuevo de las cosas, pero que sólo desentierra muchas viejas mentiras.
El Universal, “Glosas insignificantes”,
Barranquilla, 21 de diciembre de 1918.
18 Este es el primer texto que aparece escrito por Tejada después de su llegada a Barranquilla; seguramente hizo parte de sus “Glosas insignificantes” en El Universal. En todo caso, también fue reproducido por El Espectador de Bogotá el 28 de diciembre de 1918.
La crítica II19
Reflexionando un poco sobre