Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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mañana. Va acompañada de un muchacho tonto y mofletudo que puede ser el sobrino o el hijo menor, cargado de maletas y de paquetes; ya los tenéis allí, pero al más insignificante traquetear de los carros piensan que el tren se va, que el tren se fue, y se meten casi asfixiados por la puerta del primer carro que hallan, llevándose por delante al conductor. Ya, sentados, caen en la cuenta de que no han comprado los billetes.

      Veréis, con frecuencia, a la recién casada que quiere pasar su luna de miel en el exterior; inútil decir que la acompaña el marido, joven y obsequioso. Si es bonita, lleva un velillo demasiado transparente sobre los ojos, un sombrero de viaje colocado con mucha gracia, guantes, traje blanco y un carrielito pequeño en la mano, donde va el diminuto espejo y una cajita de polvos. Aspira, con las aletas de las naricillas muy abiertas, el fresco aire de la mañana; en sus ojos brillantes se adivina el ansia intensa de placeres inconocidos, de avizorar paisajes distintos, perspectivas lejanas, de llegar pronto a la soñada Suiza donde esperan el lago romántico y la barquita indispensable, delicias ingenuas que, desgraciadamente, nuestros enamorados no pueden gozar en tierras prosaicas, bruscas, como las que nos han tocado en suerte en la arbitraria distribución del mundo que existe hoy. Aunque es muy cierto que en el tren, en el buque —y me supongo que en el aeroplano también— todos los semblantes, pertenezcan a recién casados o no, se sienten animados de una secreta alegría; hay un cosquillear delicioso en el corazón, algo inexplicable que nos pone contentos y comunicativos. La psicología del individuo, cuando viaja en vehículo de cualquiera especie, es indudablemente distinta a la del mismo individuo cuando está unido a la tierra por las plantas de los pies. Las mujeres, por ejemplo, se sienten con una visible predisposición al amor y a las aventuras. Cuando queráis hacer fácilmente una conquista difícil, procurad encontrar a la víctima en un carro de ferrocarril. Los hombres huraños abdican de su adustez y traban conversación con el compañero inmediato: hay un acercamiento cordial entre las gentes, porque todas quieren contar de dónde vienen y para dónde van, y saber lo mismo de los otros; entonces se conciertan las amistades más inolvidables y quedan en el corazón los recuerdos más firmes.

      ¿Y dónde habíamos dejado a mi amigo? Pues en la Estación, dirán ustedes. Allí estamos; nada hay más doloroso que despedirse de un amigo en la Estación. El movimiento precipitado, febril de viajeros, de pajes, de valijas, de cargamento, los adioses, los mugidos de la locomotora, todo eso nos prende en el alma un deseo irresistible de irnos también, de tomar nuestra maleta y largarnos de la ciudad donde hemos estado ya bastante tiempo y donde no hay ya nada nuevo para nosotros; sentimos una rabia contra lo que nos detiene, contra lo que nos amarra y nos obliga a estar perennemente uncidos al bufete, al pupitre estudiantil, al mostrador, a lo que sea. Y cuando el amigo dice adiós, con efusiva y radiante expresión, una melancolía profunda nos invade, no precisamente porque el amigo nos abandone, sino porque no podemos acompañarlo. Permanecemos en el andén, mudos, insensibles, entonces sacamos un pañuelo y lo hacemos ondear, no en señal de despedida como podría creerse, sino para enjugar, disimuladamente, una furtiva lágrima de nostalgia.

      El Universal, “Glosas insignificantes”,

      Barranquilla, 19 de julio de 1918.

      El humorismo

      Se dice que sólo saben reír alegremente aquellos pueblos anglosajones, fuertes, dominadores, bien alimentados, que aman la vida armoniosa y libre, la gimnasia y el sport, que son optimistas, rubicundos y casi ingenuos, como los buenos gigantes de los cuentos. En cambio, nuestra raza decadente que ha soportado el peso de muchas esclavitudes, raquítica, perezosa, enferma de melancolía y de misantropismo, no comprenderá la amable virtud de sonreír bonachonamente ante el aspecto grotesco de las cosas, sin ofender, sin vapulear o sin demoler, hasta que una educación profunda, aireada, robusta, moderna, modifique pacientemente ese cúmulo de aflicciones sombrías, de aberraciones oscuras, ese apegamiento a vivir con las ventanas cerradas, ese odio al sol y a la luz, a los ejercicios rudos y saludables, ese gusto por las diversiones que hacen reír dolorosamente, como las piruetas lamentables de los payasos o los cascabeleos de las bailarinas, trágicas y enflaquecidas, que agonizan sonriendo sobre los tablados nocturnos.

      Por eso me ha sorprendido que el excelente artista que expone ahora sus obras en el Salón Samper, se haya independizado un poco de esa torturante tradición humorística de dibujantes y escritores nuestros, de ese prurito cruel de satirizar biliosamente, de esa preferencia malsana por las ironías mordaces que dejan en el alma un amargor de hiel.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 23 de julio de 1918.

      15 Se trata de la exposición del caricaturista Ricardo Rendón, anunciada en una crónica del 17 de julio, titulada precisamente “Ricardo Rendón” y que fue publicada en la compilación de Miguel Escobar Calle, Mesa de redacción. La exposición de la obra del caricaturista fue convocada por la influyente revista Cultura. Es curioso y lamentable que los dibujos y acuarelas que presentó este artista en aquella ocasión no hayan quedado para la posteridad.

      Un caso

      No sé por qué afortunadas circunstancias fui a dar a ese centro de obreros, amable y cosmopolita; pero es muy cierto que, una tarde de estas, vime allí sentado también, como un camarada, alrededor de la pequeña mesa y frente a un delicioso y rubio jarro de cerveza alemana.

      ¿Cómo es que estos hombres, tan distanciados unos de otros por abismos de sangre y de odio, no se tiran los platos a la cara, sino que, al contrario, desde hace muchos días viven juntos y departen amigablemente, sin pensar en las patrias lejanas, en las matanzas, en las invasiones, en los bombardeos, en las derrotas, en las victorias?

      Mi amigo, el catalán, trataba de explicar el problema, diciendo que en Alemania, en Inglaterra y en todas partes, la guerra sólo es obra de las aristocracias y no ha gozado de una profunda simpatía en las bajas clases sociales.

      Yo no entré a discutir esa teoría, pero sí me sorprendí mucho al adivinar esa flemática indiferencia, ese olvido sabio de los grandes rencores, que contrasta visiblemente con nuestro modo de ser tropical y ardoroso, con nuestro carácter vengativo, que no perdona nunca y que tiene siempre los oídos palpitantes, despiertos, a flor de ojos y a flor de labios. No es envidiable en verdad esa frialdad impasible de sentimientos que caracteriza a los hijos de aquellos países nórdicos, donde la heladez cansada de las brumas hace circular menos presurosamente la sangre. Es mejor, mucho mejor, ser como somos, tener

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