Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada
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A pesar de todo, si registráramos la mercancía de nuestros libreros ambulantes o los catálogos de nuestras librerías, pudiéramos observar que abundan más los tomos firmados por Jorge Ohnet u otros semejantes que los de France. Quizá pase lo mismo en Europa. Y es que los productores de mala literatura, aunque no merezcan la aprobación de cierta aristocracia intelectual, tienen un mérito indiscutible y casi hermoso: apagar la sed de emociones espirituales en una infinidad de gentes sencillas.
Hay un gran número de personas, incluidas en todas las clases sociales, que poseen un amor inextinguible a la lectura, pero que no tienen el refinamiento o el buen gusto suficiente para saborear esta literatura que se ha llamado gloriosamente impopular; son los porteros, los aurigas, las modistillas, ciertas matronas curiosas de provincia, burgueses barrigudos y buenos, colegialas precoces, viejecitas sabias, todos aquellos que devoran ansiosamente los folletines sensacionales de los periódicos o las aventuras prodigiosas de Rocambole.
Y, seguramente, cuando la volubilidad de las mentes selectas haya olvidado las exquisiteces de Anatole France, cuando ya no se guarde ni un recuerdo del frágil ironista, habrá aún alguna portera insaciable que se deleite leyendo la centésima edición de un pésimo libro de Jorge Ohnet.
En un campo muy distinto, pero también dentro de la que hoy entendemos por mala literatura, está entre nosotros Julio Flórez. No me atrevería a decir que Julio Flórez fue un gran poeta, porque me tirarían piedras y porque el concepto de poeta (esa maltratada palabra) ha evolucionado un poco. En la Edad Media, por ejemplo, se llamaba con ese bello nombre a aquellos juglares errantes que decían sencillamente, con el corazón, bellas cosas del Amor y de la Muerte ¡divinos motivos (y eternos)! ante los dulces y encantados ojos de las princesas. Tal vez Julio Flórez pudiera incluirse en el número de esos amables rapsodas que cantaban loca y descuidadamente y cuya estirpe ha desaparecido. Por eso es el poeta, en el sentido antiguo y muy hermoso de la palabra. Es el poeta que ha sabido hacer vibrar esa cuerda sentimental, romántica, que existe, tan sensible y tan honda, en nuestros pueblos tropicales. ¡Cuántas pálidas muchachas habrán echado a volar sus ilusiones, habrán llorado silenciosamente, sobre esas estrofas sentidas, vulgares muchas veces, pero de una belleza sencilla, al alcance de las almas pequeñas!
Por eso me sentí indignado ayer, cuando un crítico insigne dijo cosas terribles, que irán a despedazar muchos ideales honrados, a derrumbar muchas ilusiones acariciadas, tantas admiraciones profundas, que eran la modesta gloria de este melancólico juglar, que, a pesar de sus versos detestables, fue un gran poeta.
Quedemos pues en que la mala literatura es necesaria, porque, al fin y al cabo, los porteros, los aurigas, las modistillas y las mujeres románticas, también tienen derecho a alimentar su ideal.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 10 de julio de 1918.
14 Originalmente, Luis Tejada escribió Jorge Onhet y no Jorge Ohnet (1848-1918); se trata de un novelista francés muy popular en el mundo de los artesanos. Sus novelas llegaban traducidas por las editoriales de Buenos Aires. En la Biblioteca Nacional de Colombia se conserva su novela Felipe Derblay o el dueño de las herrerías.
La carrera séptima
Cuando se llega de una oscura provincia, sin que se haya desvanecido aún de las pupilas el dulce y callado paisaje del pueblecito natal, con su torre, su plaza, sus dos callejas atediadas y solitarias, cuando se llega por primera vez a esta prodigiosa Meca de ilusiones juveniles, admírase uno desmesuradamente ante el tumultuoso ajetreo de la carrera séptima.
Y es que los que estábamos acostumbrados a contemplar, en los mediodías bochornosos y dentro de la plaza abandonada del pueblo, sólo la enérgica silueta del alcalde que dialoga perezosamente con el boticario de la esquina, no podemos concebir nunca que, por un cauce tan estrecho, puedan deslizarse en distintas direcciones tantas gentes apremiadas, febriles, gesticulantes, tantos vehículos diversos, desde el tranvía monstruoso y amenazador hasta la sencilla bicicleta con su corneta sonora.
¡La carrera 7a! Quisiera que, al atardecer, os asomarais a este amable balcón, junto al cual escribo. ¡Cómo negrea la muchedumbre a uno y otro lado! Hay gentes que ambulan precipitadamente, como movidas por ocultos resortes, se atropellan, interrogan y agitan los brazos, que se alzan y se abaten como las aspas locas de unos pequeños molinos; otras, en cambio, avanzan tranquilas, impasibles, torturadas por escondidos pensamientos, desafiando el peligro inminente de los vehículos y los codazos gratuitos de los transeúntes agresivos; también veréis un desfile pausado de empleados públicos que abandonan las aburridas oficinas o de solemnes políticos que departen sentenciosamente, sobre arduos y fatigosos temas de actualidad; forasteros de aire inconfundible y atavíos exóticos, que miran con ojos asombrados; estudiantes; mujeres que andan airosas, sonrientes, entre la muchedumbre. Mientras tanto, los viandantes, curiosos y tumultarios, se apiñan frente a los tableros de los periódicos, cruzan carreros vociferantes; los pilletes gritan a voz en cuello nombres de diarios vespertinos; los automóviles soplan sus roncas bocinas; los coches de punto campanillean; los tranvías se deslizan, repletos, ensordecedores, haciendo tintilinear el agrio cobre de sus campanas de aviso. Agradable algarabía que le deseo, de todo corazón, a un cronista enemigo.
Pero es en las primeras horas de estas dulces noches de julio, cuando nuestra deliciosa carrera 7a adquiere un prestigio inusitado y da la ilusión de una de esas ciudades ignotas, maravillosas, modernas, tentaculares, hacia donde emigran nuestros sueños fugaces como locas palomas. Cuando, prendidas al brazo de sus caballeros, avanzan felinamente sobre las amplias aceras exquisitas mujeres, perfumadas, esbeltas, sensuales, con las finas manos hundidas entre sedosas pieles ricas y albas, como carnes de princesas, o sombrías, como negras cabelleras; cuando los escaparates fantásticos encienden sus fuegos de ensueño, iluminan sus vientres preciosos, alucinantes, atestados de cosas inalcanzables, donde quedan suspendidas, como lágrimas, las ansias de las niñas pobres o las miradas estáticas de los rapaces; o cuando, a altas horas, en una noche húmeda, la luenga avenida yace sola, muda, como un canal absorto, encantado, donde se reflejan las luces inmóviles.
El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 15 de julio de 1918.
El pañuelo
El lunes es el día de las despedidas, así como el sábado es generalmente el día de los pagos. El que quiere hacer un viaje arregla sus maletas para un lunes por la mañana, y nadie tendría la ocurrencia detestable de irse para ninguna parte en domingo a mediodía, por ejemplo, exceptuando, naturalmente, los casos de una apremiante necesidad.
Un lunes cualquiera fuimos a llevar a un amigo hasta la Estación. Nos levantamos a una hora desacostumbrada pensando todavía en las malas estocadas que había intentado Alcalareño contra un manso toro en la tarde anterior, o en las pantorrillas impresionantes de alguna ojerosa chica del Municipal. No hay nada más pintoresco que una Estación de ferrocarriles a la hora de partir el tren: hay siempre un inglés, de cara rasurada, de curva pipa, polainas de cuero amarillo, abrigo impermeable y gran boina de paño. Algunas veces lleva también una pequeña maleta; no se apresura nunca y se sienta en su puesto con una naturalidad envidiable. Es el hombre acostumbrado a viajar. Al contrario, aquella señora gorda, con un espeso velo sobre los ojos,