Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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la dorada mediocridad de banqueros y ministros ríe bonachonamente de versos y de versificadores, Eduardo Castillo es un poeta solitario y extraño, divinamente pobre, pues, como él mismo lo dice, muchas veces se ha nutrido “de éter azul a modo de las cigarras líricas”. En un siglo atrozmente correcto, este Cyrano nuestro es un anacronismo, es algo ilógico y deliciosamente arcaico que pasea su aristocracia espiritual y su barba de ocho días por esas calles donde el año de 1918 ha puesto su sello norteamericano.

      Un hombre que ríe, ama, llora, canta y sufre no es el hombre de hoy.

      Tiene que ser, entonces, un poeta de verdad, tal vez el único poeta de verdad.

      El Universal, “Glosas insignificantes”,

      Barranquilla, 6 de abril de 1918.

      6 Seguramente menciona al escritor francés Henri Murger (1822-1861), autor de Escenas de la vida bohemia.

      El coro de las lamentaciones

      ¿Cuándo abandonaremos, ya para siempre, ese estrecho criterio pesimista que informa gran parte de nuestro pensamiento cotidiano? En la tribuna, en la prensa, en el folleto, en el café y en el corrillo de la esquina, nos complacemos en aplicarnos, sin ningún escrúpulo, los más displicentes y relajados adjetivos. “Somos un país bárbaro, inhábil, desacreditado, el más atrasado y el más inhabitable de la tierra”, oigo exclamar al burgués que vende salchichas en la tienda de enfrente y al hombre autorizado que dogmatiza desde las columnas de un diario.

      “En Estados Unidos, en Argentina o en Bélgica, se hace tal cosa, mientras nosotros permanecemos inactivos”, predican en las calles esos oradores ambulantes, que logran reunir frente a sus ojos, un público de más de dos oyentes desocupados.

      Y lo que somos, en resumen, es unos seres paradójicos y descontentos. Emprendemos a voz en cuello un estridente coro de lamentaciones, precisamente cuando nuestra vida republicana se encauza y normaliza, por una vía ya definida y llena de promesas.

      Nos llamamos desacreditados, cuando las grandes entidades financieras del extranjero empiezan a mirarnos sin desconfianza; nos decimos arruinados, cuando las industrias nacionales florecen más bellamente que nunca y cuando el comercio exterior prospera y aumenta; no pensamos que mientras estamos en una relativa holgura, en los Estados Unidos, el país rico por excelencia, sólo se come pan una vez a la semana; nos calificamos de bárbaros, cuando hemos visto pasar un debate electoral de sorprendentes magnitudes, sin que se vertiera la sangre suficiente para llenar el cuenco de una mano.

      Si no hubiera pasado ya el tiempo en que los profetas peroraban en las plazas públicas, podría, hoy, erguirse alguno sobre las muchedumbres, y decir: que calle el coro necio de las lamentaciones. Preparémonos a vivir nuestra pequeña vida y esperemos pacientemente el turno de ser grandes, fuertes y admirados.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 16 de abril de 1918.

      7 Gustave Le Bon (1841-1931); este escritor francés era conocido en la época principalmente por su aporte pionero a la psicología social con su libro Psicología de las masas (1895).

      La fiesta del Trabajo

      Ayer, primero de mayo, celebraron los obreros de Bogotá su fiesta del Trabajo y supieron hacerlo de una hermosa manera que podría servir de modelo a la democracia universal. No quisieron ellos, los de las manos encallecidas, permanecer en el Día del Trabajo metidos bajo la tibieza acariciadora de las mantas o entregarse al jolgorio ruidoso de las chicherías, como suele usarse en esta paradójica tierra donde las horas más santas y solemnes son profanadas con cínicos esparcimientos y donde la estadística arroja un número más crecido de borrachos, precisamente el día en que las tabernas han sido selladas por las autoridades.

      Los obreros bogotanos señalaron ayer, en una forma imperecedera y muy bella, la fundación de una escuela, el momento más culminante de elevación moral que han alcanzado hasta hoy nuestras clases proletarias.

      Yo los vi cuando desfilaban en masas robustas, custodiando sus convoyes, como un ejército fuerte que avanzara a la conquista de una soñada y no lejana ciudad de prosperidad, donde los ojos negros de los fusiles serán cegados por las uñas laboriosas de los arados de la paz.

      Yo contemplé, con pupilas de júbilo, el luengo cortejo de carros abrumados bajo el peso de la tierra sagrada que irá a compactar los muros de un pequeño y simbólico templo, donde, dentro de poco, los hijos humildes de los obreros aprenderán a garrapatear sobre el encerado las más caras y santas palabras, y a tomar, sobre los duros y amables bancos de martirio, amor a la lectura y al estudio, puertas de redención, ventanas al porvenir.

      No podría imaginarse en verdad una manera más noble, más divina que esta, de santificar la fiesta del Trabajo, así con un canto al futuro, con una siembra de esperanzas.

      Hoy, cuando en la aristocrática y linajuda Europa, las dinastías milenarias y las turbulentas democracias se confunden, se combaten, se revuelven, se amalgaman y se sienten desconcertadas y perplejas ante una lumbre imprevista que ha descendido quién sabe de qué cielo, cuando todo en esas viejas tierras es caótico e impreciso, nuestro humilde proletariado ha sorprendido el secreto de la estabilidad, y camina ya por un pequeño sendero, recto y lleno de promesas.

      Que así prosiga hasta el fin, porque ellos, los que enseñan como certificado glorioso diez callos duros en las manos, son los arquitectos de la patria, son el oscuro y nebuloso crisol donde se funde el espíritu que, en las gentes de mañana, será fortaleza y será triunfo.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 2 de mayo de 1918.

      La fantasía

      La fantasía inofensiva de los poetas y la imaginación ingenua de las gentes, han querido asignar a todos los meses del año una fisonomía característica.

      Noviembre, por ejemplo, es el mes de las ánimas y de los muertos. Un mes afligido, húmedo, sombrío, que huele a cementerio y a coronas fúnebres. Por esta justísima razón todo el mundo cree de buen gusto poner cara de entierro e indumentariarse de riguroso luto. En noviembre los pálidos aparecidos y los espantos macabros se complacen en meterse bajo los lechos de las niñas nerviosas.

      Diciembre, en cambio, es el tiempo alegre de los estudiantes, la época feliz del retorno al pueblo lejano, después de haber dormido durante todo el año sobre los duros pupitres del colegio, o sobre el odioso libraco de anatomía, en las noches de estudio. Entonces dejamos perplejos a papá y a mamá con los profundos términos técnicos aprendidos al vuelo. También el boticario de la esquina admira nuestro saber y las niñas primorosas del poblado se disputan allá en el costurero, con una actitud disimulada, la conquista de nuestro corazón, ya un poco urbanizado y escéptico. En diciembre hay, además,

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