Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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ronda todo el año y donde el frío, en esta época terrible, araña despiadadamente las carnes indefensas de los desvalidos.

      Una oleada lamentable de pobres gentes, flacas, andrajosas, hambrientas, se arremolinaba, rumorosa y suplicante, frente a los montones de dulces, de caballitos de madera, de camisas y pantalones primorosos, de naranjas y bizcochos, de globos multicolores, de esos que en tiempos de alegría infantil elevábamos al cielo, como mensajes para las nubes de nuestros corazones ingenuos.

      Vimos entonces ocultas tragedias de una intensidad sobrehumana, de una simplicidad emocionante, que se llevaban a cabo en el alma de los infortunados pilletes. Hubo un chiquitín que por un deplorable descuido no reclamó a tiempo el tiquete indispensable y, a la hora de las reparticiones, con las manos nerviosamente asidas a la reja y los ojos indescriptibles, contemplaba cómo los más afortunados rapazuelos salían bulliciosamente cabalgando en los envidiables caballitos de palo y con los pantalones nuevecitos apretados fuertemente contra el pecho.

      Entre tanto, las manos amorosas y blancas de las damas del Club Noel volaban presurosas desde las montañas de juguetes hasta las sucias gorras de los muy desgraciados que, no teniendo otra cosa mejor en qué recibir tan prodigiosos regalos, las extendían suplicantes.

      Y era de ver entonces la alegría, el júbilo de los rapaces, no acostumbrados a tan extraordinarias generosidades; de esos que jamás habían estrenado una camisa, unos pantalones de dril, nuevos, crujientes y olorosos a tienda; de los que en amaneceres de navidad, que son amaneceres de sorpresas para todos, no han encontrado nunca bajo la almohada —¿cuál almohada?— un juguete, un cariñoso recuerdo, una estampa; de los que, en noches de inclemencia, cuando las calles están solas y mudas, se detienen, tiritando de frío y de hambre, con los ojos muy abiertos, ante los escaparates alucinantes de los almacenes.

      Mientras pensábamos en todas estas cosas trágicas, los pilluelos, locos de alegría, descendían bulliciosamente hacia la Avenida de la República.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de enero de 1918.

      Vuelven los estudiantes

      En febrero vuelven los estudiantes. Febrero, allá en el pueblo lejano, es el mes de los besos de despedida y de los blancos pañuelos que se agitan. A la hora de partir, mamá, entre lágrimas, nos abraza; papá, con tono ceremonioso y doctoral, nos da magníficos consejos, que pronto olvidaremos; la novia provinciana, desde su balcón, nos mira con ojos adormilados y llorones. Luego, desde la revuelta amarilla del camino, la última visión de la aldea, hundida entre la bruma, con sus casitas adormecidas, junto a la vieja iglesia.

      En febrero vuelven los estudiantes. Los que vivimos aquí en la ciudad perennemente, los que no emigramos jamás, todos los que debemos contentarnos en diciembre con nuestros paseos dominicales a Monserrate, los vemos llegar poco a poco, con su alegría bulliciosa y loca. Las calles, antes solitarias, se pueblan de medias calabazas y de bastones agresivos. Entonces son los abrazos públicos, efusivos, estrechos, las risas estruendosas y el contarse mutuas aventuras. El antioqueño y el pastuso, el caucano y el boyacense, el costeño y el cundinamarqués, se felicitan al encontrarse, de verse juntos otra vez, en el claustro sereno de la Universidad, entre los frondosos árboles del parque, bajo las columnas jónicas del Capitolio.

      Regresan los estudiantes y por eso los parques deben estar de plácemes; las enarenadas avenidas que han sentido sobre sí los zapatos, a veces demasiado gastados, de muchos hombres ilustres, vuelven a tener ya a los antiguos visitantes cotidianos; los añosos cipreses tornan a oír impasiblemente los deliciosos parrafones de anatomía, gritados a voz en cuello, las lucubraciones escolásticas del padre Ginebra o de Restrepo Mejía o los temibles teoremas geométricos, en mala hora inventados por algún griego deschavetado, como aquel de “el volumen de un tronco de pirámide” o de “el cuadrado construido sobre la hipotenusa es igual...”, y que los pobres chicos de imaginación voladora se esfuerzan inútilmente en fijar para siempre, detrás de sus cabezas torturadas.

      En febrero regresan los estudiantes, y bienvenidos sean porque ellos son la sal y la alegría de todo, porque ellos darán un bello aspecto de fuerza y de juventud a la ciudad, porque ellos harán chispear de felicidad a muchos bellos ojos que, desde principios del mes, esperan ansiosamente detrás de los cristales.

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 25 de febrero de 1918.

      El amor a la vida

      Aguadas es un dulce pueblecito hundido entre las sinuosidades de la cordillera central, donde las mujeres pasan tranquilamente su vida tejiendo blancos sombreros de paja.

      Hoy, el corresponsal de este diario en Manizales comunica una sencilla tragedia ocurrida en Aguadas y que inspirara hondas y desoladoras meditaciones a un filósofo pesimista: dos buenos muchachos se han dado la muerte con una simplicidad aterradora. Uno dice: mátame amigo, y el otro dispara ciegamente sobre él, teniendo cuidado de reservar los dos últimos disparos para aposentárselos él mismo dentro del corazón.

      “Dos jóvenes”, dice el telegrama. ¡Siempre son jóvenes los que se matan! Esta paradoja terrible ha de tener una razón lógica de ser.

      La primera jornada es la más dura para las peregrinas plantas de los viajeros. Es a los veinte años, quién lo creyera, cuando la vida se nos presenta más incomprensible. En esa edad indefinida en que no tenemos la inconsciencia feliz de los niños, ni la madurez resignada de los ancianos, es cuando un cúmulo de inquietudes más torturadoras y de interrogaciones más desesperantes se agolpan sobre nuestras frentes. Adivinamos vagamente que vamos a oscuras por el mundo, con un peso inconmensurable de aflicciones y de fatalidades sobre el corazón, como esos personajes sonámbulos de los dramas de Maeterlinck. Nos hundimos atrevidamente en el misterio que hay dentro de nosotros y más allá de nosotros, sin tener la suficiente filosófica resignación para vivir sin comprenderlo.

      ¿Para dónde vamos y de dónde venimos? Esta interrogación formidable que nos presentamos a nosotros mismos, a veces de una manera vaga y nebulosa, otras con una precisión abrumadora, hace que en un momento loco, de amargas reflexiones, pongamos una rúbrica roja a la corta comedia de nuestras existencias.

      El suicidio que en Séneca fue digno y en Silva casi disculpable, es muchas veces signo de mediocridad intelectual y sobre todo de una educación defectuosa.

      He aquí tema para un libro de doscientas páginas. En los bancos de la escuela, en las aulas tediosas de los colegios, desde las cátedras de las universidades, no nos predican la seriedad de la vida, la belleza de la vida, la divinidad de la vida. No nos dicen que vivir, existir, ser hombre, ser hoja, ser insecto, ser grande, ser pequeño, ser fuerte, ser débil, todo tiene una trascendencia infinita.

      No nos dicen que hay nobles satisfacciones y hermosas realidades en el mundo. No nos enseñan a ver el sol claro y limpio de las mañanas de verano, ni la dulce tristeza del invierno. No nos descubren la belleza de las más pequeñas cosas, ni nos hacen comprender que el amor es provocativo y confortante, que el trabajo enaltece, que la lucha noble glorifica. No nos hacen ser alegres y optimistas.

      En las escuelas, en los colegios, en las universidades, no nos enseñan a amar la vida. Y entonces, solos, sin fortaleza espiritual, inermes, nos entregamos a los brazos alucinantes de la muerte.

      ¿No se presta todo esto a muy desconsoladoras meditaciones que podrían llenar un libro de doscientas páginas?

      El Espectador, “Día a día”, Bogotá, 8 de marzo de 1918.

      Las viejas iglesias

      Hoy, cuando se ha apoderado de las gentes un anhelo bárbaro de demolición, cuando se ha perdido el respeto a las vetusteces

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