Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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alrededores de cierto puebluco, no sé bien si de la Patagonia o del Quindío, hay una cueva terrible y miedosa, donde entre lechuzas y murciélagos, vivía hasta hace pocos días, una vieja hechicera. A ella acudían todas las muchachas, feas y bonitas, de la comarca, a pedirle filtros y bebidas encantadas para hacerse querer de los mozos ingratos o despreocupados.

      Bueno. En esa época era rey de Pereirópolis Don Tiburcio III, que tenía su corte en Nacederos, según dicen. La única hijita de Don Tiburcio era ciega y muy triste. Se llamaba Fifí. La pobrecilla Fifí vivía inconsolable porque sus ojos muertos no le servían sino para llorar y porque no podía conseguirse ningún novio.

      Un día, sin embargo, resolvió irse donde la vieja de la montaña. Se montó, pues, en su borriquito blanco, que la llevaba por todos los caminos, y preguntando, preguntando, llegó hasta la cueva.

      Cuando estuvo en la puerta, dijo muy recio: “Abuela: tú que eres más vieja que Matusalén y más sabia que Zarathustra, prepárame una bebida tal, que todos los hombres que la prueben se enloquezcan de amor por mí”.

      Y la vieja contestó: “Ay mijita, como hubo tantos pedidos en estos días, todas las unturas y bebidas se acabaron”. La dulce y triste Fifí rompió a llorar, y la bruja, que tenía buen corazón, se conmovió y le dijo entonces: “Aguárdese un momentico, yo le doy otra cosa mejor”, y dándose unos golpecitos en el colmillo, brotaron del suelo como catorce brujas. Les dijo un secreto y todas desaparecieron.

      A los dos minutos volvieron sudorosas. La primera traía cinco estrellas, más o menos; otra, dos focos de automóvil; la otra, una pantera con los ojos chispeantes; aquella traía en el cuenco de la mano un océano profundo y anchuroso, con todas sus tormentas y misterios y sirenas; una, trajo montañas azules y pensativas y lagos dormidos y alunados; hubo quien robara todo el cansancio y toda la melancolía a los caminos amarillentos; algunas se aparecieron con almas errantes y fugitivas de gitanos, o con voluptuosidades musulmanas, turbadoras y acariciantes; la de más allá, trajo músicas extrañas, raras, sensuales; la última venía con ajenjo, champaña, opio y venenos mortales de serpientes.

      Todo esto lo echaron en una tacita de oro, donde, por asomarse, se cayeron como siete brujas. Y después de revolverlo con una varita mágica, y de echarle tres bendiciones con la zurda, la pícara vieja sacó del fondo dos ojos maravillosos y enigmáticos, que iluminaron toda la cueva y que no se sabía si eran verdes o negros o azules; poniéndoselos a la admirada Fifí, dijo: “No hay nada que enamore tanto a los hombres, como dos ojos misteriosos”.

      Y cuando llegó al Palacio, montada en un borriquito blanco, todos los príncipes de Santa Rita, de Cerritos, San Pacho y otras tierras lejanas, hicieron arrodillar sus corazones ante los ojos alucinantes de Fifí.

      Glóbulo Rojo, Pereira, 28 de abril de 1917.

      Yo no quiero la paz

      ¡Yo no quiero la paz! maldita sea

      la tranquilidad sugestiva de la aldea.

      ¿Una casita blanca metida en los rosales,

      mujercita, un chiquitín huerto con flores?

      ¿Vivir entre el olor de los maizales,

      sin penas, sin trabajos, sin dolores?

      Eso no es vida ni nada, eso es la muerte

      para los hombres de robustas manos;

      las mujeres tan sólo y los ancianos

      podrán vivir la vida de tal suerte.

      Pero yo, que tengo sangre roja,

      una sangre tan roja que no escucha

      mi voz aplacadora, que me arroja

      en mitad de la arena y dice: ¡Lucha!

      No puedo estar en paz. Paz y quietud

      son un pecado de lesa juventud.

      Glóbulo Rojo, Pereira, 5 de mayo de 1917.

      La Vieja

      No. La Vieja de mi historia es una vieja que no es vieja ni viejo, ni muchacha, sino una bruja errante, silenciosa, siempre antigua y siempre nueva, serena, profunda, peligrosa y cruel, que se ha tragado muchos niños vivitos sin hacer un gesto, y se ha engullido muchos hombres crudos sin untarles sal siquiera.

      Hablo de ese prodigioso río que pasa por Cartago y que va a contarle al Cauca, allá lejos, quién sabe qué secreticos de amor y de misterio, quién sabe qué tristezas infinitas que le han musitado los sauces inclinados en las noches de ensueño y de luna; de ese río milagroso, que tiene errabundidades de gitano, y que siente, aunque a ninguno le cuenta sus cuitas. No es como cierto Otún, que yo conozco, casquivano y bullicioso, que todo lo que sabe lo grita a los cuatro vientos.

      Este pobre cronista estuvo la semana pasada en Cartago, el pueblo delicioso y antiguo, que se lleva el orgullo de no tener luz eléctrica y otras atrocidades, en este siglo de motores y de cosas prosaicas. Así me gusta a mí, porque es más evocativo y más propicio a mis vagabundeos espirituales; así lo quiero, con sus mujeres pálidas y finas, con sus casas antiguas y miedosas, sus iglesias vetustas y su río maravilloso, enfermo de vagar por entre guaduales y de mirar a las estrellas.

      Si no fuera por los zancudos tan picudos y por el calor tan picante... Es raro: todas las orillas de las viejas son frías según dicen (porque a mí no me consta), menos la de esta bruja perversa que yo adoro.

      Y a pesar de quererla tanto, cuando fui a echarme a ahogar en ella, para cumplir una promesa que había hecho a cierta divina enemiga mía, y me tiré de cabeza hasta el fondo, como un submarino loco, la buena, la dulce, la compasiva vieja, me fue sacando a la orilla quedamente, bueno y sano.

      Y mientras me alejaba afligidísimo, pensé interiormente, ¡cuánta será mi desgracia, que ni las viejas me quieren!

      Glóbulo Rojo, Pereira, 5 de mayo de 1917.

      1 Las “cigüeñas de Estrasburgo que canta Amado Nervo” aparecerán de nuevo, y muy pronto, en una crónica para El Espectador de Bogotá, titulada “En la hora del dolor”, el 11 de septiembre de 1917.

      La incertidumbre

      Se ha roto la confianza que todos teníamos en nuestras paredes protectoras, en nuestro buen techo blanco, que todos mirábamos cariñosamente al acostarnos y que hoy contemplamos con los ojos llenos de reproche y de furor, porque la muerte está encima, acurrucada y avizora.

      Hace cinco días nadie duerme en esta ciudad de los sustos. Los nervios han llegado al máximum de irritación. Estamos, pues, muriéndonos de miedo. De miedo a ese monstruo invisible, que pasa apachurrando las casas, como huevos, y haciendo morir las viejecitas sin confesión.

      Muchos hombres serían capaces de sentir la muerte con serenidad, frente a un toro, en un campo de batalla, pero yo sé que ninguno esperaría, imperturbable, un alfilerazo, sin saber

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