Nueva antología de Luis Tejada. Luis Tejada

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Nueva antología de Luis Tejada - Luis Tejada

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poderse defender, no ultrajar, no herir, estar en la incertidumbre de no saber si lo que ha de llegar viene ya o dentro de unos minutos, o nunca, nos hace temblar como cañas. El misterio nos vence.

      Las noticias

      Y este estado de intranquilidad, de alarma, de insomnio, que debía decrecer con la disminución del peligro o por haberse habituado un poco, persiste, sobre todo en el pueblo. Porque las noticias escalofriantes que todo el mundo hace circular, lo atizan.

      Se decía que en Nazaret habían muerto muchísimas familias labriegas, y no murieron sino tres personas, en un derrumbe casual. Que Bogotá se iba a hundir anoche a las doce; que Monserrate iba a despertarse con una explosión atronadora, y otras atrocidades. Esto es delictuoso, pensamos. ¿Por qué llevar la intranquilidad y el pavor a las buenas gentes del pueblo, que son extrañamente propensas a creer las mayores absurdidades y a pensar que estas cosas tienen causas divinas o diablescas? Esto debe ser un delito, repetimos.

      Cuando en vez de aterrorizar, se podría sacar algo bueno de estos fenómenos, explicando su naturalidad y destruyendo ciertas supersticiones extravagantes que entorpecen la mente de las multitudes.

      Ahora

      El Espectador, Bogotá, 6 de septiembre de 1917.

      2 Esta fue, en definitiva, la primera crónica que Tejada publicó en El Espectador, luego de que el director le rechazó el relato sobre la bisabuela, el cual publicaría un poco más tarde en la revista El Gráfico.

      3 En Tejada, como en otros escritores colombianos de la época, subsistió el uso del verbo privar, en vez de primar, con el significado de prevalecer.

      La belleza en la escuela

      Visitando estos días una escuelita de los alrededores, pensé involuntariamente en mi pueblo y en la escuela que me tocó frecuentar cuando niño. La tal escuela, que yo quiero mucho, así vetusta y lamentable como era en esa época, había sido cuartel en tiempos de guerra. Las paredes altas y cruzadas por las ralladuras de las bayonetas, los salones tenebrosos y resonantes, los bancos carcomidos y cojos, las ventanas sucias y desairadas, y hasta el viejo maestro, con su gorro de borla, sus alpargatas y la férula vengadora e inseparable, nos ponían un amargor en el corazón, una angustia en los ojos, una gana de largarnos al campo a robar guayabas y naranjas y no volver a esa detestable casa, que aborrecíamos con todos nuestros corazones de diez años.

      Por fortuna, hoy todo ha cambiado un poco y los maestros se preocupan ya algo de la elegancia y pulcritud de las cuatro paredes, donde van a enseñar toda esa faranda de muñecos de azogue, que les envían diariamente. La educación moderna lo impone. Don Pablo Vila pidió en 1915, para su Gimnasio, una decoración sencilla y elegante, porque estos son elementos indispensables para inspirar pulcritud, orden y buen gusto a los niños.

      Es indudable la influencia de las habitaciones en las personas. Cada uno es como su cuarto. Rastreando en las vidas de muchos, se podría encontrar la razón de su infortunio o su felicidad, recordando dónde vivió cuando pequeño. Yo creo que mucha de la melancolía de Novalis se debió a su palacio solariego y penumbroso. En una escuela donde entran el sol y el aire, las paredes están limpias y adornadas y haya muchas flores en el jardín, se puede garantizar que los alumnos estén contentos y sanos. Con flores, con sol, con la elegancia de la casa, de las mesas, buenos cuadros, etc., empieza a entrar el sentimiento de la belleza en el niño, sin darse cuenta.

      “Dar a sentir lo hermoso, es una obra de misericordia”, dijo un pensador americano. Como todo lo que rodee a los niños sea armonioso y de buen gusto, así se volverán sus almitas y sus caracteres. Se irá despertando en ellos el sentido de lo bello, y entonces el maestro tendrá terreno abonado para sembrar la bondad. “Yo creo indudable que el que ha aprendido a distinguir de lo delicado lo vulgar, lo feo de lo hermoso, lleva hecha media jornada para distinguir lo malo de lo bueno”, dijo José Enrique Rodó, en el libro más bello que han visto mis ojos.

      El Espectador, Bogotá, 8 de septiembre de 1917.

      Las escuelas rurales

      Me parece que los señores maestros de Colombia que han venido a reunirse en un Congreso para discutir los grandes problemas pedagógicos, aunque llevan hasta hoy seguramente una labor firme y laudable, han echado en olvido algo que merecía la pena de considerarse seriamente.

      Me refiero a esas pobres y anónimas escuelas de los campos, que los altos empleados del ramo de Instrucción Pública miran con un descuido lamentable, y que son sin embargo un factor capitalísimo en la futura formación del alma nacional.

      Esos rudos y humildes campesinos que hoy laboran trabajosamente sus dos pulgadas de tierra, serán, en la evolución lógica de nuestras sociedades, la aristocracia de mañana.

      Porque el que hoy es jornalero, otro día será hacendado, y sus nietos estudiarán y saldrán médicos o abogados, o ingenieros. Y luego, conductores y gobernantes. Cuántos que ahora son excelentísimos, tienen entre sus abuelos a alguien que era ño Pedro.

      En una nación previsiva se iría educando, puliendo, limpiando, con tiempo, paciente y sabiamente, esa alma nebulosa y amorfa del pueblo campesino, donde el crimen y el vicio se apoderan fácilmente de las más preciosas energías, precisamente porque no existe ese dominio reflexivo de las pasiones que dan la educación y el estudio.

      Es a esas olvidadas escuelas de las campiñas donde se deben, pues, enviar los más hábiles y sabios maestros, señores directores de Instrucción Pública. Hay que acabar con el error tan frecuente entre nosotros de que mientras más pequeños o ingenuos sean los niños, requieren conductores más burdos e ignorantes, y que los maestros buenos sólo sirven para universidades y colegios de segunda enseñanza, cuando, procediendo lógicamente, debiera suceder lo contrario. Porque todo el tino, toda la sabiduría, toda la inteligencia del institutor, deben estar allí donde la preciosa planta es más delicada y donde un error de dirección puede determinar un torcimiento fatal en la vida del niño.

      Cuando pienso ahora que en ciertas regiones, que yo me conozco muy bien, hay maestros insignificantes que a duras penas saben leer y escribir, que no han ojeado jamás un libro de pedagogía ni han pasado nunca por las aulas de una escuela normal, que trabajan en locales inverosímiles y que cobran remuneraciones vergonzosas, no puedo menos de decirme que si los señores maestros de Colombia, en vez de discutir tan arduamente viejas cuestiones de bachillerato, emprendieran algo en favor de las escuelas y de los maestros rurales, ya podrían irse contentos para sus casas, con la firme convicción de no haber perdido el tiempo.

      El Espectador, Bogotá, 31 de diciembre de 1917.

      Crónicas de 1918

      El Espectador de Bogotá, columna “Día a día”

      El Gráfico de Bogotá

      El Universal de Barranquilla, columna “Glosas insignificantes”

      La fiesta de los pilletes

      El domingo, en el Parque de la Independencia, tuvo lugar lo que podríamos llamar la “fiesta de los pilletes”. Algunas

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