La conquista del sentido común. Saúl Feldman

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La conquista del sentido común - Saúl Feldman

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Pinker, En defensa de la Ilustración (Paidós, 2018), se ha puesto de moda en algunos círculos para “demostrar” que, a diferencia de lo que se sostiene, las cosas están mucho mejor de lo que se piensa.

      4 Slavoj Žižek, Viviendo en el final de los tiempos, Akal, 2015. Otra consideración en este mismo sentido ofrece la filósofa española Marina Garcés en un artículo publicado con el significativo título de “Condición póstuma”: “Nuestro tiempo es un tiempo en que todo se acaba. Vimos acabar la modernidad, la historia, las ideologías y las revoluciones. Hemos ido viendo cómo se acababa el progreso: el futuro como tiempo de la promesa, del desarrollo y del crecimiento. Ahora vemos cómo se terminan los recursos, el agua, el petróleo y el aire limpio y cómo se extinguen los ecosistemas y su diversidad. En definitiva, nuestro tiempo es aquel en que todo se acaba, incluso el tiempo mismo. No estamos en regresión. Dicen, algunos, que estamos en proceso de agotamiento o de extinción. Quizá no llegue a ser así como especie, pero sí como civilización basada en el desarrollo, el progreso y la expansión” (Obra colectiva, El gran retroceso, Seix Barral, 2017, pág. 109).

      5 Slavoj Žižek y Fredric Jameson, Estudios culturales. Reflexiones sobre el multiculturalismo, Paidós, 1998.

      6 Por Friedrich August von Hayek (1889-1992), el economista austríaco que señaló las contradicciones entre la economía planificada y las libertades individuales.

      7 Wolfgang Streeck, ¿Cómo terminará el capitalismo?, Traficantes de Sueños, Madrid, 2017, pp. 36-41: “Disociación de la Democracia y la Economía Política”.

      8 Mark Fisher, Realismo capitalista. ¿No hay alternativa?, Caja Negra, 2018, pág. 41.

      I

       EL CAMBIO

       CULTURAL

      BALCARCE EN EL SILLÓN DE RIVADAVIA *

      * Consumado su triunfo electoral en 2015, el macrismo sintió que podía emprender un acelerado proceso de cambio cultural que ya había insinuado activamente desde el gobierno de la Ciudad de Buenos Aires. Pero esta vez en el mismo corazón de la cultura política, no solo de la cotidiana. Ahora en poder del aparato del Estado, podía, además, desplegar un sistema de disciplinamiento e intervenir fuertemente en la transformación del sentido común. Desplegó entonces un guión general ya escrito que, lejos de cualquier improvisación, puso en juego herramientas pensadas en detalle para cada coyuntura específica que confluyeron en una sincronizada estructura comunicacional. Se quiso dejar impresa en la mente de las personas una serie de documentos, imágenes, improntas para una especie de “película documental” rodada en tiempo real que funcionase como testimonio del cambio cultural programado. Así fueron acuñadas, entre otras, las imágenes del perro Balcarce sentado en el sillón de Rivadavia, el baile de Mauricio Macri al ritmo de “No me arrepiento de este amor”, de Gilda, en el balcón de la Casa Rosada, los nuevos billetes ilustrados con animales autóctonos, “despolitizantes”, en lugar de los próceres, etc.

      Todo estuvo y está impregnado de la intención de romper con los símbolos, con el tiempo histórico acumulado, con la memoria colectiva. Y cargado de un tono sardónico, una tácita burla arrojada sobre el Otro, sobre el concepto de Patria, sobre la política. Fue la muestra de una forma de dinamitar una cultura política y un sentido común vigente. La no política. El perro “Balcarce” sentado en el sillón presidencial, haciendo trizas la historia como continuidad y memoria, reemplazando a los presidentes −o a los niños, deportistas o trabajadores de la cultura que habían sido sentados por Néstor Kirchner en ese mismo lugar, como representación legítima del pueblo− por un animal. Una afrenta a la Historia y a la política como acto colectivo, dejando latente la idea de que el verdadero poder está fuera de la Casa de Gobierno. Que ese objeto, el del sillón como símbolo de poder y representación, es un simulacro con el que había que terminar. Asimismo, el baile en el balcón, teatro de la máxima conexión colectiva del poder político con el pueblo, con el fondo de la cumbia de Gilda, da a entender que ese amor (¿del que habría que arrepentirse?), individual, circunstancial, una “calentura” del momento, debía tomarse como metáfora de la nueva política marcada por lo efímero, por lo privado. Más que la alegría desubicada de un festejo, sonaba a la burla chabacana que coronaba la ascensión de una nueva cultura política, en la que la idea de lo colectivo queda afuera, y no hay otra promesa que la de un mundo feliz, inspirada en una fantasía casi infantil, pero no desde un balcón que sea abrazo y trabazón entre política y ciudadanía, sino de un balcón palaciego, mueca comunicacional de la fiesta aristocrática, para pocos, que el gobierno ofrece a los suyos puertas adentro del castillo.

      EL CAMBIO CULTURAL NO ES UNA COARTADA DEL MODELO NEOLIBERAL

      No había transcurrido un puñado de meses desde la elección que catapultó a Mauricio Macri a la presidencia cuando empezó a ocupar un espacio mayor en el discurso oficial la insistencia en la “necesidad de un cambio cultural”. Era un llamado a recordar que la persistente consigna del “cambio”, que logró galvanizar los deseos más diversos del electorado, originados en muy distintas motivaciones de sectores sociales bien diferentes, podía reconcentrarse en algo más trascendente: el deseo de un cambio en los valores que sustancian el tejido social. En el campo político más inmediato, la primera novedad había sido vencer al kirchnerismo, pero ahora se trataba de demolerlo, marcado este deseo por un odio acérrimo por “los K”, vértice de confluencia esencial de buena parte de los votantes de Cambiemos. Pero había un mensaje de fondo, desarrollado en paralelo a la persecución jurídica a los integrantes del anterior gobierno o a la implementación de fuertes reformas económicas de corte neoliberal: la necesidad imperiosa de instalar otro orden social y cultural.

      Aquella demanda explícita de un “cambio cultural” que debía producirse para poner fin a todos los males de la República ocupó el primer plano de las declaraciones, mientras arreciaban las primeras medidas económicas que sentarían las bases de la matriz del modelo –tarifazos, endeudamiento, apertura de importaciones, despidos en el Estado y ajuste permanente−, ante la reacción desarticulada y débil de un kirchnerismo que aún no salía del shock de la derrota y de una ciudadanía todavía desconcertada por la impiedad de lo que el gobierno llamaba “gradualismo”.

      Esa convocatoria a un necesario “cambio cultural”, ¿fue solo un ardid discursivo para generar un apoyo a las medidas económicas, en atención a los “sacrificios” que demandaban? No parece. La evidencia permite ir más allá del crucial pero, con todo, estrecho campo de la economía como la única motivación para hacer ese “llamamiento” del orden de lo moral. Se trataba, más bien, de establecer un necesario y complementario nuevo orden cultural capaz de sustentar –y contener, llegado el caso− el diseño de este nuevo orden económico y social.

      Los cuadros intelectuales de la oposición ya habían hecho la caracterización neoliberal e individualista de la ideología macrista, un perfil que fue robusteciéndose con cada medida de gobierno y a partir de las temerarias declaraciones antipopulares de ministros y funcionarios de primera línea de Cambiemos. Para los partidarios de la coalición de gobierno, el anunciado “cambio de valores” se afirmó desde el primer momento en la expresión de un odio que paulatinamente se fue acrecentando, fogoneado desde los medios masivos y las redes sociales. Eso que poco antes se había bautizado como la “grieta”,

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