Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza

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una perspectiva puramente formal, de manera que no dice nada en relación con el valor “epistemológico” del argumento en cuestión o, mejor aún, de la conclusión del mismo. O sea, es perfectamente posible que un argumento de forma inductiva, y con premisas sólidas, nos lleve a una conclusión que tenga un mayor grado de certeza (de certeza material) que otro de forma deductiva pero que parta de premisas dudosas19.

      La argumentación en materia de hechos es, sin duda, una de las instancias de la vida del Derecho en la que se hace más patente la necesidad de apertura hacia el conocimiento científico (hacia las ciencias empíricas). Así, es natural que los criterios que suelen usarse para justificar las inducciones científicas sean en principio de aplicación a la inducción probatoria. Pero no puede olvidarse tampoco que entre ambos campos existen diferencias considerables. Una de ellas es que la conclusión de una inferencia probatoria es un enunciado que afirma que en el pasado se ha producido tal hecho, de manera que la analogía tendría que trazarse no tanto con lo que se ha llamado ciencias nomotéticas (que establecen leyes generales), sino con las ciencias idiográficas, orientadas hacia lo concreto y lo individual (las ciencias históricas). Y otra, la más importante, es que los presupuestos que presiden el razonamiento probatorio del juez no son únicamente de carácter teórico, cognoscitivo (el objetivo no es simplemente conocer lo que ocurrió), sino también práctico. Es obvio que la presunción de inocencia o la prohibición de tomar en consideración las pruebas ilícitamente obtenidas no son tanto (o no solo) garantías de carácter epistemológico como (o también) de carácter práctico: no están dirigidas (o no lo están centralmente) a incrementar la probabilidad de alcanzar la verdad, sino a evitar resultados que se consideran (y con toda razón) como indeseables: castigar a un inocente (lo que se quiere evitar aunque la presunción de inocencia suponga también no castigar a muchos culpables) o que la policía, la fiscalía, etc., incurran en comportamientos atentatorios de los derechos de los individuos (lo que ocurriría si no hubiese límites estrictos en cuanto a cómo obtener las pruebas).

      En definitiva, a propósito del razonamiento probatorio (como ocurre en general con el razonamiento jurídico), es esencial tener en cuenta el marco institucional. El razonamiento probatorio del juez no es (o no del todo) un caso especial de diálogo racional de carácter teórico o teórico-práctico, por más que la verdad sea, por supuesto, un valor fundamental del proceso (pero no el único). Y menos aún puede considerarse la argumentación en materia de prueba en términos de ese tipo de diálogo si en lugar de situarnos en la perspectiva del juez nos pusiéramos en la del abogado. Es bastante obvio, por ejemplo, que el interrogatorio de testigos que llevan a cabo los abogados es un tipo de diálogo que se aleja mucho del diálogo racional. Como decía al comienzo, pretender que la argumentación jurídica, en todas sus instancias, sea un caso especial del discurso racional presupone una concepción idealizada, por no decir directamente falsa, de la práctica jurídica.

      - VII -

      El carácter genéricamente interpretativo de la práctica jurídica es una consecuencia de que el Derecho no sea una realidad natural, sino una actividad humana, cuyo sentido no puede captarse si nos situáramos en una perspectiva completamente ajena a la de los participantes en esa práctica. Ocurre como con cualquier otra actividad, por ejemplo, un juego, cuyos movimientos no podríamos entender si prescindiéramos del propósito del mismo, de las reglas que lo rigen, etc. Los “hechos” (la realidad) del Derecho son por ello siempre, en alguna medida, hechos interpretados, entendidos desde la perspectiva de esa institución.

      Pero además, la materia prima del Derecho es, en buena medida, lingüística, y eso plantea un particular problema de interpretación. O sea, un fragmento lingüístico tiene siempre que ser entendido (interpretado en el sentido amplio de la expresión), pero esto puede ocurrir de manera espontánea o bien (cuando surge alguna duda) merced a un procedimiento que es a lo que cabe llamar interpretación en un sentido más estricto. Así entendida, una cuestión interpretativa no tiene necesariamente un carácter normativo, puesto que la duda puede surgir, por ejemplo, en relación con la declaración (escrita u oral) de un testigo o en relación con cualquier documento que pueda resultar relevante para el Derecho. Entre las cuestiones de prueba y las cuestiones de interpretación no puede establecerse, por lo tanto, una separación tajante.

      En su sentido más estricto, una cuestión interpretativa surge cuando se tiene una duda de comprensión en relación con un texto normativo. La estructura del problema es simple: en un determinado texto hay una expresión (una palabra o una oración) que puede entenderse en más de un sentido y se necesita optar por uno de ellos; simplificando, en favor de S1 o de S2. En un argumento (judicial) interpretativo cabe distinguir entonces (podría considerarse como su “justificación interna”) tres elementos: 1) el enunciado a interpretar, 2) el enunciado interpretativo y 3) el enunciado interpretado; este último se sigue deductivamente como conclusión de los dos anteriores, que funcionan como premisas. Para resolver el problema se necesita argumentar a favor de tal enunciado interpretativo (de la premisa 2), puesto que 1) está, por así decirlo, ya dada), y a esto es a lo que podría denominarse como la “justificación externa” del argumento interpretativo. Por ejemplo:

      1. Todos tienen

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