Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza
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No es difícil probar que el argumento justificativo de un juez incluye siempre alguna premisa de carácter moral. En principio, esto resulta, por así decirlo, incontestable cuando la motivación hace explícita referencia bien a la moral positiva o bien a la moral crítica. Ahora bien, es cierto que ese es un dato por así decirlo cultural, pues no en todos los sistemas judiciales nos encontramos con un uso manifiesto de argumentos morales; y en todo caso, cuando se da, es únicamente en relación con casos particularmente controvertidos. Por lo que la prueba a la que antes me refería descansa básicamente en lo que Nino consideraba como la cuestión (la tesis) más importante de la filosofía jurídica: que las normas jurídicas no suponen por sí mismas razones de carácter justificativo, o sea, la existencia en cualquier razonamiento judicial de carácter justificativo de una premisa (implícita) que establece la obligación para los jueces de aplicar el Derecho (el Derecho de su sistema), obligación que tiene necesariamente carácter moral. Ahora bien, si esto es así, entonces un juez no podría motivar propiamente sus decisiones si pensara que la moral carece de objetividad. No puedo de nuevo entrar aquí en detalles34, pero me parece importante aclarar estas dos cosas. Una es que objetivismo moral no significa absolutismo: el objetivista es falibilista, esto es, está abierto a los argumentos y, en su caso, a modificar su postura. Y la otra es que el objetivismo no es tampoco (necesariamente) un tipo de realismo moral: lo que se quiere decir con ello no es que existan “objetos” morales distintos a los pertenecientes al mundo natural o social, sino que existe la posibilidad de discutir racionalmente sobre cuestiones morales (sobre valores o fines últimos, no sólo sobre medios); se trata, en definitiva, de un objetivismo de las razones.
Y llegamos con eso a la cuestión de si los anteriores criterios permiten a un juez llegar siempre a la determinación de la respuesta correcta para cada caso (difícil) que se le presente. Muchos juristas y filósofos del Derecho piensan que no y aducen como razón para ello la falta de consenso, esto es, la existencia frecuente de discrepancias, y de discrepancias que no afectan únicamente a quienes defienden algún interés de parte, a los abogados, sino también a los propios órganos judiciales y a los cultivadores de la dogmática. Sin embargo, el argumento parece claramente defectuoso, puesto que de esa falta de acuerdo sobre cuál es la respuesta correcta en un caso se infiere que entonces no hay tal respuesta correcta, cuando lo único que podría concluirse es, si acaso, que no conocemos cuál es esa respuesta o que existe incertidumbre sobre la misma35. En realidad, sostener la tesis de que existe una única respuesta correcta para cada caso que se le presenta a un juez implica asumir una postura que es mucho menos radical de lo que a primera vista pudiera parecer. Esto es así porque la afirmación concierne únicamente a la respuesta de un juez (no, por ejemplo, a la del legislador: sería realmente extraño pensar que una determinada ley sobre tal materia era la única ley correcta) y ya hemos visto que el problema que tiene que resolver admite, por lo general, únicamente dos respuestas: culpable-inocente, válido-inválido, etc., de manera que lo que se estaría diciendo es que de dos únicas alternativas, hay una de ellas que es superior a la otra o, dicho de otra manera, el significado de la tesis es que no habría casos de puro empate, en los que las razones a favor de una decisión pesaran exactamente lo mismo que las existentes a favor de la otra. Pues bien, yo creo que esa tesis es fácilmente asumible si precisamos que la misma debe entenderse en el sentido de que casi siempre existe una única respuesta correcta aunque no puede excluirse la posibilidad de alguna excepción en supuestos muy extraordinarios; y de que no excluye tampoco la posibilidad (igualmente muy excepcional) de casos trágicos, esto es, de supuestos en los que no hay ninguna respuesta que pueda calificarse de correcta (que no vulnere algún principio o valor fundamental del ordenamiento), aunque una pueda ser la mejor, la menos mala (o sea, un caso trágico no es necesariamente un caso de empate).
En fin, si digo que todo lo anterior presupone una concepción no positivista del Derecho, ello se debe a que tomarse en serio la motivación, en el sentido indicado, implica entender el Derecho no simplemente como un fenómeno autoritativo, sino también como una práctica con la que se trata de lograr ciertos fines y valores. Para ello, a su vez, se necesita sostener un objetivismo moral mínimo que, naturalmente, no supone para nada identificar el Derecho con la moral, con la justicia. Supone que el jurista, el juez, debe esforzarse por encontrar una solución justa (objetivamente justa) y que, en el contexto de los Estados constitucionales, puede lograrlo en muchísimas ocasiones, aunque no en todas.
- X -
La argumentación puede considerarse como un método de resolución de problemas y, por ello, en la elaboración de un argumento judicial justificativo (de una motivación) es útil distinguir las siguientes fases: identificación y análisis del problema; propuesta de una solución; comprobación y revisión; redacción de un texto36.
Argumentar es una actividad con la que se trata de resolver cierto tipo de problemas manejando determinados recursos (y excluyendo otros: por ejemplo, la utilización de la fuerza física, la manipulación mental, etc.). Los problemas jurídicos que debe resolver un juez tienen una serie de características que es importante tener en cuenta: son problemas prácticos, relativamente bien estructurados (en términos casi siempre bivalentes), dados en un medio institucional que los condiciona fuertemente, que afectan siempre en mayor o en menor medida a valores morales (no son, pues, problemas puramente “técnicos”) y en los que el lenguaje tiene una especial relevancia (recuérdese lo anteriormente señalado en el punto 7). Y los recursos a los que puede recurrir un juez no son exclusivamente de tipo intelectual. Además de la razón (el logos), en la tradición retórica siempre se consideró como instrumento retórico el talante del orador (el ethos) y las pasiones del auditorio (el pathos). Y a esos elementos emocionales habría que añadir todavía un componente ético: las reglas deontológicas que conciernen a la profesión judicial son también, en cierto modo, reglas argumentativas. Por lo demás, los elementos de carácter emocional tienen menos importancia en el caso del razonamiento judicial que, por ejemplo, en la argumentación de los abogados, pero eso no quiere decir que esos aspectos más “retóricos” desaparezcan allí del todo.
En la etapa de identificación y análisis del problema se puede recurrir a instrumentos analíticos ya introducidos antes, como la representación de los argumentos presentados por las partes, por el juez a quo, etc., mediante diagramas de flechas; la identificación del tipo de cuestión (procesal, de prueba, etc.) que hace que un caso sea difícil; o el test de evaluación de los argumentos a que se ha hecho referencia en el punto anterior. La propuesta de solución puede verse en términos de intuición “controlada” (no de corazonada) o, si se quiere, como un momento abductivo que, por ello, tiene que dar paso a la tercera etapa, en la que la comprobación y revisión de esa decisión puede hacerse recurriendo de nuevo a un diagrama de flechas que ayude a plantearse si todos los pasos y argumentos necesarios para llegar a la conclusión pretendida pueden justificarse. Si es así (si no, es necesario volver a las fases anteriores para plantear una nueva propuesta de solución), lo que queda es redactar un texto. En esta última fase, cobran gran importancia dos aspectos que están en el centro de la tradición retórica: la organización del discurso en partes (exordio, narración, división, argumentación y conclusión); y la expresión del discurso (la elocutio), con las reglas y recomendaciones para escribir un texto jurídico (una motivación judicial) de manera clara y efectiva. Todo ello tiene gran importancia práctica para que el juez argumente bien sus decisiones, pero no es posible entrar aquí en detalles.
Finalmente, no cabe olvidar que la tarea de motivar una decisión, sobre todo cuando se trata de juicios de apelación, corresponde muchas veces a órganos colegiados y constituye, por lo tanto, una actividad colectiva. Motivar no es, pues, en esos casos, el fruto de un proceso mental desarrollado por un individuo, sino de la deliberación que ha tenido lugar entre los diversos miembros del tribunal y en la que se presentan inevitablemente elementos estratégicos que la apartan en mayor o menor medida del discurso práctico racional.
REFERENCIAS BIBLIOGRÁFICAS
Aguiló Regla, Josep (2003), “De nuevo sobre