Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza
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En fin, cuando se defiende que la ponderación es un procedimiento racional, no se está afirmando que, de hecho, lo sea siempre, esto es, es obvio que se puede ponderar mal o ponderar cuando (o por quien) no debe hacerlo. La racionalidad que puede observarse cuando se examina la argumentación ponderativa que lleva a cabo, por ejemplo, un tribunal en una serie de casos en los que se plantea, supongamos, una serie de conflictos entre dos determinados principios, consiste en lo siguiente30. Por un lado, en la construcción de una taxonomía (a partir de las propiedades consideradas relevantes) que permite ir fijando categorías de casos cada vez más específicos (por ejemplo, no únicamente entre el principio P1 y P2, sino entre el principio P1 acompañado de la circunstancia X y el principio P2 con la circunstancia Y, etc.). Por otro lado, en la elaboración de reglas de prioridad: por ejemplo, cuando se enfrentan esos dos principios acompañados de esas circunstancias, el primer principio prevalece sobre el segundo. Y finalmente en el respeto, en relación con la configuración de la taxonomía y de las reglas, de los criterios de racionalidad práctica (consistencia, universalidad, coherencia…) a los que me referiré en el punto siguiente. Bien entendida, bien llevada a la práctica, la ponderación no es un mecanismo casuístico, arbitrario. Quien pondera ha de tener la pretensión de que las soluciones que va configurando servirán como pauta para el futuro, como mecanismo de previsión, por más que sea un mecanismo imperfecto, en el sentido de que siempre podrán presentarse nuevas circunstancias no tenidas en cuenta hasta entonces y que pueden obligar a introducir cambios en la taxonomía y en las reglas. Pero ese carácter abierto es un rasgo característico de la racionalidad práctica.
Si se acepta lo anterior, entonces no se puede sostener que un juez que recurre a la ponderación sea por ello un juez activista. El activismo es, en mi opinión, uno de los peligros que acecha a la función judicial y en el que se cae cuando el juez o el tribunal toma una decisión saliéndose de los márgenes del Derecho, o sea, una decisión que no puede justificarse en términos jurídicos31. Pero eso no tiene por qué ocurrir cuando se pondera, aunque sea cierto que este es un procedimiento argumentativo más abierto que la subsunción y que, por tanto, plantea, como se ha dicho, unas mayores exigencias argumentativas. En cualquier caso, conviene también ser consciente de que el peligro opuesto al activismo es el formalismo y que este último supone una amenaza no menos temible para el buen funcionamiento de la jurisdicción. Si la actitud del juez activista puede entenderse como un abandono del Derecho para satisfacer una cierta idea de la justicia (por cierto, no siempre de carácter progresista: ha habido y hay muchos jueces activistas de derechas), la del juez formalista consiste en olvidarse de que el sentido de la jurisdicción no puede ser otro que el de procurar hacer justicia por medio del Derecho.
- IX -
La noción de buena motivación (o de motivación sin más) implica que existen criterios objetivos para evaluar los argumentos judiciales de tipo justificativo. ¿Pero se trata de criterios puramente formales o tienen también un alcance sustantivo? ¿Suponen alguna referencia a la moral y, en particular, la asunción de un objetivismo moral mínimo? ¿Son esos criterios suficientes para sustentar la tesis de la única respuesta correcta en alguna de sus versiones? Una respuesta positiva a esas cuestiones es condición necesaria para tomarse la motivación judicial en serio y presupone una concepción no positivista del Derecho32.
El argumento más importante para sostener que existen criterios objetivos para evaluar las motivaciones judiciales es que, si no existieran, no podríamos dar sentido a la práctica judicial o, si se quiere, tendríamos que adoptar una visión estrictamente conservadora de la misma: pues si no existieran esos criterios, entonces los jueces (los de última instancia, los que ponen fin a las controversias) no podrían cometer errores: sus decisiones no serían únicamente últimas, sino también infalibles.
Pero con esta afirmación lo que se abre es la cuestión de cuáles son esos criterios. Hay muy pocos juristas que sean escépticos en relación con la objetividad de la lógica formal (de los criterios incorporados en sus reglas de transformación), pero ya hemos visto antes que esas pautas tienen un alcance muy limitado. De manera que la pregunta concierne más bien a si los criterios de carácter material y pragmático pueden considerarse objetivos. También aquí cabría hablar de la existencia de un consenso más o menos amplio, en el sentido de que la inmensa mayoría de los juristas acepta que a la hora de evaluar la calidad de una argumentación (ahora estamos situados en la justificación externa) deben tomarse en consideración elementos referidos a las fuentes del sistema, a los criterios de validez, a los métodos de interpretación autorizados, etcétera. Pero, de nuevo, cuando se trata de casos difíciles (o de casos de una especial dificultad), todo lo anterior no es suficiente como para poder justificar la adopción de una determinada decisión (frente a otra u otras). Se necesita recurrir a un nuevo tipo de criterios, que serían los criterios de la racionalidad práctica: universalidad, coherencia, adecuación de las consecuencias, moral social, moral crítica y razonabilidad. No puedo referirme aquí con ningún detalle a lo que significa exactamente cada una de esas nociones (a cómo deben entenderse), pero sí quiero hacer unas pocas precisiones al respecto. La primera es que esos criterios no son un invento de teóricos del Derecho (o de filósofos de la moral), sino que están ya dados en la práctica (y no sólo en la práctica jurídica), aunque eso no quiera decir —obviamente— que siempre se cumplan. La segunda precisión, que deriva de lo anterior, es que considerar que esos criterios son o no propiamente jurídicos depende de la concepción que se tenga del Derecho. No lo serían si el Derecho lo concebimos exclusivamente como un sistema de normas, pues es posible que las mismas no se refieran (o se refieran de una manera muy limitada) a esos criterios; otro tanto puede decirse, por otro lado, en relación con el uso de las fuentes, de los requisitos de la validez o de los métodos interpretativos. Pero sí pertenecerían al Derecho si a este lo concebimos no sólo como un sistema de normas sino también (y fundamentalmente) como una práctica en la que, como he señalado ya varias veces, las normas (las normas dictadas por la autoridad) juegan un papel de particular importancia. Así, la universalidad (que no es lo mismo que generalidad) es un componente de la racionalidad práctica sin el cual no podríamos entender ni el funcionamiento del precedente (la doctrina del stare decisis), ni el juego de las excepciones a las reglas generales (la equidad aristotélica que viene a ser lo mismo a lo que hoy se suele llamar derrotabilidad o revisabilidad); y la noción de coherencia (que no es mera consistencia lógica) es lo que está en el fondo del argumento por analogía y del de reducción al absurdo: con la analogía se trata de introducir nuevos elementos en el sistema, y con la reducción al absurdo de eliminar los que pudiera haber como consecuencia, por ejemplo, de llevar a cabo una determinada interpretación, de manera que en ambos casos se trata de preservar la coherencia, las señas de identidad del sistema33. Y, en fin, la razonabilidad supone algo así como un criterio de cierre, que marca el límite a todos los otros, y que consta de dos componentes fundamentales: una idea de equilibrio, de balance