Sobre el razonamiento judicial. Manuel Atienza
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Y la “justificación externa” de 2) consistirá en un argumento más o menos complejo en el que se habrán utilizado diversos “cánones interpretativos” que pueden referirse al significado literal de “todos”, a la intención que tuvo el autor del texto al usar esa expresión, etcétera.
Dado que una cuestión interpretativa surge en relación con un texto (normativo), lo que origina una duda interpretativa tiene que ser algún tipo de dificultad conectada con la redacción de ese texto. O sea, la teoría de la interpretación es, en cierto modo, el revés de la teoría de la legislación24. Por eso, yo creo que las dudas interpretativas (las subcuestiones interpretativas) pueden clasificarse en cinco apartados, cada uno de ellos conectado con el correspondiente nivel de racionalidad legislativa. O sea, lo que hace que el significado de un texto resulte dudoso puede ser alguno de los siguientes factores (o una combinación de ellos)25: 1) el autor del texto ha empleado alguna expresión imprecisa (problemas de ambigüedad o de vaguedad); 2) no es obvio cómo ha de articularse ese texto con otros ya existentes (problemas de lagunas y de contradicciones); 3) no es obvio cuál es el alcance de la intención del autor (la relación entre lo dicho —lo escrito— y lo que se quiso decir); 4) es problemática la relación existente entre el texto y las finalidades y propósitos a que el mismo ha de servir (con relativa independencia de lo que haya querido el autor); 5) es dudoso cómo ha de entenderse el texto de manera que sea compatible con los valores del ordenamiento.
A partir de aquí, los cánones o reglas interpretativos podrían clasificarse según que su función sea la de resolver una u otra de las anteriores dudas, pero esto no tiene demasiada importancia, e incluso puede ser un inconveniente empeñarse en presentar de manera muy sistemática una materia que sólo admite un tratamiento del tipo de lo que Vaz Ferreira llamaba un “pensar por ideas para tener en cuenta”26. Lo que importa es darse cuenta de que todas esas reglas operan como la premisa mayor (o, en la terminología de Toulmin27, como la garantía) de la diversidad de “argumentos interpretativos” que los juristas utilizan en lo que antes habíamos llamado la justificación interna del argumento interpretativo, tomado en su conjunto.
Ahora bien, todos los argumentos interpretativos (el argumento a contrario, a simili, a fortiori, ad absurdum, etc.) constituyen técnicas que, naturalmente, cabe usar con uno u otro propósito y que presentan también ciertas dificultades típicas. Por ejemplo, la analogía permite ampliar el significado de una expresión, pero su uso supone que el caso en principio no previsto es esencialmente semejante al previsto y de ahí derivan una serie de estrategias argumentativas (con un importante ingrediente retórico) a utilizar. Pero la cosa no puede quedarse ahí, entre otras razones porque lo normal es que para resolver un problema pueda usarse, en principio, más de una técnica argumentativa (canon interpretativo), de manera que es necesario dar prioridad a alguno de esos criterios, lo que nos lleva a remontarnos a alguna teoría de la interpretación. O sea, una teoría de la interpretación jurídica (como parte de la teoría de la argumentación jurídica) no puede ser simplemente descriptiva e instrumental. Tiene que tener también un componente normativo, tiene que servir como guía para la práctica, y eso sólo puede lograrse si se parte de alguna concepción del Derecho que incorpore elementos de filosofía moral y política. Básicamente, se necesita partir de un modelo constructivo de interpretación, más o menos con las características del de Dworkin, en el que se articulen dos componentes básicos: el objetivo de mejorar la práctica del Derecho (que es la respuesta a la pregunta de para qué interpretar), y la necesidad de respetar los límites autoritativos que son definitorios de esa práctica (que puede verse como una contestación a la pregunta de por qué hay que interpretar en el Derecho).
- VIII -
A pesar de toda la polémica que rodea a la ponderación, hay ya disponible todo un arsenal conceptual que constituye una especie de sentido común jurídico que los jueces deberían suscribir. Básicamente, se trata de entender que la ponderación es un procedimiento argumentativo estructurado en dos fases, al que es inevitable recurrir en ciertos casos y en relación con el cual es posible fijar ciertas pautas de racionalidad que lo alejan de la arbitrariedad28.
En efecto, en la ponderación que lleva a cabo un órgano judicial (dejo, pues, de lado la ponderación legislativa) se pueden distinguir dos pasos. En el primero —la ponderación en sentido estricto— se pasa del nivel de los principios al de las reglas: se crea, por tanto, una nueva regla no existente anteriormente en el sistema de que se trate. Luego, en un segundo paso, se parte de la regla creada y se subsume en ella el caso a resolver. Lo que podría llamarse la “justificación interna” de ese primer paso es un razonamiento con dos premisas. En la primera se constata simplemente que, en relación con un determinado caso, existen dos principios (o conjuntos de principios) aplicables, cada uno de los cuales llevaría a resolver el caso en sentidos entre sí incompatibles. En la segunda premisa se establece que, dadas tales y cuales circunstancias que concurren en el caso, uno de los dos principios derrota al otro, tiene un mayor peso. Y la conclusión vendría a ser una regla general que enlaza las anteriores circunstancias con la consecuencia jurídica del principio prevaleciente: por ejemplo, si se dan las circunstancias X, Y y Z, entonces la conducta C está permitida.
Naturalmente, la dificultad de ese razonamiento radica en la segunda premisa, y aquí es precisamente donde se sitúa la famosa “fórmula del peso” ideada por Robert Alexy, que vendría a ser, por lo tanto, la “justificación externa” de esa segunda premisa. Todo el mundo sabe ya, a estas alturas, en qué consiste esa doctrina, de manera que no hace falta volver a repetirla aquí. Lo que sí me interesa aclarar es que ese planteamiento, al menos tal y como ha sido entendido por muchos juristas (no tanto por el propio Alexy), constituye un ejemplo bastante claro de lo que Vaz Ferreira llamaba la falacia de la falsa precisión29. Como se sabe, Alexy propone atribuir un valor matemático a cada una de las variables de su fórmula y construye así una regla aritmética que crea la falsa impresión de que los problemas ponderativos pueden resolverse mediante un algoritmo, ocultando en consecuencia que la clave de la fórmula radica, como es muy obvio, en la atribución de esos valores: o sea, en determinar si la afectación a un principio es intensa, moderada o leve, etc. Sin embargo, si la construcción alexiana se entendiera de una manera sensata, lo que tendríamos sería algo así como un esquema argumentativo que incluye diversos tópicos y que nos puede resultar muy útil a la hora de construir la justificación externa de esa segunda premisa: lo que vendría a decir es que, cuando se trata de resolver conflictos entre bienes o derechos (o entre los principios que los expresan: X e Y) y tenemos que decidir si la medida M está o no justificada, necesitamos construir un tipo de argumento que contenga premisas tales como (se podría presentar también como un conjunto de “preguntas críticas” a hacerse): “la medida M es idónea para alcanzar X”; “no hay otra medida M’ que permita satisfacer X sin lesionar Y”; “en las circunstancias del caso (o en abstracto) X pesa más —es más importante— que Y”; etcétera.
En relación con la pregunta de cuándo un órgano judicial tiene que ponderar, la respuesta es que tiene que hacerlo cuando las reglas del sistema no provean una respuesta adecuada a un caso (hay una laguna en el nivel de las reglas); o sea, cuando se enfrenta a un caso difícil y el juez necesita recurrir (de manera explícita) a los principios. Aquí, a su vez, es importante distinguir entre dos tipos de lagunas (insisto: de lagunas en el nivel de las reglas): las normativas, cuando no hay una regla, una pauta específica de conducta que regule el caso; y las axiológicas, cuando la regla existe pero establece una solución axiológicamente inadecuada, de manera que en este segundo supuesto, por así decirlo, es el aplicador o el intérprete (no el legislador) el que genera la laguna.
Pues bien, si se entiende que el Derecho, el sistema jurídico, no es necesariamente completo en el nivel de las reglas, esto es, puede tener lagunas normativas, entonces no queda otra opción que aceptar que el juez (que no puede negarse a resolver un caso) tiene que hacerlo acudiendo en esos supuestos a principios, es decir, ponderando. Mientras que, en relación con las lagunas axiológicas, el juez podría resolver sin ponderar, pero correría entonces el riesgo