La izquierda legal y reformista en Colombia después de la Constitución de 1991. Jorge Eliécer Guerra Vélez
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En unas elecciones relámpago programadas a finales de ese mismo mes de octubre la ad m-19 enfiló sus voluntades a contrapesar al bipartidismo. Su estrategia consistió, por un lado, en construir un movimiento político con programa y estatutos en el mediano plazo, fruto del consenso de todas las fuerzas de la coalición y a la espera de una posible vinculación del epl, el prt o la Corriente de Renovación Socialista (crs), que se encontraban negociando sus respectivas desmovilizaciones; por el otro lado, en robustecerse con la llegada de sectores o personas desencantadas del bipartidismo. Pero ante tan corto lapso las organizaciones rehuyeron la discusión acerca de la forma y los contenidos del nuevo movimiento. Preocupados en el cómo obtener réditos personales y para sus formaciones, los dirigentes desestimaron las fisuras que asomaron. De allí que la ad m-19, al tiempo que produjo ilusiones entre los contradictores del sistema, generó sosiego en quienes lo aprobaban. De nuevo con Nieto, quedó la imagen de “un movimiento político sin identidad, excesivamente moderado, preocupado más, al parecer, por mostrarse sin ninguna peligrosidad para el sistema que por una alternativa política creíble ante la opinión nacional; en lo programático y político no logró configurar realmente una alternativa de cambio, su mayor atractivo lo siguió representando la configuración de una lista integrada en su mayoría por exguerrilleros”.34
El pasado armado de gran parte de los candidatos de la ad m-19 no constituyó un fardo. Los sondeos que precedieron la elección de la Asamblea revelaron un apoyo por encima de los partidos del régimen. Ya en la elección, su lista superó a las dos conservadoras,35 y no muy lejos del conjunto de treinta listas arrogadas del Partido Liberal (fenómeno este que llevó a Francisco Gutiérrez Sanín a hablar de “pulverización”).36 El bemol al éxito de la ad m-19 lo puso la gran abstención: apenas tres millones y medio de personas se acercaron a las urnas. Al respecto los comentaristas arguyeron la poca movilización de la maquinaria bipartidista y la apatía creciente para con las instituciones estatales. Pero decantando, fue claro que los representantes del régimen estimaron que un cambio de Constitución descompondría lo que aún quedaba de la Constitución de 1886, retraerse de otras reformas que la sucedieron e inhumar el pacto del Frente Nacional. Si conviene citar a un Rousseau como a un Tocqueville, para quienes las costumbres determinan el espíritu jurídico de una nación, en Colombia este se instituyó con una estructura normativa que moldeó los hábitos; toda posible transformación quedó en manos de dos partidos regidos por las elites sociopolíticas que, con escasas excepciones, sostuvieron los vestigios del feudalismo decimonónico.
La responsabilidad de la abstención fue mutua. Del bipartidismo, pues sus jerarquías no tuvieron voluntad para imponer el interés de la colectividad; cediendo a las presiones de las direcciones regionales y siendo permisivas con las corrientes, incondicionales a cacicazgos. Del Congreso, toda vez que sus principales figuras desacreditaron la Asamblea; sin autonomía frente a grupos de presión ligados a gremios y elites territoriales temerosas de perder los privilegios conseguidos precisamente con el concurso del Parlamento. Sin descartar la injerencia de las mafias que en connivencia con algunos políticos temieron que el cambio desmantelaría sus redes clientelares y sus expectaciones asociativas. De la izquierda legal y reformista, con impericia para disputarles votos a las derechas en los sectores marginales donde se habían arraigado con dádivas y baturras. Además, no supo enmendar ese llamado a la abstención que la caracterizó en el pasado y que seguían haciendo las guerrillas y las fuerzas partidistas que disentían de la Asamblea Constituyente. Igualmente contaban el corto tiempo para preparar la elección y unas elecciones parlamentarias y presidenciales recientes, lo que produjo lasitud en el electorado, sin olvidar los costos financieros. Empero, la alta abstención no borró el hecho de que por primera vez una fuerza de izquierda derrotaba, por lista nacional, a uno de los dos partidos tradicionales y casi iguala al otro; aunque efímero, debe convenirse con Nieto que: “el triunfo electoral de la ad m-19 venía a representar momentáneamente el quiebre parcial del sistema político tradicional y la posibilidad de transitar de un sistema bipartidista a otro multipartidista”.37
Una propuesta desemejante al bipartidismo tradicional
La imperfecta democracia colombiana vivió dos adecuaciones promediando los ochenta con la primera elección popular de alcaldes en 198838 y el inicio de la descentralización administrativa. Lo que en parte se debe a los movimientos políticos de izquierda. Con el Acto Legislativo 1 de 1985, el presidente Betancur cumplió a los acuerdos tras las treguas con los grupos guerrilleros y con las corrientes disidentes dentro del establecimiento. Como mejor lo explica Fernando Giraldo, “los objetivos primordiales de esta ley se dirigen a coordinar las relaciones entre el Estado y los partidos y a determinar las actividades partidistas. Para tal fin establece el reconocimiento estatal de estas colectividades a partir de su inscripción en el Consejo Nacional Electoral, la cual se acepta cuando los partidos presentan una declaración de sus principios, su estructura organizacional y sus finanzas de campaña”.39 Las primeras que se beneficiaron fueron las organizaciones de izquierda al poder promocionar abiertamente sus programas. Dado que no se trataba de la aurora anhelada, muchas estimaron la reforma insuficiente frente a los valores y efectos del régimen bipartidista, por lo que coligieron que la participación real solo llegaría con un cambio más radical.
La interpretación que del sistema de partidos colombiano tenía Paul Oquist era: “más que dos partidos, las organizaciones Liberal y Conservadora son ante todo una suma de fracciones, por lo que se trata de un sistema multipartidista”.40 Sin embargo, lo que se observa es que tales fracciones, con sus variantes, y a diferencia de las fuerzas excluidas o sin representación en ese supuesto multipartidismo, actuaban en coherencia con los deseos de una misma elite socioeconómica.41 Elites, de seccionarlas entre una de corte industrial y otra feudal, o en razón de su arraigo territorial, que hasta décadas recientes no hicieron otra cosa que sintonizarse con las instrucciones prorrumpidas desde los partidos Liberal y Conservador, que controlaron el 80 % del electorado. Si las coaliciones programáticas o estratégicas de las organizaciones de izquierda antes de la aparición de la ad m-19 no estremecieron en lo más mínimo al bipartidismo, fue menos por sus propias indeterminaciones y disputas inmovilizadoras que por la inalterabilidad de este. Sin negar que el Frente Nacional desde 195842 haya aplacado rencores y sectarismos al suplantar el bipartidismo radical por uno moderado y su repartición milimétrica de la burocracia estatal, el pedido de un cambio constitucional emerge en un contexto que urge a una nueva reconciliación nacional, comprendiendo a las fuerzas políticas excluidas. Es a estas que Eduardo Pizarro Leongómez, entre otros, denominaron “terceras fuerzas”,43 en sus palabras: “aquellas que no han recibido un aval proveniente de los partidos tradicionales o de algunas de sus fracciones o facciones, que mantienen una total autonomía de las bancadas de uno y otro de estos dos partidos y no participan en sus respectivas convenciones”.44 No obstante, en este trabajo se prescinde de un término atrapatodo que impide discernir aquellas que se ubican en el campo de izquierda; cuya ambición por el “ejercicio directo del poder”45 es clara, con el objeto de realizar reformas parciales, progresivas o radicales distintas a las empleadas por el sistema político