Porno feminista. Группа авторов

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Porno feminista - Группа авторов UHF

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Fue él quien un día abrió su maletín y me dijo que había dos libros que siempre llevaba consigo. El primero, la Biblia, que sacó y puso encima de la mesa, frente a nosotros. A continuación sacó de su maletín Cómo agrandar el pene, que según él era el segundo libro más vendido de la historia después del Génesis.

      Víctor tenía un aparato de vídeo Betamax y una pantalla, que insistió en prestarme para que pudiera ser mejor crítica cinematográfica. Él creía en mi potencial. La pantalla era enorme y apenas cabía en mi habitación individual. Pero comprendí al instante la intimidad de esta nueva experiencia de visionado. Podía enchufar mi Magic Wand y montar tanto escándalo como los tíos del Pussycat.

      Entendí así el doble golpe del porno. Toda esa gente follando y respirando fuerte te afecta. Por lo menos antes de haber reseñado unas cuantas miles de películas. Te excita hasta la distracción. Por otra parte, yo era muy aficionada al cine, una friki de las películas, y no podía evitar criticar los fracasos de taquilla, las pifias y los extraños bulos del porno; aparte de valorar positivamente a los directores que obviamente tuvieran un gran talento.

      Veréis, los directores de cine erótico fueron los directores indie originales. El hecho de que sus películas te pusieran no era diferente de cualquier otro género que te asustara a muerte o te hiciera llorar. Las películas son grandes vehículos de transmisión de emociones fuertes. Cuando te tocan en múltiples niveles al mismo tiempo, las llamamos «obras maestras».

      La era hardcore que comenzó a finales de los años sesenta se comprende ahora como parte de la ola de películas independientes que se desgajaron del sistema de los estudios de Hollywood. Los realizadores de cine erótico fueron pioneros en la misma liga que los directores de spaghetti western o los productores de torpes películas de horror o ciencia ficción. A veces, eran las mismas personas. La guetización del cine pornográfico era extraña, y completamente injustificada, excepto por la mojigatería de los políticos.

      Cuando Forum me contrató, había muchas «revistas de fans» sobre pornografía, pero no había reseñas independientes o periodismo auténtico. No se había visto nunca un artículo en un diario corriente o en una revista de verdad sobre la economía, la estética o el trabajo diario dentro de la industria del cine para adultos. (La misma expresión «para adultos», como eufemismo de «sexo», pasó a la lengua vernácula debido a las batallas legales que definieron la sexualidad como un tema prohibido para los ojos de la gente joven).

      Era la «zona de penumbra» de la que solo se hablaba en los debates legales y morales sobre la obscenidad. Ningún periodista del sindicato visitó un rodaje o una oficina. Ningún periodista que no se dedicara al género de adultos sabía qué cifras se manejaban. Era territorio inexplorado, y yo era el extraño personaje que se aventuró a entrar en él, papel y lápiz en mano.

      Había un boletín del sector, una especie de Variety de una sola página, que se llamaba Film World Reports y editaba Jared Rutter. Sus lectores eran los productores y directores del negocio. Listaba las películas con mejor taquilla, quién compraba qué, y las típicas noticias de una línea para los enterados del sector. Allí se veía que, a pesar de todo, estaban ganando dinero y haciendo negocios, pese a la indiferencia del resto de los medios de comunicación del mundo del entretenimiento. Descifrar esa hoja fue uno de mis primeros logros.

      Sí, podías comprar revistas para hombres donde leer entrecortadas entrevistas con las estrellas, o leer reseñas del tamaño de un cacahuete que decían cosas como «¡Tórrida! ¡Ceci está buenísima!». Era publicidad apenas disfrazada de contenido editorial. La gente que escribía las reseñas no usaba su propio nombre. Estaba tan dentro del armario como un bar gay antes de Stonewall.

      Lo más cercano a una crítica de cine erótico aparecía en la revista Hustler, que para cubrir los últimos estrenos instauró un famoso gráfico que llamaron el «rabímetro» («peter-meter»). Con cada título, este pequeño pene se erguía, desde la posición más morcillona a la erección más rampante.

      El «rabímetro» estaba siempre, al menos, a media asta, pero un día descubrimos con sorpresa que Hustler había calificado a una película con un pene completamente fláccido. El crítico me fascinó: usando su propia voz, contaba lo asqueado e indignado que estaba con este insulto a la masculinidad y la sana diversión de las buenas películas x.

      ¡Vaya! Obviamente nadie había pagado a Hustler por escribir esta reseña. Decidí que si ellos habían odiado la película, probablemente era genial.

      Yo tenía razón. La película era Smoker, y los autores eran un par de estudiantes de cinematografía de la Universidad de Nueva York que se habían encargado de la dirección de arte de Cafe Flesh, de Rinse Dream. Se llamaban Ruben Masters y Michael Constant. Vi Smoker justo al día siguiente en el Pussycat, y efectivamente, puso tan nerviosos a varios espectadores que abandonaron la sala. Pienso que el momento en cuestión fue en el que David Christopher se pone una blusa azul con transparencias hasta el pecho y se golpea la polla contra la barriga, masturbándose y hablando consigo mismo furiosamente mientras espía a alguien que vive en la puerta de al lado. En la película no se le anuncia en momento alguno como una persona trans, o travestido, o con cualquier otra etiqueta de ningún tipo. Lo que está haciendo es simplemente mostrar su intimidad sin ninguna explicación, tan bien actuada y filmada que te parece estar en una mezcla entre Hiroshima mon amour y un séptimo piso sin ascensor en el neoyorkino barrio de Bowery.

      Estos cineastas usaron un pseudónimo: Veronika Rocket. Habían roto tantas reglas, y su genderfuck era tan fluido, de tal belleza, que usé su película como punto de referencia durante el resto de mi carrera en la crítica erótica. Peregriné a Filadelfia para reunirme con ellos y visitar los decorados originales. Ruben Masters me abrió la puerta de su casa, que era una cochera reconvertida: parecía Louise Brooks en La caja de Pandora. Me miró de arriba a abajo y me preguntó:

      —¿Te pongo un stinger de vodka?

      Tuve muchos golpes de suerte de ese estilo.

      Mientras tanto, me presenté a la docena o así de productoras pornográficas procedentes del sur de California y Nueva York. Asistí a la feria comercial de Las Vegas, que por entonces era en una especie de gueto del Congreso de Electrónica de Consumo, lejos de todos los televisores y equipos de música nuevos. Me afincaba en el baño de señoras del hotel Sahara, con ejemplares de On Our Backs que usaba para iniciar conversaciones con las actrices «x». No estaban acostumbradas a que a nadie se interesara lo más mínimo por sus historias auténticas.

      Por supuesto, también había muchos hombres con los que hablar. Los de edad más avanzada eran, en su mayor parte, muy conservadores. Este negocio lo había llevado un puñado de hombres durante muchos años, como quien juega al mus, y eran muy intransigentes. Les costaba creer que yo estuviese allí de verdad, que todo esto no fuera una broma ni yo una chica hetero de aventura por los barrios bajos.

      Mi columna en Penthouse (y la videoteca que creé en mi antigua juguetería sexual) vendía tantos vídeos que tenían que aguantarme. Mostraban al mismo tiempo falta de entusiasmo y una gran ingenuidad respecto a cuánto estaba cambiando su mundo.

      Hacían declaraciones públicas de lo más increíbles: «A las mujeres no les gusta ver sexo anal: es sucio». «Cualquier actriz blanca que deje que un actor negro se la folle en pantalla está loca: su carrera ha terminado». «¿Cómo puede una lesbiana quedarse embarazada? ¡Eso es imposible!» «¿Oye, no tienes ningún marido al que cuidar en alguna parte?».

      Algunos de sus hijos e hijas eran más abiertos, o se estaban rebelando abiertamente. El punk rock, la liberación queer y las sensibilidades feministas estaban pegando ya en el lado artístico de la industria «para adultos». Era contagioso.

      Este solía ser un negocio tradicional

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