Porno feminista. Группа авторов
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Tuve la suerte de entrar, como Alicia en el País de las Maravillas cuando se encuentra el pastel que indica «Cómeme». Estoy muy contenta de haberlo hecho. Pero, a diferencia de Alicia, nunca volví a ser pequeña.
2. Famosa crítica de cine estadounidense.
3. Verdades emocionales y presentaciones escalofriantes: el resurgimiento del feminismo antiporno
clarissa smith es profesora adjunta de culturas sexuales en la Universidad de Sunderland, en el Reino Unido. Su investigación se ha centrado en los textos y contextos del contenido sexualmente explícito y las prácticas sexuales. Es co-fundadora de Onscenity Network y participa en varias iniciativas centradas en juventud y salud sexual. Sus áreas de investigación concretas incluyen el uso y comprensión de la pornografía por parte de la audiencia, la producción y consumo de pornografías «amateur» y tradicionales, su estética, y los entornos legislativos en los que se dan. Smith es la autora de One for the Girls!: The Pleasures and Practices of Reading Women’s Porn, que ofrece un enfoque multidisciplinar único, centrándose en el texto, producción y consumo del porno por parte de las mujeres, desafiando algunas de las afirmaciones «de sentido común» y de los argumentos más preciados sobre la función de la pornografía en la sociedad. Actualmente, junto con Feona Attwood y Martin Barker, está llevando a cabo el análisis de los resultados obtenidos con la encuesta Porn Research: pornresearch.org.
feona attwood es profesora de la Universidad de Middlesex, en el Reino Unido. Es la editora de Mainstreaming Sex: The Sexualization of Western Culture y de Porn.com: Making Sense of Online Pornography, y la co-editora de los siguientes números especiales: Controversial Images (con Sharon Lockyer, Popular Communication); Researching and Teaching Sexually Explicit Media (con I. Q. Hunter, Sexualities); así como Investigating Young People’s Sexual Cultures (Sex Education, con Clarissa Smith).
En un congreso antipornografía en el Wheelock College de Boston, en 2007, Gail Dines describió la ocasión como «el resurgir de un nuevo movimiento nacional para liberar a las mujeres de la misoginia y la opresión» y el momento del lanzamiento de una nueva organización: Stop Porn Culture.3 La noción de una «cultura del porno» se ha convertido en un epígrafe importante de la amplia gama de campañas y escritos que han surgido en la primera década del siglo xxi. Estos incluyen las cruzadas evangélicas de xxxchurch.com, cuyo lema es «Jesús ama a las estrellas del porno», y las giras contra la adicción al porno de Michael Leahy, denominadas Porn Nation, ambas iniciativas fundadas en 2002; el lanzamiento en 20034 del grupo del Reino Unido Object, que lucha contra «la cultura del objeto sexual»; libros populares escritos por periodistas, como Pornified de Pamela Paul y Female Chauvinist Pigs de Ariel Levy, ambos de 2005; y una amplia gama de informes sobre políticas públicas, empezando por el documento de debate «Corporate Paedophilia», de Emma Rush y Andrea La Nauze en 2006. Estas arengas expresando preocupación ante el surgimiento de una «cultura del porno» se unen a las múltiples narrativas confesionales por parte de integrantes que se han reformado o a los que se ha rescatado, como el relato de Shelley Lubben sobre la vida en la industria del porno, donde pretende ofrecer «la verdad tras la fantasía» del comercio de la carne.5 Todos estos textos presentan sus intervenciones como suscitadas por la alarma ante la espectacular nueva visibilidad de la pornografía que hizo posible el vídeo en primer lugar, y que luego ha llegado a su apoteosis a través de internet y otras tecnologías móviles.
El feminismo antiporno ha resurgido con esta «nueva» cultura de la visibilidad, y aunque sigue etiquetando la pornografía con definiciones tendenciosas como «material sexualmente explícito que sexualiza la jerarquía, la cosificación, la sumisión o la violencia»,6 ahora la enmarca en el contexto de una cultura «pornificada» o «sexualizada»: «un momento cultural diferente» en el que «el porno ha invadido la cultura».7 Libros como Pornland (2019) de Gail Dines, Everyday Pornography (2010) de Karen Boyle, y Getting Real (2009) de Melinda Tankard Reist se han centrado en las maneras en que la cultura se está degradando debido a la infiltración de prácticas, estilos y experiencias pornográficas en lo establecido. En este contexto de cambio cultural, también argumentan que hay «una nueva receptividad» a los argumentos antiporno en los que las mujeres afirman que «sienten que han sido muy ingenuas» y que «han sido engañadas por … esos mensajes glamurizantes» o que han tenido «una sensación embrionaria de que algo iba excepcionalmente mal», mientras que los hombres confiesan su «uso compulsivo» del porno y sus efectos tóxicos en sus relaciones y su identidad.8 En este ensayo nos centramos en tres áreas de debate: cómo el resurgimiento del feminismo antiporno y su formulación del «problema» del porno se basa en sus versiones anteriores, pero al mismo tiempo se diferencia de las mismas, y cómo este feminismo antiporno puede verse como característico de los guiones establecidos de pánico sexual y las visiones conservadoras «de sentido común» respecto al sexo; cómo género, cuerpos, y representaciones se muestran en sus argumentos; y cómo el modelo concreto de sexo «saludable» inherente a estos argumentos tiene mucho menos que ver con el género que con una visión del mundo que desconfía mucho de la razón, la cultura, la tecnología y la propia representación.
Pánico sexual
Es sin duda un lugar común el afirmar que las ideas y las campañas tienen su momento, y que, por múltiples razones, un argumento concreto puede encontrar un hogar cómodo en la comunidad investigadora, entre los comentaristas culturales populares y las representaciones en los medios de comunicación. Se hablará de ello en todas partes, se debatirá en congresos, se mencionará en acciones políticas y se utilizará para justificar intervenciones institucionales, políticas o jurídicas. Durante un tiempo, los nombres particulares asociados con la campaña, con esa manera de pensar o enfoque, sonarán tan familiares como las marcas, los famosos o los políticos que nos encontramos todos los días. Ciertamente, en los últimos cinco años hemos visto un torrente de noticias, artículos de opinión, documentos de políticas y llamamientos para que se apruebe más legislación contra la «marea perniciosa» de representaciones sexualmente explícitas en la música, el cine y las nuevas tecnologías de la comunicación, y nombres como Dines o Reist han sido mencionados en debates académicos, populares e institucionales.
Los autores que impulsan esta ola de campañas antipornografía extraen sus argumentos de las feministas antiporno de los setenta y los ochenta, pero lo hacen de maneras interesantes. Por ejemplo, aunque se apoyan en los principios centrales del análisis de Andrea Dworkin de la misoginia y crueldad de los pornógrafos, plantean todo esto como un relato profético, pero que nunca hubiese podido prever el «gigante» de internet.9 Melinda Tankard Reist afirma que «lo que una vez se consideró impensable es ahora lo corriente».10 Tanto Dines como su grupo activista «Stop Porn Culture» se mueven en este futuro-predicho, pero aun así inimaginable, en su reiteración constante de que el porno contemporáneo «no es el Playboy de tu padre».11 La idea que plantean es que los adultos de mediana edad tienen un recuerdo cómodo, teñido de rosa, del alijo de pornografía de su padre que descubrieron durante su adolescencia, y una creencia de que su versión de la liberación sexual ya ha tenido lugar. Dines afirma que somos testigos de «algo nuevo», «un experimento social» que es una llamada de atención: «no sabemos hacia dónde va» y tampoco lo saben los pornógrafos, que «se sorprenden de lo crueles y lo duras para el cuerpo que son (las imágenes que) solicitan los fans».12
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