Porno feminista. Группа авторов

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Porno feminista - Группа авторов UHF

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Sturman, el abuelito del negocio de los peepshows y la industria para los adultos de las gabardinas, había evadido al fisco durante tanto tiempo. ¿Cómo se las apañaba para no pagar nunca impuestos? ¿Cómo había conseguido montar un negocio a espaldas del establishment de los ee.uu.? Nuestra conversación tuvo lugar tres años antes de que a Sturman le pillaran del todo. Mi amigo me contó con todo lujo de detalles cómo generaban el dinero, cómo se recogía metódicamente en bolsas y cómo se transportaba de un sitio a otro.

      —¿Por qué me cuentas todo esto? —le pregunté.

      —Porque ruedas vídeos de lesbianas haciendo fist-fucking.

      No me había dado cuenta de lo atrevido que era ese acto concreto hasta que lo dijo. No tenía ni idea de que esta era la llave de la confianza mutua: el riesgo.

      Descubrimos que al parecer cualquier cosa que las mujeres hicieran de verdad para llegar al orgasmo estaba prohibida por las leyes que regulaban las películas pornográficas. Los orgasmos femeninos, los orgasmos reales, los fluidos femeninos reales estaban prohibidos cuando intentábamos vender nuestra revista o nuestros vídeos en los Estados conservadores.

      De este modo tan burdo descubrimos en On Our Backs y en nuestro brazo fílmico, Fatale Video, que el mundo de lo «legalmente obsceno» nada tiene que ver con la realidad. Pero extrañamente, este riesgo involuntario nos dio el caché necesario para que nos dejaran entrar en los círculos de los chicos más hardcore. Si no hubiera sido por eso, nunca habrían hablado conmigo.

      El vídeo lo cambió todo. Primero en el porno, y luego en Hollywood. Los días de los peepshows y de las salas de cine estaban contados, a pesar de que, curiosamente, los peepshows hayan sobrevivido a los cines elegantes. A la gente le sigue gustando meter monedas, estar cerca, la claustrofobia especial de las distancias cortas.

      Y más importante aún, el vídeo ofrecía una vía de entrada para artistas, emprendedores y radicales sexuales, personas que, para bien o para mal, nunca habrían podido hacer una película. Apareció un nuevo grupo de genios, pequeño, y a la vez un gran grupo de mediocres. No era diferente al cine sino simplemente multiplicado como conejos.

      La primera vez que me escribieron (¡a mano! Fue antes del correo electrónico) mis lectores de Penthouse Forum, me di cuenta de dos cosas. Una, que la inmensa mayoría de las mujeres nunca había visto antes una película erótica. Nunca, jamás. Sus miradas furtivas a las fotos de las revistas de hombres eran sobre todo a desnudos femeninos. Quizá hubieran visto a Burt Reynolds en su famoso desplegable para Cosmopolitan.

      Pero, ¿y los hombres? Tampoco eran mucho más sofisticados. Muy pocos hombres habían visto algo más allá de una pequeña muestra de películas eróticas. Pregúntale a un hombre al azar si puede dar los nombres de cinco o seis largometrajes eróticos que haya visto. Si puede hacerte esa lista, es parte de un club muy exclusivo.

      Ver películas eróticas (películas en las que la trama avanza con escenas de sexo) es diferente de ver fotos sueltas, ilustraciones, fragmentos, clips. El medio, la experiencia de ver completa una película de ochenta minutos, es un ejercicio completamente diferente al vistazo momentáneo, al avance rápido.

      Para probarlo, empecé a organizar visionados cinematográficos en los salones de mis amigos. Regalaba mis screeners, mis copias de evaluación, y mostraba fragmentos con mis partes favoritas. Era como si estuviera regalando billetes gratis a la luna. La audiencia de mi barrio estaba fascinada: no tenía ninguna experiencia.

      Los salones se volvieron más grandes. Creé una charla educativa con clips prácticos llamada «How to Read a Dirty Movie» y otra que se llamaba «All Girl Action: The History of Lesbian Erotic Cinema». Empecé a estrenarlo en salas de cine independientes de los barrios de Castro y Roxie. Hice un circuito por los festivales de todo el mundo, incluyendo una atrevida misión: llevar mis películas al British Film Institute, a pesar de que en el Reino Unido estaba prohibidísimo pasarlas por aduanas.

      Destaca entre todos ellos el recuerdo de un acto en una universidad concreta. Fue en Virginia, en la población rural de Blacksburg. Un estudiante gay en el armario consiguió fondos del sindicato de estudiantes para un «Friday Night Fun!» de Virginia Tech, para que presentara uno de mis famosos espectáculos con clips. Esta escuela es muy famosa por su larga historia de devoción hacia los chicos blancos del sur y el servicio militar. A los alumnos no se les permite ver películas clasificadas «r» dentro del campus.

      No averigüé toda esta historia hasta unos minutos antes de subirme al estrado. Mi joven patrocinador me miró como si hubiera detonado una bomba: tenía la cara llena de sudor. Los clips de «My Dirty Movie» empezaron, y resulta que comienza con dos cadetes del ejército besándose en un campo de tiro. Pensé que se iba a hundir el techo. Los chicos de Blacksburg salieron corriendo, haciendo sonidos de vómito y gritando.

      Los estudiantes que se quedaron en sus asientos vieron todo el espectro de la emoción sexual y humana, mostrada por los mejores autores del porno. Recibieron más educación sexual en esos cien minutos de la que habían recibido en el resto de sus vidas.

      El atónito presidente de los Jóvenes Republicanos, co-patrocinador de «Friday Night Fun!», me llevó a cenar a una cafetería de comida rápida después del acto. Me dijo que encontraba curioso que las escenas de lesbianas haciendo el amor le hubieran agradado, mientras que las escenas de hombres gays le habían dado dolor de estómago. Yo estaba impresionada por el hecho de que hubiera tenido la calma suficiente para observar sus propias reacciones.

      —No estoy en desacuerdo con lo que haces —dijo—, pero creo que es injusto que recibas cheques del gobierno por tu homosexualidad.

      Me quedé mirándole con la boca llena de patatas fritas.

      —Oh, no es para tanto —le dije—. Como soy bisexual, solo me dan la mitad.

      El éxito de los espectáculos con clips, a pesar de Blacksburg, me llevó a introducirme más profundamente en el mundo universitario. Empecé a impartir una clase llamada «Las políticas de la representación sexual» en la Universidad de California en Santa Cruz. Fue una experiencia docente muy gratificante. Los estudiantes estaban dispuestos a ver materiales que se consideraban efímeros o tabú, y a descodificarlos.

      En los círculos cinematográficos, en las escuelas de la Ivy League, entre los artistas y los historiadores del arte, esta cosa llamada «porno» se convirtió en un interés sofisticado, con muchos periodistas e investigadores siguiendo las mismas pistas que me habían inspirado a mí hacía tanto tiempo. El público desarrolló una sensación de normalidad, es más, de humor sobre el porno, que estaba ausente cuando yo empecé a escribir mi columna «Erotic Screen».

      De forma parecida a lo que ocurre con la vida gay, el «debate del porno» parece existir en dos mundos paralelos voluntarios. Por un lado, está pasado, aburre. En el otro mundo, el Planeta Puritano, el clima legal y de política pública es fundamentalista. Los políticos y los líderes religiosos amenazan con el sexo como si fuera el hombre del saco, de manera cada vez más llamativa, y consiguen apoyos tanto de liberales como de conservadores.

      La edad dorada del siglo xxi es una época de moralismo, de «avergonzar a las golfas» para el público general, mientras que para

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