Vergüenza. Группа авторов

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profesora, “célibe por el reino de Dios”, sabe de prácticas obscenas y de cómo el tacto, de alguna manera, la mató. Ella recuerda que cuando empezó su proceso de recuperación debía conectarse con su cuerpo abusado y el cuerpo se negaba… recuerda que sentía el cuerpo —su cuerpo— “como un detenido desaparecido que ha sido encontrado. Alguien encontró mi cuerpo que estaba muerto, después de tantos años… ¡alguien lo encontró!”. Tenía 21 años cuando el encargado de pastoral de su universidad y además compañero de comunidad, varios años mayor, la abusó. Ella recuerda las conversaciones con él respecto de su vocación religiosa, de sus búsquedas espirituales, de sus anhelos. Recuerda que el grupo de jóvenes partió al sur en bus a misiones, el encargado de pastoral con ellos.

      Recuerda que era de noche, tarde, ella dormía y, de pronto, un sobresalto… algo, alguien, la recorría, la buscaba, la manoseaba… La abrumó el terror, el desconcierto. Se agarrotó, se inmovilizó, se rigidizó, se paralizó —la parálisis del terror, la llamó—… y lo dejó hacer… Y mientras él hacía, ella gritaba en silencio “¿por qué nadie pasa? ¿por qué alguien no le pega? ¿por qué no lo muerdo? ¿por qué no viene Dios?”…

      …y ahí hubo un momento en que desconecté, no sé qué más pasó. No sé cuánto tiempo más duró ni en qué momento me conecté de nuevo. Desde que empecé a elaborarlo digo que morí, se me recalentó el computador y me morí yo y se murió Dios también, hasta aquí llegamos, no podemos más. Cuando recobré la conciencia, volví a estar alerta. ¿Qué hacía en las cuatro horas que quedaban de viaje? Tenía que decidir qué hacía ¿a quién se lo digo?, ¿a mi mamá?, ¿a mi comunidad?, ¿por qué no pude pararlo? La gente tiene una imagen de mí como una mina activa ¿cómo no había podido pararlo?

      Mientras el sujeto la recorría con una mano, con la otra se masturbaba. Ella recuerda la imagen, de costado, siempre de costado. Nunca pudo mover la cabeza o girarse o moverse y sentía el ritmo sexual en el asiento de al lado y la respiración agitada y se fue nublando, nublando…

      El tacto fue, también, clave para Amelia. Ella huía. Huía permanentemente de ese profesor sacerdote. Empezó a huir cuando él le tocaba el brazo sin motivo aparente, la buscaba con la mirada en los recreos, se acercaba a los grupos en que ella estaba. Hasta que un día, ella estaba sentada en los bancos de la facultad hablando con sus amigos, él se acercó por detrás, puso las manos sobre sus hombros y apoyó —casualmente— su cadera en la espalda de Amelia, mientras conversaba con el grupo. Ella sentía los genitales de su profesor contra su espalda y sus manos sobre sus hombros y ya no pudo huir: “Me paralicé… él, mientras, continuaba la conversación. Yo me quedé confundida ¿qué es esto? No supe qué hacer ¿me paraba?, ¿gritaba? ¿Por qué sus genitales estaban en mi espalda? Me sentí muy mal”. En otra ocasión él entró a la oficina donde Amelia hablaba con una amiga “y me toma del brazo, pero esta vez me pasa la mano por el cuello y deja la mano ahí, bajando por la espalda. Cuando se fue, mi amiga me dijo ‘¿qué onda?’ Fue la primera vez que conversé con alguien que vio lo que pasaba”.

      A María (49), religiosa, le pasó algo similar mientras estudiaba. Ella debía ir a la oficina de su profesor. Fue. Cuando se abrió la puerta y él la miró, se sintió “desnudada con la mirada”. Entró, se sentó y luego de un rato de conversación, vino el acercamiento por la espalda:

      Él se paró, sacó un libro de su librero y me lo puso al frente, sobre el escritorio. Apoyó la mano izquierda y por detrás mío y con la mano derecha me envolvió y fue mostrándome algo del libro. Yo podía sentir su respiración en mi oído, no supe qué hacer, me quedé helada. Solo se me ocurrió decirle que mejor sacaba el libro de la biblioteca y me paré y me fui. Fue muy incómodo.

      En el caso de Cristina (65) fue también un asalto, pero no por la espalda. Ella tenía 35 o 40 años, no recuerda bien. Había muerto su hermano, su padre estaba muy enfermo, estaba con problemas en su matrimonio, “estaba todo bastante mal” y quería una ayuda espiritual. “Yo soy muy religiosa, para mí ir a misa es lo máximo, buscaba la instancia espiritual y encontré a este cura maravilloso, con mucho arrastre en toda edad y que me tiraba bola fue ¡guau!”. Entonces se acercó al sacerdote, unos 30 años mayor que ella, “una persona muy admirada”. El sacerdote le decía que era como un papá para ella, que tuviera confianza, y ella la tenía…

      Me sentía muy cómoda con él, no me sentía en peligro. Yo le conté lo que pasaba en mi matrimonio y lo pienso hoy… —y se pierde divagando en voz alta— tenía hora con él, yo me sentía pecadora de por vida y digo ¡pucha a lo mejor yo lo provoqué!… yo me sentí culpable de haberlo excitado… cada vez que entrábamos a su oficina él cerraba las cortinas. Decía que era para que no nos molestaran, para que no entrara el sol o porque estaba el jardinero… Me abrazaba, “no te preocupes Cristina”, me decía. Yo sentía que él era muy empático, pero quizás yo lo provocaba, le contaba mis cosas matrimoniales, él me abrazaba, se sentaba en el sillón al lado mío… él siempre me decía que yo estaba con un papá, que no me preocupara… Nos sentábamos en el sofá, me hincaba y me hacía la señal de la cruz entre las pechugas —recuerda— me sentía incómoda. Eso sí que cuando casi me morí —titubea— una vez cuando me iba… me agarró y me dio un beso en la boca, me sentí muy mal, me fui llorando.

      Y le contó a su mamá, y ella le dijo que denunciara en el Arzobispado, pero nunca se atrevió a hacerlo, “¿cómo lo iba a acusar? Encontraba que era deslealtad”. Pero siempre volvía la necesidad de hablarlo. Recuerda a otros sacerdotes a los que contó la historia, “me daba cuenta de que siempre necesitaba contárselo a alguien, pero nunca pasó nada”, excepto el tiempo, que la hizo casi olvidar lo sucedido… “Cuando el cura me dio el beso, lo interpreté como ‘viejo verde’… sigo sintiendo la culpa —no sé por qué te estoy contando esto— tengo temor de Dios, de no estar siendo justa con él, de estar diciendo cosas malas de un cura… soy floja para pensar en esto”.

      EL AMOR EN LOS TIEMPOS DEL CURA

      Los sacerdotes se enamoran de mujeres, también de hombres, pero esa es otra historia. Y las mujeres lo pasan mal porque no pueden hablar de lo que viven, cargan con un pesado secreto. Hoy, luego de los abusos conocidos y de los diversos estudios e investigaciones realizadas, parece un lugar común decir que muchos sacerdotes son afectivamente inmaduros o incapaces de gestionar sus emociones. Sin embargo, cuando se trata de relaciones amorosas, la clave está en el consentimiento, pero en el consentimiento legítimo —entre dos adultos en relaciones simétricas—. No como el consentimiento de Marina (25) que dijo “sí” sin reparar en que lo que estaba viviendo era un abuso.

      La historia empieza cuando ella es abusada por su hermano mayor a los cinco años. Lo bloquea. Lo reprime. Lo olvida. Cuando estaba en tercer año de universidad empezó a pololear y junto a los besos llegaron “cosas raras, sueños, pesadillas”. En esa época ella se confesaba cada 15 días con el cura párroco de su ciudad. Le contó. Él le sugirió ir al psicólogo. Ella fue y desenterró el abuso. Terminó con el pololo y se sumió en un largo proceso de memoria y recuperación. Tenía 22 años. Pensó, entonces, en hacerse religiosa, que eso le gustaría: “Yo quería servir de manera completa”

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