Drácula. Bram Stoker

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Drácula - Bram Stoker Clásicos

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había visto antes. —Una es de usted y está dirigida a mi amigo Peter Hawkins. La otra —al abrir el sobre se percató de los extraños símbolos, y una oscura mirada apareció en su rostro, mientras sus ojos empezaron a centellear malévolamente—, la otra es una cosa vil, ¡un ultraje a la amistad y a la hospitalidad! No está firmada, así que no debe importarnos.

      Y tomando la carta y el sobre, los sostuvo tranquilamente sobre la llama de la lámpara hasta que se consumieron por completo.

      Luego prosiguió:

      —Desde luego, enviaré la carta para Hawkins, ya que usted la escribió. Sus cartas son sagradas para mí. Disculpe, amigo mío, que haya roto el sello sin darme cuenta. ¿Podría ponerlo de nuevo?

      Me entregó la carta, y con una cortés reverencia me dio un sobre nuevo.

      No me quedó más remedio que anotar la dirección y entregarle la carta en silencio. Cuando el conde salió de la habitación, escuché que la llave giraba suavemente en la cerradura. Un minuto después, fui a la puerta e intenté abrirla, pero estaba cerrada.

      Al cabo de un par de horas, cuando el conde entró en silencio a la habitación, su presencia me despertó, pues me había quedado dormido en el sofá. Su actitud era muy cortés y alegre; al ver que yo estaba dormido, dijo:

      —Amigo mío, ¿está usted cansado? Vaya a la cama. Ahí descansará mejor. Quizá no tenga el placer de hablar con usted esta noche, ya que tengo varios asuntos que atender, pero espero que duerma tranquilo.

      Me dirigí a mi dormitorio para acostarme y, aunque parezca extraño, no tuve pesadilla alguna. La desesperación tiene sus momentos de tranquilidad.

      31 de mayo.

      Esta mañana, al despertar, se me ocurrió sacar algunas hojas y sobres de mi maleta, y guardarlos en mi bolsillo para poder escribir en caso de que se presentara una oportunidad, pero me esperaba una sorpresa, ¡una gran sorpresa!

      Había desaparecido todo rastro de papel, junto con todas mis notas y memorandos relacionados con el ferrocarril y los viajes, mi carta de crédito y, de hecho, todo lo que pudiera serme útil una vez fuera del castillo. Me senté y reflexioné por un momento, entonces se me ocurrió buscar en mi baúl y en el guardarropa donde había puesto mi ropa.

      El traje que llevaba puesto durante el viaje había desaparecido, así como mi abrigo y mi frazada. No encontré rastros de ellos por ningún lado. Todo esto parecía un nuevo plan infame del conde.

      17 de junio.

      Esta mañana, mientras estaba sentado en la orilla de mi cama, absorto en mis pensamientos, escuché afuera el sonido de un látigo y el golpeteo de cascos de caballos en el camino de piedras más allá del patio. Corrí lleno de alegría a la ventana y vi entrar en el patio dos enormes carretas de carga, cada una de ellas tirada por ocho robustos caballos y dirigida por unos eslovacos, ataviados con sus anchos sombreros, sus enormes cinturones tachonados de clavos, sus sucias pieles de cordero y sus botas altas. Tenían también dos largas varas en la mano. Corrí hacia la puerta, tratando de bajar las escaleras para unirme a ellos en el vestíbulo principal, pues creí que tal vez estaría abierto para que pudieran entrar. Pero me esperaba otra sorpresa: mi puerta estaba cerrada por fuera.

      Corrí entonces hacia la ventana y empecé a gritarles. Voltearon hacia arriba y me miraron estúpidamente mientras me señalaban. Pero en ese momento salió el “atamán” de los gitanos, y al verlos señalando hacia mi ventana, dijo algo que hizo reír a todos.

      A partir de ese momento, ninguno de mis intentos, ningún grito lastimero o ruego agonizante los hizo voltear nuevamente. Se dieron la vuelta y se alejaron decididamente. Las carretas de carga llevaban grandes cajas cuadradas, con agarraderas hechas de gruesa cuerda. Era evidente que las cajas estaban vacías debido a la facilidad con que los eslovacos las levantaban, y por el ruido que producían cuando las movían bruscamente.

      Cuando terminaron de descargarlas y de acomodarlas en una de las esquinas del patio, el gitano les dio algo de dinero a los eslovacos, quienes, luego de escupir sobre él para la buena suerte, regresaron perezosamente cada uno a su carreta correspondiente. Al poco tiempo, escuché los golpes de sus látigos desapareciendo en la distancia.

      24 de junio.

      Anoche el conde se retiró temprano y se encerró en su propia habitación. En cuanto reuní el valor suficiente, subí rápidamente por la escalera de caracol y miré por la ventana que da hacia el sur. Pensé que debía vigilar al conde, pues tenía la impresión de que algo estaba sucediendo. Los gitanos montaron su campamento en algún lugar del castillo y están haciendo algún trabajo. Lo sé, porque de vez en cuando, escucho muy a lo lejos, ruidos ahogados de picos y palas. Sea lo que sea, debe tratarse de alguna villanía despiadada.

      Llevaba poco menos de treinta minutos en la ventana, cuando vi algo saliendo de la habitación del conde. Retrocedí, observé cuidadosamente y lo vi salir completamente por la ventana. Me sorprendí enormemente cuando descubrí que el conde llevaba puesto el traje que yo había utilizado durante mi viaje hacia este lugar y que de su hombro colgaba la terrible bolsa que había visto a las mujeres llevarse. No cabía la menor duda de lo que planeaba hacer, ¡y además con mi ropa puesta! Esto quiere decir que se trata de un nuevo plan malévolo. Quiere que otras personas me vean en las ciudades y en las aldeas, para que haya evidencia de que yo mismo he dejado mis propias cartas en el correo, para que cualquier acto maligno que cometa sea atribuido a mi persona.

      Me enfurece pensar que esta situación pueda continuar, mientras yo estoy encerrado aquí arriba, como un verdadero prisionero, sin gozar siquiera de la protección de la ley, que es el derecho y consuelo incluso de los criminales.

      Pensé en quedarme esperando hasta que el conde regresara, y durante un largo rato permanecí obstinadamente sentado en la ventana. Entonces, empecé a notar que había unas pequeñas y curiosas partículas flotando en los rayos de la luna. Eran similares a diminutas motas de polvo, que giraban y se agrupaban en racimos de forma nebulosa. Las observé con una sensación de tranquilidad, y una especie de calma me invadió. Me recliné hacia atrás sobre la pared para estar más cómodo y poder disfrutar más plenamente de aquel espectáculo etéreo.

      Algo me sobresaltó. Era un débil y lastimero aullido de perros, a lo lejos en el valle, oculto a mis ojos. Parecía que el sonido resonaba cada vez más fuerte en mis oídos, mientras las partículas flotantes de polvo cambiaban de forma al ritmo del sonido, como si bailaran a la luz de la luna. Sentí que mis adormecidos instintos luchaban por despertarse en lo profundo de mi ser. ¡Pero, qué digo! Era mi propia alma la que luchaba y mis sentidos adormecidos se esforzaban por responder al llamado. ¡Estaba siendo hipnotizado! El polvo bailaba cada vez más rápido. Los rayos de la luna parecían temblar al pasar a mi lado y perderse en la oscuridad a mis espaldas. Se unieron más y más, hasta que adoptaron las tenues formas de unos fantasmas. Y entonces me sobresalté, completamente despierto, en plena posesión de mis sentidos y me alejé de aquel lugar gritando.

      Las formas fantasmales, que estaban empezando a materializarse poco a poco en los rayos de la luna, eran las de esas tres mujeres fantasmagóricas a quienes había sido predestinado.

      Huí de ese lugar, y me sentí mucho más seguro en mi propia habitación, donde no penetraba la luz de la luna y la lámpara ardía brillantemente.

      Después de algunas horas escuché ruidos en la habitación del conde, parecidos a un lamento agudo rápidamente sofocado. Y luego reinó un completo silencio, un profundo y espantoso silencio, que me erizó la piel. Con el corazón latiéndome a toda prisa, intenté abrir la puerta, pero descubrí que estaba encerrado

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