Drácula. Bram Stoker
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—¿Cómo se atreve cualquiera de ustedes a tocarlo? ¿Cómo se atreven a poner los ojos sobre él cuando se los he prohibido? ¡Atrás, les digo! ¡Este hombre me pertenece! Mucho cuidado de meterse con él, o se las verán conmigo.
La chica rubia, con una risa obscena y coqueta, se volvió para responderle:
—¡Tú jamás has amado! ¡Tú nunca amas!
En ese momento las otras mujeres se unieron a ella, y una risa tan triste, dura y sin alma recorrió la habitación de tal modo que casi me desmayé al escucharla. Parecían las risas de los demonios. Entonces, el conde se dio la vuelta, mirando mi cara atentamente y dijo en un suave susurro:
—Sí, yo también puedo amar. Ustedes mismas lo comprobaron en el pasado. ¿No es así? Les prometo que, cuando haya terminado con él, podrán besarlo tanto como deseen. ¡Ahora, largo! ¡Fuera de aquí! Debo despertarlo, porque hay mucho trabajo por hacer.
—¿Es que acaso no vamos a tener nada esta noche? —dijo una de ellas, con una risa ahogada, mientras señalaba hacia la bolsa que el conde había lanzado sobre el suelo y que se movía como si hubiera algo vivo dentro de ella.
El conde respondió asintiendo con la cabeza. Una de las mujeres dio un salto hacia adelante y abrió la bolsa. Si mis oídos no me engañaron, escuché un jadeo y un débil gemido, como el de un niño medio asfixiado. Las mujeres formaron un círculo alrededor de la bolsa, mientras yo permanecía petrificado por el terror. Pero al volver a mirar ya habían desaparecido, llevándose con ellas la horrible bolsa. No había ninguna puerta cerca, y no pudieron haber pasado sobre mí sin que me hubiera dado cuenta. Simplemente se desvanecieron en los rayos de la luz de la luna, saliendo por la ventana, pues pude ver afuera las tenues y turbias siluetas antes de que desaparecieran completamente.
Entonces el terror se apoderó de mí, y me hundí en la inconsciencia.
Capítulo 4
Continuación del Diario de Jonathan Harker
Me desperté en mi propia cama. El conde debió haberme traído hasta aquí, si es que todo esto no fue un sueño. Intenté dar sentido a lo acontecido, pero no llegué a ninguna conclusión clara. Ciertamente había algunas evidencias, por ejemplo, el hecho de que mi ropa estuviera doblada y arreglada en una forma en la que yo no acostumbraba hacerlo. Mi reloj no tenía cuerda, y yo tengo la rigurosa costumbre de no irme a dormir sin antes darle cuerda; y así había muchos otros detalles. Pero nada de esto era una prueba real, pues bien podía ser que mi mente no estuviera funcionando adecuadamente y, por una u otra causa, me hubiera perturbado demasiado. Debo buscar pruebas contundentes. Al menos me alegro de una cosa: si fue el conde quien me cargó hasta aquí y me desvistió, debe haberlo hecho a toda prisa, pues mis bolsillos están intactos. Estoy seguro de que este diario hubiera sido un misterio intolerable para él. Se lo hubiera llevado o lo hubiera destruido. Al mirar este cuarto, que hasta ahora me había provocado tanto temor, lo considero ya como una especie de santuario, pues no hay nada más espantoso que esas horribles mujeres, que esperaban... que esperan, para succionar mi sangre.
18 de mayo.
Bajé nuevamente a esa habitación para verla a la luz del día, pues debo saber la verdad. Cuando llegué a la puerta al final de las escaleras, la encontré cerrada. La habían empujado con tanta fuerza hacia el marco que parte de la madera se había astillado. Noté que el pestillo de la cerradura no estaba cerrado, sino que habían atrancado la puerta desde adentro. Me temo que no fue un sueño, y debo actuar siguiendo esta conjetura.
19 de mayo.
Sin duda alguna estoy atrapado. Anoche el conde me pidió, en el tono más amable, que escribiera tres cartas: una, diciendo que mi trabajo aquí estaba casi terminado y que emprenderé el regreso a casa en algunos días; otra, donde decía que partiría a la mañana siguiente, y la tercera, para informar que me había marchado del castillo y me encontraba en Bistrita. Me hubiera gustado protestar, pero sentí que en la situación en que me encontraba hubiera sido una locura desafiar abiertamente al conde, dado que me encuentro absolutamente en su poder. Y rehusarme a hacer lo que me pedía significaba despertar sus sospechas y provocar su ira. Él sabe que yo sé demasiado, y que no debo vivir, para evitar que me convierta en un peligro. Mi única posibilidad es prolongar mis oportunidades. Podría ocurrir algo que me brinde la oportunidad de escapar. Vi en sus ojos algo de aquella ira que se manifestó cuando lanzó a la mujer rubia lejos de él. Me explicó que el correo era escaso y poco seguro, y que escribir las cartas ahora seguramente tranquilizaría a mis amigos. Me aseguró tan insistentemente que me devolvería las últimas cartas, las cuales se quedarían en Bistrita en caso de que la suerte permitiera que yo prolongara mi estancia aquí, que oponerme a él hubiera significado despertar nuevas sospechas. Por tanto, pretendí estar de acuerdo con su idea y le pregunté qué fechas debía escribir en las cartas. Hizo unos cálculos rápidos, y luego dijo:
—La primera debe tener fecha del 12 de junio, la segunda del 19 y la tercera del 29.
Ahora sé cuánto tiempo me queda de vida. ¡Que Dios se apiade mí!
28 de mayo.
Ha surgido una posibilidad de escape, o en todo caso de enviar noticias a casa. Una banda de cíngaros ha venido al castillo, y han acampado en el patio interior. Son gitanos. He anotado algunas cosas sobre ellos en mi libreta. En esta zona son muy típicos, aunque están relacionados con los gitanos ordinarios del resto del mundo. Hay miles de ellos en Hungría y Transilvania y viven prácticamente al margen de la ley. Por regla general, se atribuyen el nombre de algún noble o boyardo y comienzan a llamarse así. Son indomables y no tienen religión, excepto la superstición, y sólo hablan en sus propias variantes de la lengua romaní.
Voy a escribir algunas cartas a casa, e intentaré pedirles que las envíen. Ya he hablado con ellos desde mi ventana para entablar una relación. Se quitaron sus sombreros e hicieron muchas reverencias y gestos, los cuales, sin embargo, no pude entender más de lo que entiendo su idioma…
Ya he escrito las cartas. La que va dirigida a Mina está en taquigrafía, y al Sr. Hawkins solo le pido que se ponga en contacto con ella. A Mina le he explicado mi situación, pero sin hablar de los horrores que sólo puedo suponer. Si le dijera todo lo que pienso, creo que podría matarla de un susto. Si las cartas no fueran enviadas, al menos el conde no podrá conocer mi secreto, ni el alcance de mi conocimiento…
Les he entregado las cartas. Las lancé a través de los barrotes de mi ventana junto con una moneda de oro, e hice las señas necesarias para indicar que las pongan en el correo. El hombre que recibió las cartas las apretó contra su corazón e hizo una reverencia, y luego las colocó en su gorra. Era todo lo que yo podía hacer. Regresé nuevamente al despacho, y me puse a leer. Como el conde no ha venido a verme, empecé a escribir aquí…
El conde ya vino. Se sentó junto a mí y me dijo, en el tono más suave, mientras abría las dos cartas:
—Los