Drácula. Bram Stoker
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Efectivamente, había una mujer con el cabello despeinado, con las manos sobre el pecho, como si acabara de correr un largo trecho. Estaba apoyada sobre una esquina de la reja. Cuando vio mi rostro en la ventana se lanzó hacia adelante y gritó con una voz cargada de amenaza:
— ¡Monstruo, devuélveme a mi hijo!
Cayó de rodillas y, levantando sus manos, volvió a gritar las mismas palabras en un tono que me estrujó el corazón. Luego se arrancó los cabellos y se golpeó el pecho, abandonándose a todas las violencias propias de la emoción desmesurada. Finalmente, se abalanzó hacia adelante, y aunque no podía verla, alcancé a escuchar los golpes de sus manos desnudas contra la puerta.
En algún lugar muy arriba de donde yo estaba, tal vez en la torre, escuché la voz del conde llamando a alguien en un susurro duro y metálico. Su llamado pareció ser respondido desde lo lejos por los aullidos de los lobos. Al cabo de algunos cuantos minutos, apareció una manada de ellos a través de la amplia entrada del patio interior, como el agua de una presa al ser liberada.
Ya no se escuchaban los gritos de la mujer, y el aullido de los lobos duró poco tiempo. Después de unos instantes, se alejaron uno a uno, lamiéndose los hocicos.
No sentí lastima por ella, pues ahora sabía lo que le había sucedido a su hijo y pensé que era mejor que estuviera muerta.
¿Qué haré? ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo puedo escapar de esta espantosa cosa nocturna y terrorífica?
25 de junio.
Solo después de haber sufrido los horrores de la noche, se puede conocer el dulce y entrañable efecto que la mañana ejerce sobre la vista y el corazón. Cuando esta mañana el sol se elevó tan alto que alcanzó la parte superior de la enorme reja opuesta a mi ventana, me pareció como si la paloma del arca hubiera descendido ahí. Mi temor se desvaneció como si fuera una vestimenta vaporosa que se disolviera con el calor.
Debo ponerme en acción mientras tengo el valor que me infunde la luz del día. Anoche, una de mis cartas con fecha posterior a la verdadera, fue puesta en el correo, la primera de esa serie fatal cuyo fin es eliminar hasta el último rastro de mi existencia en esta tierra.
¡No pensaré más en ello! ¡Debo actuar!
Siempre ha sido durante la noche cuando he sido molestado o amenazado, o cuando me he sentido en peligro o asustado. Hasta ahora, nunca he visto al conde a la luz del día. ¿Será tal vez porque mientras los demás están despiertos, para poder despertar cuando el resto duerme? ¡Si tan solo pudiera entrar a su habitación! Pero es imposible. La puerta siempre está cerrada, y no hay manera de poder entrar.
Bueno, sí hay una forma, si es que alguien se atreviera llevarla a cabo. ¿Por qué no puede entrar otro cuerpo por donde su cuerpo ha salido? Yo mismo lo he visto arrastrarse desde su ventana. ¿Por qué no podría imitarlo? Las probabilidades son mínimas, pero mi situación es muy desesperada. Voy a arriesgarme. Lo peor que me podría pasar es la muerte, pero la muerte de un hombre no es la de un ternero en el matadero, y el temido “Más Allá” podría estar todavía abierto para mí. ¡Que Dios me ayude en mi misión! Si fracaso, me despido de ti, Mina. Adiós a mi fiel amigo y segundo padre. ¡Adiós a todos, y sobre todo adiós a Mina!
Ese mismo día, más tarde.
Lo intenté, y con la ayuda de Dios, logré regresar sano y salvo a esta habitación. Debo anotar todos los detalles en orden. Mientras mi valor seguía vivo, fui directamente hacia la ventana del ala sur e inmediatamente salí a la cornisa de piedra que rodea el edificio por ese lado. Las piedras son grandes, están cortadas toscamente y debido al paso del tiempo la argamasa entre ellas se ha desgastado. Me quité las botas y me aventuré hacia ese camino tan desesperado. Miré hacia abajo una sola vez, para asegurarme de que no me sobrecogiera algún vistazo repentino del espantoso abismo, pero luego mantuve la vista alejada. Conozco muy bien la dirección y distancia que hay hasta la ventana del conde, me dirigí hacia ella lo mejor que pude, aprovechando las oportunidades que se me presentaban. No me sentí mareado, supongo que debido a la excitación, además, el tiempo que me tomó llegar hasta el alfeizar de la ventana, me pareció ridículamente corto. Acto seguido, traté de levantar la ventana. Sin embargo, fui presa de una terrible agitación cuando me agaché y entré a través de la ventana con los pies por delante. Lo primero que hice fue mirar alrededor en busca del conde, ¡pero con gran sorpresa, y alegría, descubrí que la habitación estaba vacía! Apenas estaba amueblada con algunas cosas raras, que parecían nunca haber sido utilizadas.
Los muebles eran de un estilo parecido a los que había en los cuartos en el ala sur del castillo y estaban cubiertos de polvo. Busqué la llave pero no estaba en la cerradura y no pude encontrarla por ningún lado. Lo único que descubrí fue una enorme montaña de oro en una de las esquinas; oro de todo tipo: en monedas romanas, británicas, austriacas, húngaras, griegas y turcas, cubiertas por una capa de polvo, como si llevaran mucho tiempo sobre el suelo. Todas tenían por lo menos trescientos años. También había cadenas y adornos, algunos incrustados con piedras preciosas, pero todos eran antiguos y estaban manchados.
En una de las esquinas de la habitación había una pesada puerta. Intenté abrirla, ya que al no encontrar la llave de la habitación ni de la puerta exterior, que era el principal objetivo de mi búsqueda, tenía que investigar otras cosas, o todos mis esfuerzos serían en vano. La puerta estaba abierta y conducía a un pasadizo de piedra que daba a una escalera circular muy empinada.
Bajé por la escalera teniendo mucho cuidado pues estaba prácticamente a oscuras, ya que la única luz era la que penetraba por unas fisuras en la pesada mampostería. Al final de las escaleras había un pasadizo, oscuro como un túnel, del que provenía un olor mortal y repugnante: era el olor de tierra vieja recién revuelta. A medida que avanzaba por el pasadizo, el olor se sentía más sofocante e intenso. Finalmente, empujé una pesada puerta que estaba entreabierta, y me encontré dentro de una antigua capilla en ruinas, que evidentemente había sido usada como cementerio. El techo estaba agrietado, había dos escaleras que conducían a las criptas pero el suelo había sido excavado recientemente y la tierra estaba colocada en grandes cajas de madera. Claramente se trataba de las cajas traídas por los eslovacos.
No había nadie alrededor, así que inspeccioné cada centímetro del terreno para no pasar nada por alto. Bajé incluso a las criptas, donde la tenue luz luchaba por alumbrar, aunque al hacerlo me sobrecogió un terrible miedo. Entré a dos de ellas, pero no vi nada, con excepción de algunos fragmentos de ataúdes viejos y montones de polvo. Sin embargo, en la tercera, descubrí algo.
Ahí, en una de las grandes cajas, de las que había cincuenta en total, sobre un montón de tierra recién excavada, ¡yacía el conde! Parecía muerto o dormido, no podría decir cuál de las dos, porque sus ojos estaban abiertos y parecían de piedra, pero sin tener la vidriosidad de la muerte, y en las mejillas podía verse el calor de la vida, a pesar de su palidez. Los labios tenían el tono rojo habitual, pero no había la menor señal de movimiento. No tenía pulso, no respiraba y su corazón no latía.
Me incliné sobre él intentando encontrar alguna señal de vida, pero no tuve éxito. No podía llevar mucho tiempo allí, pues el olor de la tierra se habría disipado en unas cuantas horas. A un lado de la caja estaba la tapa, perforada con hoyos en distintos lados. Pensé que tal vez el conde tenía las llaves consigo, pero cuando estaba a punto de registrarlo me encontré con esos ojos muertos que, a pesar de estar apagados y no tener conciencia de mi presencia, tenían una mirada de odio tan terrible, que huí despavorido de aquel lugar. Salí de la habitación del conde por la ventana, arrastrándome por la pared del castillo. Ya