El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa
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Como cabía esperar, la última COP 25, realizada en diciembre de 2019, concluyó en un nuevo fracaso. Recordemos que se llevó a cabo en Madrid y no en la sede originalmente prevista, Santiago de Chile, debido a las protestas sociales que sacudían a ese país. La cumbre no arribó a ningún consenso y una vez más hubo que aplazar el desarrollo del artículo del Acuerdo de París referido a los mercados de CO2.
Entre el negacionismo y la toma de conciencia
El escenario actual es paradójico. Por un lado, las investigaciones realizadas muestran los vasos comunicantes entre sectores ultraliberales, un puñado de científicos y empresas petroleras con estrategias para negar los efectos del calentamiento global y el papel que desempeñan las actividades humanas. Por otro lado, la evidencia científica existente es incontestable. Ya nadie puede poner en duda el origen antrópico del cambio climático ni sus consecuencias sobre la vida en el planeta. Lo único que puede haber son desacuerdos acerca del horizonte temporal, puesto que la velocidad o el ritmo de estos cambios no se pueden prever del todo.
Sin embargo, pese al consenso científico sobre el tema y al descrédito de las posiciones negacionistas y sus oscuros financiamientos, en los últimos años estas posiciones han alcanzado impactantes triunfos políticos de la mano de las derechas y los neofascismos emergentes. Donald Trump, actual presidente de los Estados Unidos, el país más poderoso del planeta; su par Jair Bolsonaro en Brasil, también potencia global y el país más influyente en América del Sur; Scott Morrison, primer ministro de Australia, uno de los países con mayor huella ecológica del planeta, son algunos de los exponentes más radicales de esta tendencia. No es casual que en estos países se hayan desatado devastadores incendios forestales debido al desfinanciamiento de las políticas ambientales y el recrudecimiento de las medidas favorables a los combustibles fósiles y la deforestación. El caso más reciente es Australia, donde los incendios de enero de 2020 arrasaron con la vida de cerca de mil millones de animales, muchos de ellos marsupiales únicos en el planeta, y mostraron la ausencia del Estado en una de las mayores catástrofes ecológicas de los tiempos recientes (Aizen, 2020).
Este escenario, en el que convergen la derechización política y la ceguera ambiental, está asociado a las profundas transformaciones económicas y sociales ocurridas en las últimas décadas, que expresan un deslizamiento político-ideológico de las clases subalternas que hoy repudian las consecuencias de una globalización desigual. En Europa, cada proceso eleccionario se ha convertido en una suerte de test general sobre el destino de la Unión Europea, que, por un lado, enfrenta a una extrema derecha que reclama el rechazo del euro, la implementación de políticas proteccionistas y la expulsión masiva de migrantes, y por otro lado, todavía sostiene un establishment de centro y socialdemócrata que aboga por la continuidad, a partir de la defensa del statu quo, del libre comercio y la moneda europea.
En las últimas décadas, en los Estados Unidos, el negacionismo climático ahondó las diferencias entre demócratas y republicanos en aspectos tan nodales como la regulación ambiental. La emergencia del Tea Party produjo una radicalización por derecha del Partido Republicano y profundizó aún más la brecha entre los dos partidos tradicionales. En este contexto, como afirma Edgardo Lander, la política del expresidente Barak Obama (2008-2016) dejó un saldo ambivalente. Por un lado, incrementó la producción petrolera en un 88% e impulsó el fracking, una energía extrema cuyos impactos sobre el territorio, el ambiente y la salud están más que probados. La expansión de energías extremas no solo significó un retroceso en la agenda global para la ya difícil transición energética, también reconfiguró el tablero geopolítico global. Por otro lado, Obama planteó una serie de políticas públicas ligadas a la eficiencia energética, la reducción de emisiones de vehículos automotores y el Plan de la Energía Limpia. Sostuvo también la prohibición de la explotación hidrocarburífera en las costas de Alaska y en parte importante de la costa atlántica del país. En esa misma línea propició la firma del Acuerdo de París en una iniciativa conjunta con China, y en uno de sus últimos actos de gobierno vetó el proyecto de ley que autorizaba el polémico oleoducto de Keystone (Lander, 2019: 147).
La victoria de Trump en las elecciones presidenciales cambió de manera radical la política ambiental del país y añadió nuevos obstáculos al escarpado camino hacia la transición pos combustibles fósiles. El retroceso es enorme y los daños a nivel global, incalculables. Es probable que algunos hayan pensando que el populismo vocinglero de Trump y su ideología de extrema derecha no pasarían de un puñado de declaraciones altisonantes. Pero la agenda corporativa que se había construido con los años, al calor de la negación del cambio climático, encontró en él a su gran paladín. Trump no solo flexibilizó la legislación ambiental existente, sino que impulsó su desmantelamiento. En efecto, en términos de políticas domésticas, el respaldo presidencial a las empresas de combustibles fósiles se tradujo en un rápido desmontaje de las regulaciones ambientales, que habían tardado décadas en instalarse. En el primer día de su mandato anunció que el plan de acción ambiental de Obama sería eliminado por “dañino e innecesario”. Y dio instrucciones de revisar todas las regulaciones que pudieran limitar la producción de energía. Fueron más de ochenta medidas que erosionaron la regulación ambiental existente. Es más: el concepto de “cambio climático” desapareció de las declaraciones gubernamentales, como si jamás hubiera existido. La regresión en materia ambiental terminó de consumarse en junio de 2019, cuando el titular de la Agencia de Protección Ambiental (EPA, por sus iniciales en inglés), el exlobista de la industria del carbón Andrew Wheeler, firmó “una norma que niega la autoridad del gobierno federal para imponer límites nacionales a las emisiones contaminantes y otorga a los Estados la competencia de determinar si las plantas existentes requieren mejoras para garantizar su eficiencia”.[24]
La nueva política estadounidense tuvo efectos perniciosos incluso sobre la Unión Europea, el continente más avanzado en legislación ambiental. En 2015 la UE se había comprometido a aumentar en 27% las energías renovables (reduciendo el uso de combustibles fósiles), pero en una reunión celebrada en diciembre de 2017 los ministros de Medioambiente acordaron disminuir ese procentaje al 24,3%. Asimismo, decidieron mantener los subsidios a las industrias de energías fósiles hasta 2030, no hasta 2020 como se había establecido con anterioridad.
Trump encontró un émulo latinoamericano en la figura de Jair Bolsonaro, presidente electo de Brasil desde 2019. El vertiginoso ascenso de Bolsonaro recolocó a América Latina en el escenario político global, en consonancia con la expansión de los partidos antisistema y de la mano de una extrema derecha xenófoba, antiglobalista y proteccionista. En un contexto antiprogresista, la extrema derecha brasileña surgió como una de las ofertas disponibles y puso en el centro de la agenda –escándalos de Odebrecht mediante– un discurso anticorrupción. Este discurso generó una cadena de equivalencias con otras demandas de la población, desde las que involucraban la defensa de la familia tradicional amenazada por el Estado, las críticas al garantismo, el desprecio por el ambientalismo y las políticas de derechos humanos, el rechazo hacia los pueblos originarios y el cuestionamiento a la llamada “ideología de género” y la diversidad sexual, hasta aquellas que habilitaban la defensa de la dictadura militar o la justificación de la tortura.
La política de Bolsonaro se tradujo en una declaración de guerra a los pueblos indígenas a través del desmantelamiento de la Fundación Nacional Indígena, principal institución dedicada al sector, y en la decisión de transferir la competencia sobre identificación, delimitación y demarcación de tierras indígenas al Ministerio de Agricultura, institución que está en manos de los sectores ruralistas, opositores sistemáticos al reconocimiento de los derechos de esos pueblos (Lander, 2019: 159). Las políticas favorables a los sectores de agronegocios y los grandes ganaderos se hicieron sentir en la Amazonía, como lo muestran los incendios forestales de agosto de 2019 –casi el triple de los ocurridos el mismo mes del