El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa
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El concepto de justicia climática –utilizado por primera vez en 1999 por el grupo Corporate Watch, activos miembros del movimiento de justicia ambiental, con sede en San Francisco (EUA)– proponía abordar las causas del calentamiento global, pedir cuentas a las corporaciones responsables de las emisiones (las compañías petroleras) y plantear la necesidad de una transición energética. Presentado en sociedad en diversas reuniones, una de ellas celebrada en la sede de Chevron Oil en San Francisco, sus principios fueron establecidos en Bali por la International Climate Justice Network en 2002. En cuanto concepto, la justicia climática apunta a retomar una perspectiva integral y reponer la dimensión social presente en la ecología de los pobres. Desde esta perspectiva, la justicia climática “exige que las políticas públicas estén basadas en el respeto mutuo y en la justicia para todos los pueblos”, además de “una valorización de las diversas perspectivas culturales”. Plantea una política de reconocimiento y exige la participación de los sectores afectados. Es un concepto vinculado con el de deuda climática, que a su vez se conecta con la visión planteada durante la Conferencia de los Pueblos sobre el Cambio Climático y los Derechos de la Madre Tierra, celebrada en Tiquipaya,[21] que pone el acento en las diferentes responsabilidades de actores y países más y/o menos contaminantes.
Para la especialista en derecho internacional Susana Borrás, los movimientos de justicia climática centran sus reivindicaciones en tres dimensiones. En primer lugar, la distributiva, que se refiere a la equidad en la distribución de los recursos atmosféricos y por ende establece responsabilidades diferentes entre países ricos y países pobres, ya que los primeros son los grandes emisores de GEI. En segundo lugar, la dimensión procedimental, referida a la equidad en los procesos de administración de la justicia para resolver las disputas y asignación de recursos. Y por último, una dimensión restauradora que propone un compromiso de reparación de derechos de los afectados y víctimas del cambio climático (Borrás, 2016-2017: 100-101).
Los movimientos por la justicia ambiental y climática diseñaron de manera progresiva, como sostiene Martínez Alier, una nueva cartografía de territorios en resistencia que él llama “Blockadia” retomando la denominación de Naomi Klein.[22] Así, desde el Sur el mapa de la justicia ambiental y climática señala acciones y estrategias de bloqueo y confrontación contra la expansión del capital y su intento por apropiarse de territorios por la vía de megaproyectos y convertirlos en zonas de sacrificio. Estas incluyen desde movilizaciones y cortes de rutas y calles hasta otras formas de resistencia civil. En América Latina, las luchas contra el neoextractivismo lideran los movimientos por la justicia ambiental y climática en sus diversas modalidades: contra la expansión de la frontera hidrocarburífera, contra la megaminería, contra la soja transgénica, los biocombustibles y las megarrepresas. En América del Norte predominan las luchas contra los gasoductos que transportan el gas de la fractura hidráulica o fracking y atraviesan territorios indígenas (por ejemplo, contra el Dakota Access Pipeline). En Europa, las marchas contra las minas de carbón en Alemania y contra el fracking en Inglaterra, y las diferentes acciones de bloqueo al transporte de combustibles fósiles.
En el Norte, el catalizador del movimiento por la justicia climática fue la denuncia del racismo ambiental, que tuvo su vuelta de tuerca en 2005 cuando el huracán Katrina arrasó las comunidades más pobres de origen afronorteamericano de Nueva Orleans y dejó al descubierto las tremendas inequidades en el país más rico del planeta. El paso del huracán Sandy, en 2012, por Nueva York –que dejó las oficinas de Manhattan a oscuras, produjo más de doscientos muertos y daños por setenta y cinco mil millones de dólares– también fomentó este cambio cultural. Los apagones afectaron a más de dos millones de neoyorkinos; sin embargo, mientras las oficinas centrales de Goldman Sachs estaban iluminadas y Wall Street pudo amortiguar la gravedad del problema con generadores propios, los pobres y menos poderosos quedaron atrapados en el sistema de desigualdad y sin amparo alguno del Estado (Mann y Wainwright, 2018: 278). Dos años después, el 21 de septiembre de 2014, Nueva York fue testigo de la marcha de los pueblos contra el cambio climático, en la que participaron cerca de cuatrocientas mil personas. “Entre las consignas podía leerse: ‘No hay planeta B’; ‘Los bosques no están en venta’; ‘No al fracking’; ‘No se puede detener el cambio climático si antes no se detiene la maquinaria bélica de los Estados Unidos’, frases que demostraban la diversidad de las organizaciones y sectores que asistieron a la movilización”.[23] En otras 166 ciudades en el mundo también hubo actos y movilizaciones contra el cambio climático. La marcha, “más festiva que confrontacional” (Mann y Wainwright, 2018: 280), se realizó antes de la cumbre de las Naciones Unidas sobre el clima con el objetivo de presionar para llegar a un acuerdo antes de la COP 21, llevada a cabo en París, en 2015.
Y, como era de esperar, en 2015 se firmó el celebrado Acuerdo de París en el marco de la COP 21. Pese a los aplausos, este acuerdo presenta enormes falencias y debilidades, por no decir omisiones imperdonables. La lectura del documento final reveló que no aparecían palabras claves como “combustibles fósiles”, “petróleo” y “carbón” y que la deuda climática del Norte hacia el Sur brillaba por su ausencia. También se omitieron las referencias a los derechos humanos y las poblaciones indígenas, trasladadas al preámbulo (Acosta y Viale, 2015). Por si esto fuera poco, el acuerdo debía entrar en vigor cinco años después, en 2020, y su primera revisión de resultados estaba prevista para 2023. El carácter no vinculante del acuerdo y las vergonzantes omisiones dejaron un gusto amargo en los miles de activistas climáticos que se movilizaron desde Bourget hacia París para manifestarse en distintos puntos de una ciudad completamente vallada. El llamado a la justicia climática fue la consigna común. Naomi Klein devino la estrella indiscutible e inspiradora de este movimiento en París, no solo por sus críticas al capitalismo neoliberal como responsable del calentamiento del planeta, sino por su propuesta de multiplicar resistencias y ocupaciones y organizar Blockadia para transformar a la sociedad desde abajo (Mann y Wainwright, 2018: 296).
El Acuerdo de París fue ratificado en 2017 por 171 de los 195 países participantes; sin embargo, no ha dejado de ser una declaración de buenas intenciones, ya que no establece compromisos concretos o verificables. Podría decirse incluso que implicó un retroceso en relación con acuerdos anteriores, dado que el cumplimiento de lo pactado y su forma de implementación –reducción de emisiones de CO2 para no sobrepasar el aumento de 2 ºC en la temperatura media– dependen de la buena voluntad de cada país firmante. No hubo planteos concretos tendientes a combatir los subsidios que alientan el uso de combustibles fósiles o para dejar en el subsuelo el 80% de todas las reservas conocidas de estos combustibles, como recomiendan la ciencia y la Agencia Internacional de la Energía, entidad que no tiene nada de ecologista. No se cuestiona el crecimiento económico y tampoco se pone en entredicho el sistema de comercio mundial, que esconde e incluso fomenta multiplicidad de causas de los graves problemas socioambientales que padecemos. Sectores altamente contaminantes como la aviación civil y el transporte marítimo, que acumulan cerca del 10% de las emisiones mundiales, quedaron exentos de todo compromiso. Tampoco se afectaron las leyes del mercado financiero internacional que, sobre todo vía especulación, constituye un motor de aceleración inmisericorde de todos los flujos económicos más allá de las capacidades de resistencia y de resiliencia de la Tierra. Y tampoco existen compromisos orientados a facilitar la transferencia de tecnologías destinadas a fomentar la mitigación y la adaptación a los cambios climáticos en beneficio de los países empobrecidos.
El Acuerdo de París abre aún más las puertas para impulsar falsas soluciones en el marco de la economía verde, que se sustenta