El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa

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El colapso ecológico ya llegó - Maristella Svampa Singular

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décadas, en un movimiento mucho más amplio vinculado con un modelo alimentario a gran escala y de enorme impacto sobre la salud de las personas y la vida de animales, plantas y campos, promovido por lógicas de marketing y poderosos lobbies empresariales apoyados por políticas de Estado. Un modelo construido por las grandes firmas agroalimentarias que genera una degradación de todos los ecosistemas: expansión de monocultivos, aniquilación de la biodiversidad, tendencia a la sobrepesca, contaminación por fertilizantes y pesticidas, desmonte y deforestación, acaparamiento de tierras. También genera un incremento de la emisión de gases de efecto invernadero, no solo en el proceso de producción sino durante el transporte de los bienes. Como sostienen Nazaret Castro y otros (2019), enfrentamos la consolidación de “un régimen agroalimentario corporativo” con impacto negativo sobre la salud y las condiciones de vida de millones de personas. Estos modelos alimentarios no alimentan; antes bien, el consumo de productos ultraprocesados conlleva graves perjuicios para la salud: generan adicción y numerosas enfermedades, entre ellas, la obesidad, que ya es una epidemia mundial (Barruti, 2013). Asimismo, reflejan una tendencia a la homogeneización: “La apariencia de variedad de marcas y coloridos envases que ofrecen las góndolas de los supermercados oculta un agudo proceso de homogeneización de los ingredientes y de oligopolización de la alimentación a escala planetaria” (Castro y otros, 2019).

      Aunque estos modelos de desarrollo se han impuesto en las últimas décadas, su transformación o su desmantelamiento no resultarán fáciles, y no solo por causa de los grandes lobbies empresariales. Cuanto más compleja es una sociedad, más expuesta y vulnerable deviene; o sea, más dependiente de su propia complejidad y de los recursos (energéticos) que la mantienen en funcionamiento. Es tal la complejidad organizativa de la sociedad global actual que requiere cada vez mayor cantidad de energía per cápita para mantenerse. Capitalismo y complejidad van así de la mano.

      A diferencia de lo que ocurría en un pasado no tan lejano, nuestras narrativas del fin no se nutren de creencias religiosas, sino que poseen una amplia base científica y un correlato más estrecho con la realidad. El dramático acoplamiento entre tiempos geológicos y tiempos humanos instala numerosos interrogantes. En el auge de la aceleración del metabolismo social que impulsa la extracción desenfrenada de recursos no renovables, destruye la biodiversidad, cambia los ciclos de la naturaleza, fomenta un consumo irresponsable e insostenible y modelos alimentarios insustentables, ¿es posible tomar decisiones a nivel global y local que contribuyan a detenerlo? ¿Es una mera cuestión de complejidad social o es parte del discurso del capital y las élites económicas y políticas para sostener su sobrevida en medio de la catástrofe? ¿Es posible implementar en el corto plazo políticas públicas orientadas a la desinversión en combustiles fósiles, políticas que puedan revertir los impactos que la crisis climática tendrá desde ahora hasta fines del milenio y que eviten el terricidio en curso? ¿Seremos acaso la última generación en hacer política, ya que nuestros sucesores tendrán que luchar por la sobrevivencia en medio de hambrunas, pandemias, sequías, huracanes y desastres para nada “naturales”?

      En realidad, se impone reconocer que la transición ya ha comenzado. Y aunque incluye la degradación de la vida social, económica y sanitaria, e implica la pérdida de complejidad y de valores democráticos, su devenir tendrá diferentes temporalidades, matices y escalas. Sin embargo, más allá de que la crisis climática nos afectará a todos, siempre habrá ganadores y perdedores, con lo cual es muy probable que los procesos de colapso y degradación profundicen aún más la geografía de la desigualdad y la injusticia ambiental.

      La ecología como enfoque crítico y las primeras voces y movimientos ambientalistas surgidos al calor de las denuncias contra el deterioro creciente del ambiente y los desastres “naturales” nos llevaron a cuestionar el mito del crecimiento económico y nos hicieron tomar conciencia de la finitud de los recursos naturales.

      Una de las primeras voces que se alzó fue la de Rachel Carson, autora de La primavera silenciosa (1962), quien denunció los efectos nocivos de los productos químicos sobre la salud, los animales y la naturaleza, en especial el DDT, un insecticida de amplio espectro utilizado para todos los cultivos que en aquella época se consideraba casi inocuo. Carson, bióloga de formación, fue denigrada por las industrias químicas, que llegaron al extremo de contratar científicos para que analizaran su libro línea por línea. Sin embargo, el impacto de ese texto sobre el público estadounidense y sobre el incipiente movimiento ambiental fue enorme. Diez años más tarde se prohibió el uso del DDT en los Estados Unidos. Mientras tanto, el economista Kenneth Boulding proponía sustituir la economía del cowboy por la del cosmonauta: una economía de recinto cerrado adecuada al “navío espacial Tierra”, elocuente imagen que transmite la idea de que el planeta dispone de recursos limitados y de espacios finitos para la contaminación y el vertido de desechos.

      A nivel global, el primer aporte relevante sobre temas ambientales fue el Informe Meadows “Los límites del crecimiento”, producido en 1972 por el Club de Roma, donde se exponen los límites de la explotación de la naturaleza y su incompatibilidad con un sistema económico fundado en el crecimiento indefinido. Este informe puso el acento en los graves peligros de la contaminación y la disponibilidad futura de materias primas que afectarían a todo el planeta, de continuar con el estilo y ritmo de crecimiento económico. Se abrió así un espacio de cuestionamiento a la visión industrialista, centrada en el crecimiento ilimitado, y se enviaron claras señales hacia los países del Sur al plantear que el modelo industrial propio de los países desarrollados estaba lejos de ser universalizable. El informe logró que la problemática ambiental ingresara en la agenda mundial y se transformara en una cuestión a tratar y resolver por la comunidad internacional. Como veremos más adelante, este informe tuvo varias respuestas desde el Sur periférico.

      La primera Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Medio Ambiente, realizada en Estocolmo en 1972, dio origen a una declaración adoptada por los Estados nacionales en la que comenzaba a ponerse de manifiesto una relación más estrecha entre los impactos del desarrollo económico y el “medio humano”. Y si bien persistía la idea del “progreso” concebido como crecimiento sin límites, se denunciaba que el poder transformador del ser humano sobre la naturaleza podía generar daños al “medio humano”. La declaración configuró los elementos principales del paradigma de “desarrollo sostenible” o “sustentable”, cuyo principio rector expresa que la humanidad “tiene la solemne obligación de proteger y mejorar el medio para las generaciones presentes y futuras”. En ese marco se creó el Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (Pnuma) con sede en Nairobi y se recomendó declarar el 5 de junio como Día Mundial del Ambiente. En este período nacieron algunas de las grandes organizaciones ambientalistas, entre ellas Amigos de la Tierra (1969) y Greenpeace (1971).

      En febrero de 1979 se realizó en Suecia la primera Conferencia Mundial sobre el Clima, que contó con la participación de cuatrocientos expertos internacionales, bajo los auspicios de la Organización Meteorológica Mundial (OMM) y la Organización de las Naciones Unidas (ONU). La reflexión sobre la relación desarrollo/ambiente tuvo una nueva inflexión en los años ochenta a raíz del grave accidente ocurrido en 1986 en la central nuclear de Chernóbil en Ucrania, una de las causas que precipitó el final de la Unión Soviética. En esa época también se produjeron otros accidentes de gran repercusión internacional, como los derrames de barcos petroleros o “mareas negras”, entre otros el buque petrolero Exxon Valdez en aguas de Alaska en 1989.

      La Comisión de las Naciones Unidas sobre Medio Ambiente y Desarrollo presentó en 1987 el estudio “Nuestro futuro común” (también conocido como “Informe Brundtland”, en honor al apellido de su coordinadora), que popularizó la idea del “desarrollo sostenible”. En 1988, casi diez años después de la Primera Conferencia Mundial sobre el Clima, se creó el ya célebre Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC, por sus iniciales en inglés). Dos años más tarde, en 1990, el IPCC y la Segunda Conferencia Mundial sobre el Clima propondrían un tratado mundial sobre el cambio

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