El colapso ecológico ya llegó. Maristella Svampa
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La reivindicación de la justicia ambiental
implica el derecho a un ambiente seguro, sano y productivo para todos, donde el medio ambiente es considerado en su totalidad, incluidas sus dimensiones ecológicas, físicas, construidas, sociales, políticas, estéticas y económicas. Se refiere así a las condiciones en que ese derecho puede ser libremente ejercido, preservando, respetando y realizando plenamente las identidades individuales y de grupo, la dignidad y la autonomía de las comunidades (Acselrad, 2004: 16).
Por su parte, el “ecologismo popular” se refiere a las movilizaciones socioambientales en los países del hemisferio sur. El reconocido economista ecológico Joan Martínez Alier (2005), que estudió los nuevos conflictos ambientales en los cinco continentes, bautizó a estos movimientos como “ecología popular” o “ecología de los pobres”. Acuñó estos términos para referirse a una corriente de creciente importancia que ponía el acento en los conflictos ambientales causados, en diversos niveles (local, nacional, global), por la reproducción globalizada del capital, la nueva división internacional y territorial del trabajo y la desigualdad social. Esta corriente también subraya el desplazamiento geográfico de las fuentes de recursos y los desechos. Esta desigual división internacional del trabajo que repercute en la distribución de los conflictos ambientales perjudica sobre todo a las poblaciones pobres y más vulnerables. Asimismo, Martínez Alier afirmaba que en numerosos conflictos ambientales los pobres se alinean del lado de la preservación de los recursos naturales, no por convicción ecologista sino para preservar su forma de vida.
En esta línea, el vínculo entre justicia ambiental, ecología de los pobres y deuda ecológica es directo e inmediato. El concepto de deuda ecológica fue introducido en ocasión de la Cumbre de Río de 1992 por el Instituto de Ecología Política de Chile y alude a la histórica relación de expoliación y destrucción de los bienes naturales por los países ricos en relación con los países más pobres, y también a la libre utilización que los países ricos han hecho del espacio ambiental global (la atmósfera, por ejemplo) para depositar residuos. Al denunciar situaciones de injusticia ecológica, Martínez Alier divulgó el concepto de deuda ecológica o de “dumping ecológico”, definido como la venta de bienes cuyos precios no incluyen la compensación de las externalidades o el agotamiento de los recursos naturales, como sucede con el comercio del Sur al Norte.[8]
La deuda ecológica del Norte respecto de los países del Sur es imposible de cuantificar. En el caso de América Latina, desde Potosí en la época colonial hasta el presente, es tan visible como incuestionable y se refiere a un histórico mecanismo de saqueo y expoliación de bienes naturales, como asimismo a los impactos ambientales y territoriales, las mal llamadas “externalidades”. Los elevados costos ambientales que continúan pagando los pueblos del Sur ponen de manifiesto patrones de injusticia ambiental y reflejan profundas desigualdades entre los hemisferios, un proceso –como veremos más adelante– reforzado en las últimas décadas por la aceleración del metabolismo social del capital y las nuevas formas de reprimarización de las economías.
La deuda ecológica se expresa en la degradación de grandes extensiones de tierras, derrames de químicos utilizados por las industrias y también de minerales e hidrocarburos que destruyen el suelo y contaminan el agua, desplazamiento de poblaciones, enfermedades que afectan a niños y mujeres pobres, modificación y destrucción de biodiversidad, sustitución de especies nativas por alógenas, muerte de animales, desertificación de los suelos. En suma, toda idea de compensación económica resulta insuficiente ante el escenario de devastación ambiental que señala a las periferias globalizadas como frontera de los commodities baratos.
En definitiva, la deuda ecológica desnuda las inequívocas raíces históricas y geopolíticas del Antropoceno. Así, entre 1751 y 2010, solo noventa empresas fueron las responsables del 63% de las emisiones acumuladas de CO2 (Bonneuil y Fressoz, 2013). En 1900 Gran Bretaña y los Estados Unidos representaban el 60% de estas emisiones; en 1950, el 55%, y casi el 50% en 1980, a medida que otros países se convertían también en emisores activos. Rusia llegó al 200% de su capacidad hacia 1973 y China alcanzó este índice en 1970, que fue en aumento hasta llegar al 256% en 2009. En la actualidad, entre China y los Estados Unidos emiten el 40% de los gases de efecto invernadero.
Vistos por país, los cálculos señalan enormes diferencias en términos de consumo. En 2016 la Global Footprint Network calculaba que necesitaríamos 5,4 planetas si consumiéramos como Australia; 4,6 si lo hiciéramos como los Estados Unidos; 3,3 como Suiza, Corea del Sur o Rusia; mientras que Alemania, Francia, el Reino Unido, Japón e Italia consumen entre 3,1 y 2,9 planetas; necesitaríamos 2 planetas si consumiéramos como los chinos y apenas 0,7 si quisiéramos consumir como los indios… A excepción de Brasil, que consume 1,8 por habitante, los países de la región latinoamericana se encuentran por debajo del 50%.
El escenario de las COP y los movimientos sociales
En la Cumbre de Río de Janeiro, de 1992, se firmaron instrumentos como la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (CMNUCC) y el Convenio sobre la Diversidad Biológica. También se iniciaron negociaciones con miras a una futura Convención de Lucha contra la Desertificación. Dos años después, en 1994, la CMNUCC entró en vigor y en 1995 se celebró la Primera Conferencia de las Partes (COP). La COP nació como el órgano supremo de la Convención y constituye la asociación de todos los países firmantes (las Partes), cuyo objetivo es estabilizar las concentraciones de gases de efecto invernadero (GEI) en la atmósfera. En las reuniones anuales participaron expertos en medio ambiente, ministros, jefes de Estado y organizaciones no gubernamentales.
Desde 1995 hasta hoy se realizaron veinticinco COP. Una de las más esperanzadoras fue la tercera, que se reunió en Japón, donde tras intensas negociaciones se firmó el Protocolo de Kioto (1997). Se trata de uno de los documentos más importantes de la humanidad –el otro es el Protocolo de Montreal (1987) para la protección de la capa de ozono– en lo que atañe a regular las actividades antropogénicas. Se fijaron los objetivos vinculantes para 37 países industrializados, que entre 2008 –su entrada en vigor– y 2012 –su cumplimiento– debían reducir el 5% de sus emisiones de GEI respecto del nivel de 1990:
Todas las Partes […] formularán, aplicarán, publicarán y actualizarán periódicamente programas nacionales y, en su caso, regionales que contengan medidas para mitigar el cambio climático y medidas para facilitar una adaptación adecuada al cambio climático; tales programas guardarán relación, entre otros, con los sectores de la energía.[9]
El Protocolo de Kioto fue legalmente vinculante para treinta países industrializados, y algunos redujeron sus emisiones en relación con las de 1990. Por su parte, los llamados “países en desarrollo” –como China, India y Brasil– aceptaron asumir sus responsabilidades pero sin incluir objetivos de reducción de emisiones.
Rusia ratificó el Protocolo de Kioto en 2005, es decir que el pacto entró en vigor en la COP de Montreal. Pero sin el compromiso de los Estados Unidos –país responsable de un tercio de las emisiones mundiales, que se había retirado en 2001 bajo la presidencia de Bush hijo– y con el aumento de las emisiones en países emergentes como India y China, perdió buena parte de su eficacia ambiental. Asimismo, su alcance se vio reducido por la introducción de mecanismos y vías que posibilitaron que los países industrializados se apuntaran reducciones no realizadas en sus territorios, los llamados “mecanismos de flexibilidad”, entre